martes, 26 de diciembre de 2006


AUTOBIOGRAFÍA (V) - El tintero perdido


(fotografía: archivo familiar)



Debo confesar que resulta difícil explicar quién es la protagonista de esta fotografía, porque si aún los rasgos de su cara y su media sonrisa la identifican, se conservan intactos sesenta años después, no puedo imaginármela con aquel vestido de lunarcitos blancos y fondo negro, ni con ese lazo que, según recuerda, le apretó en exceso su madre, mi abuela, para que en este minúsculo retrato luciese bien la niña.

Da la impresión de que su imagen ha cambiado mucho más que para el resto del mundo desde entonces. Y su delgadez, edulcorada por sus ojillos pequeños y vivos, igual que hoy, parece tan desgastada como las vidas que se consumen en los dobleces azarosos de estas fotografías viejas. Ella no sabe cuándo se la hicieron, ni siquiera los años que tenía, pero sabe que fue después del cuarenta y dos, uno o dos años después de que su padre extendiese sobre un ceporro un pañuelo para que no ensuciase su trajecito malva, aquel día que fue a visitarlo. Cuenta, además, que en esa ocasión su padre le regaló un tintero con dos pajaritos, tallados en una raíz de olivo, que, al igual que tantos otros objetos del pasado, se ha perdido con el ir y venir de los tiempos y las gentes, sin que hayan perdido para mí intensidad en las emociones que transmiten.

Sonríe, sigue sonriendo como entonces, de eso no cabe duda alguna. Y sólo su peinado ha cambiado, y el color de su pelo, que es el mío, exactamente el mío, dicen. Ahora encubre las canas, como secretos, con el extraño tinte de la coquetería que traen consigo la adolescencia y la edad tardía de las últimas pasiones.

Poco tiempo después, aparcada la escuela en sus reglas básicas y sosteniendo en sus rodillas una vieja máquina de coser, el único equipaje, tomó el tren que la traería a la ciudad, porque era necesario el olvido para seguir viviendo. Abandonó la timidez que parece traslucirse de esta imagen y su infancia la heredamos en gestos, en mohínes que repetimos cuando tuvimos su edad, como si los padres no sólo imprimiesen en sus hijos un rostro o gestos, sino también estados de ánimo que atraviesan la atmósfera de los años y los recuerdos. Muchos de esos sobresalen de entre el resto, y tocan el alma con sus dos manos, como si nos atrapasen a todos en una misma trampa, más allá incluso de nuestra infancia, de nuestras horas de fiebre cuando niños y tosferina.

Añado a su semblanza, su mala caligrafía y las palabras que se le agolpan cuando echa la vista atrás para recordar las tardes jugando con alfileres que escondía en montones de arena. Recuerda las decepciones de lavar el rostro a sus muñecas de cartón y otras muchas cosas más, que estarán junto al tintero de pajaritos azules. Por eso, procuro ordenar yo la lucidez extraña que se le enreda cuando piensa utilizando verbos en pasado, por si en algún momento se nos olvida el lugar de donde vinimos y un día de estos no tenemos quien lo narre, y se queden sin remedio en el tintero las últimas emociones transmitidas con algo de nostalgia, pero sin tristeza.

lunes, 25 de diciembre de 2006



AUTOBIOGRAFÍA (IV) - Los cipreses


(fotografía: archivo familiar)



Ésta es una de las pocas fotografías que se han conservado del abuelo, alto como un ciprés y tan centenario como los que pueblan, ascendentes, los cementerios con las paredes encaladas. Luce el luto paterno y mira al fotógrafo con una obstinación que pareciera traspasar la grisura intensa de su propio retrato. Duelen los años desde entonces, desde el día en que estrenó botines y traje para la ocasión, y quizás no pudo volver a ponérselos, porque aquéllos fueron los tiempos confusos que han anidado en la memoria sólo de unos pocos.

Cuando se subió al camión como voluntario, nadie debió de explicarle detenidamente cuáles podrían ser las consecuencias, aunque dicen que tampoco se las quiso plantear porque el futuro que atisbaba desde esta fotografía, con sus ojos verdes de pobladas cejas, apenas dejaba lugar a dudas: el pan de su reciente hija, el trabajo de los años desbrozando amarguras o el silencio de los débiles. Sí, parecen ideales, pero es que entonces las guerras aún no eran preventivas, sino que se desdoblaban como desdichas que, superadas, trajesen consigo amor, paz, trabajo, pan, sosiego; en resumen, utopías sacadas de quién sabe que otras necesidades del alma. Porque, aunque no tenía dinero, tenía alma, profunda como una sima, extensa, amplia, difusa, que aquí aparece sostenida levemente, como el cigarrillo en su mano.

Después, vendrían los consabidos calabozos y su consiguiente delgadez de caldos mal cocidos. Y así tres años más después de la guerra, meses de humedad injusta agarrada a los huesos y a las paredes. Y a nuestra familia, que se revuelve tibiamente, a veces con ternura y otras con tristeza, cabalgando entre el recuerdo de estas fotografías, hechas jirones por la historia. Cuando lo mataron, en las mismas tapias por donde asoman todavía los cipreses, su mujer no fue a recoger sus objetos personales: apenas dejó ropa, viudedad y el triste vacío que heredó su huérfana. Dicen que se escuchó, después de los disparos, un solo silencio: el silencio mismo, en medio de la noche, al relente.

lunes, 18 de diciembre de 2006

AUTOBIOGRAFÍA (III) - La bisabuela Lorenza

(Fotografía: archivo familiar)

Hay algo misterioso en este rostro, que sin embargo es familiar. Tiene aspecto de pretérito secreto y una mirada que quizás pueda sobrevolar aún sobre nosotros para escrutarnos con la sabiduría anciana de los años y el silencio de los fantasmas. Su piel da la impresión de haber envejecido igual que la fotografía, oxidada y gris, porque también para ella han pasado los años, aunque sus ojos brillantes y velados por la pátina de una ancianidad añeja no hayan perdido, dicen, ni un gramo de viveza. Su cara, la cara de mi bisabuela, tan irreconocible para mí como milenaria, nos regala la dureza dulce de su mano trabajada en el campo, entre los atardeceres sobrevividos doblando la espalda sobre el arado castellano . Y dicen que aún la ven vagar por las eras de terrones rojizos, como un espectro que deambula intentando confesar su secreto.

Y cuentan también que murió en silencio, sin terminar de gritar la amargura de tenerse que callar el asesinato de su hijo, de Pablo (nombre que se enreda con mi presente sanguíneo y visceral: abuelo, hermano, sobrina…). Y su nombre, el de ella, único y rural, se propagó en su nieta, en mi madre, como la sombra de una parturienta que hubiera querido desenterrar a su hijo o denunciar su injusticia, aunque no pudo.

Miro una vez más esta fotografía: quizás del cincuenta, anterior a las sombras entre las que parió a su prole. Nada da la sensación de que queda en el vacío irremediable de los que se marcharon callados, porque no hubo más entre sus labios que el temor de amar demasiado y no poder decirlo. Y lo peor de todo es que allí tampoco me llega la memoria.



sábado, 16 de diciembre de 2006

AUTOBIOGRAFÍA (II) - Navidades del 42

(Fotografía: archivo familiar)

Revoluciones aparte, a veces la sonrisa se consigue con un capirote de papel o unas barbas postizas, rescatadas también desde los viejos arcones que sobrevivieron a la guerra y a los días del hambre y la tisis. Dicen que hace muchos años, cuando las bombillas no eran más que una utopía reservada para tiempos mejores, los niños sonreían sin pan, pero sonreían posando para el artista anónimo que hizo esta fotografía, sin saber que mucho tiempo después, alguien los rescataría añadiéndolos a su propia experiencia de recuerdos antiquísimos. Eran los años en los que la tristeza no existía, porque hasta la pena escaseaba. Basta con mirarlos celebrar, con sus caritas modestas y antiguas, el último día de escuela.

Sólo faltó, este día del retrato, la muchachita a la que debo mis orígenes, porque tenía fiebre y no pudo asistir a la escuela. Están sus primos, pero no ella, que acarreaba una calentura que casi se la lleva al otro mundo, porque aquel invierno del 42 hizo tanto frío, tanto dolor, que no sólo su padre fusilado entre las penumbras de las tapias le congeló las manitas, sino también el futuro sosiego; su paz, la nuestra.

A ella se le agolpan las palabras contándome esto, incluso por teléfono, cuando hablamos. Lo narra con la ternura de su primera persona, de quien describe su propia vida como si fuese otra fotografía que se guarda muy dentro, más allá incluso de la memoria que se puede extraer de un cartoncito cuarteado por el paso de los años y el silencio. Recibía, sigue explicándose casi con nostalgia, un pequeño pez de mazapán en reyes, que su abuela colocaba con el esmero de un tesoro en sus zapatos viejos, los únicos. Y dice que se cantaban villancicos hasta que se terminaba el fuego de la estufa, y la habitación quedaba caldeada. Fuera, mientras tanto, la noche pregonaba con su viento helado un año más de derrota y oprobio, sí, se llama así, aunque ella no use estas palabras, sino otras.

jueves, 14 de diciembre de 2006


AUTOBIOGRAFÍA (I) - La escuela


(Fotografía: archivo familiar)



Hay lugares en nuestras biografías a los que no llegan los recuerdos y aparece, de repente, el color sepia de las antiguas fotografías heredadas. Fotografías lejanas que nos han llegado como apariciones que arriban desde hace un siglo o quizás algo más. Y ni siquiera, después de observarlas con la minuciosidad del investigador, uno es capaz de encontrarse allí, ni a sí mismo ni a los lejanos antepasados que las pueblan como sombras, como infancias en barbecho. Desde esta escuela con desconchones, desde el insospechado lugar de este retrato colectivo, partieron un día nadie sabe quiénes en busca de una felicidad vedada, de la que en este mismo instante soy el único partícipe, el heredero legítimo de aquellas búsquedas extraviadas.

Así eran las escuelas en las que aprendieron a leer nuestros abuelos, sus hermanos, los tíos que se hunden sin razón en la memoria convertida en historia, y en ley futura que venga a dignificar por fin el sufrimiento de estos niños que un día tuvieron que ver la guerra sin quererlo. Poco parece importar ya que agoten la seriedad de sus rostros entre el viejo polvo añejo de los cajones cerrados. Siguen percibiéndonos ellos a nosotros también como perdidos en un tiempo que nunca debió existir.

Después de todo aquello, vendrían más fotografías que han congelado la miseria, el trabajo del campo y una turbia heredad de años fingiendo la felicidad, en el indeterminado espacio de un pueblo sumido en el barrizal de su propia pobreza. De aquel lugar abandonado, en medio de mesetas y horizontes delimitados por eriales y de los labriegos obstinados en la rebusca y el vareo, nacimos quienes vemos con desazón el paraíso perdido de nuestros antepasados, aunque también la belleza se exprese en sus miradas.

lunes, 11 de diciembre de 2006


POEMAS POR SI ENTRA EL AIRE (Y AGITA LAS CONCIENCIAS)

(Fotografía: África Salces)

I

Dejadla así, entreabierta,
esta ventana de canícula gris
y verano en ciernes tormentoso.

O de par en par por si la lluvia
aparece con su aroma
de tierra blanda y empapada.

Dejadla así, dejadla,
no se vaya a impedir
el ruido de sombra con su lluvia
rebotando en los cristales
y no llegue a los rincones tibios
del hombre y su injusticia en uniforme.

Abierta, así, abierta,
como un pecho que ansía respirar
los campos húmedos
de países lejanos
cuyas geografías se ocultan
por detrás de una arboleda.


II

Suena, al fin suena,
la lluvia con su terco gemir
en los canalones metálicos
donde resbala como un miércoles
de junio.

¿Se escucha su mustio
gotear desde allí, a lo lejos?

¿Acaso se oye avecinarse
en su torrente tibio?

Subidas las persianas,
descorridas las cortinas
y abiertos los ojos, así de simple,
adolece la lluvia el silencio
de su seca orfandad,
de esas gotas que ni siquiera
limpiarán las conciencias
(y mucho menos las esquinas
orinadas de las calles estrechas).



martes, 28 de noviembre de 2006

POEMA SIN DEMASIADA JUSTIFICACIÓN


(fotografía: África Salces)

No es cierto (quizás no lo sea)
que nada tiende a la verdad como el vacío
o su empeño por ser algo.
Algo como al fin el martes o el domingo
a bajo cero y borrasca
sobre el fino papel
de los periódicos.

Algo así como el desconcierto
o el ser sonámbulo o insomne.
Algo así.

No es cierto, no lo es,
que sólo quede el silencio
después de la tormenta y el barro.

Algo así como los adoquines
grises
quedarán (intuyo)
olvidando el cemento y su grisura.
No es verdad, pienso yo,
que quede algo
del martes o el domingo en aguacero
celebrando sus parques vacíos

y el cielo abierto, así, como una herida.

***

lunes, 27 de noviembre de 2006

POEMAS DESDE EL ANONIMATO
(poemario inacabable)

***
A Carlos, y a su abuelo.




El día que mi amigo Carlos G. García me dijo que su abuelo había muerto, se removieron, quizás, todas las nostalgias y las ilusiones perdidas de aquellos que su destino no fue otro que el del anonimato. Me contó también que, en secreto, con el silencio con que se horadan las verdades sobre el mármol frío de la historia o con el que se acometen las grandes hazañas, introdujo en su féretro la bandera de un país inexistente, extinguido, del que apenas los rescoldos últimos dejan verse en el tiempo helado de las madrugadas de invierno. Por ello, terminé de escribir estos poemas, a quienes dedico, porque el anonimato a veces encierra nombres en mayúscula, historias por contar o versos con los que vencer la tiranía del silencio.


***


I

Sólo tenemos este nombre de los silenciados minutos
y sus horas atardecidas. El silencio nos llega en el destiempo
de nuestro anonimato de dos por la mañana.

Y basta para comenzar a ver el aire que nos roza las manos.
Basta para darnos el nombre que nos niega
el olvido y sus destierros.Ya nos basta:
con sabernos a la medida del cuerpo nuestro y sus otoños.

Vale la tarde en su vestido de violetas
girando el mundo con sus fantasmas y todo.

Ha empezado el sur a devorarnos con sus firmezas
de perro desatado. Escucha su viento intercalado
porque se llama noviembre y llueve,
como nunca.

***


II

Es posible que dentro de los armarios habiten torbellinos
con todas sus nostalgias de ciudad y sus hojas caídas.

No lo sé, pero en los últimos instantes en que el día se detiende
en sus sombras de parque o colegio vacío
se me ciega la boca si tú duermes.

Así de simple:
cuando callas, una música desterradora me inunda
como un viaje.

***


III

Suéñame con las palabras de siempre,
de saberme otro en ti y dentro de tus horas nocturnas
iguales que tormentas venideras, hasta que ya no puedan
los jardines ajenos
ponernos la mirada en el olvido

Suéñame sin serme yo, para que así me sueñes:
te seré tan real y humano como las horas estas
en que llega la noche.

***


IV

Me revives palmo a palmo, con la naturalidad
inusitada de la aurora de un jueves.

Estás conmigo y yo lo sé, tan cerca como nunca,
ya lo sé. Pero aún así, no me abandones por las callejas
oscuras del olvido. Eso me basta.

***


V

Aunque nos roben la diminuta porción de historia
que nos corresponde. Y nuestros abuelos no se puedan
rebelar desde sus fosas comunes,
la patria se nos vuelve del revés, tanto, que el futuro
nos mira con su ceño fruncido.
***

domingo, 26 de noviembre de 2006

CURRÍCULUM LITERARIO - BIOGRAFÍA EN CIERNES
(a Prudencio Salces, amigo y escritor)
***
(fotografía: África Salces)

***


Ser escritor es la tarea más difícil de todas. Uno no sólo debe lidiar contra sí mismo, contra el mundo maravilloso de las palabras inexploradas, latentes o misteriosas que anidan en cada rincón de la realidad. A veces la lucha vas más allá incluso de las barreras editoriales, muros contra los que chocan tus obras, enfrentándose sin garantía alguna de victoria al negocio de los libros, al de los traficantes de ilusiones, al de la vanidad misma de creerse merecedor de algún premio o del aplauso fácil de los que te quieren.

En más de una ocasión he hablado de este ausnto con amigos y escritores, y la conclusión siempre ha sido la misma: es duro reivindicar la honestidad cuando es con la honestidad misma con la que se escribe. Y no sé si es ésta la que imposibilita la publicación o un desconocimiento real de tu obra, que casi siempre termina en la papelera de algún despacho de gris-humo-oficina.

Por eso, ¿quiénes somos? (¿tú lo sabes, Pruden?). A ellos les escribo mi currículum literario, mi autobiografía en ciernes, la que aún está por escribir:

***
CURRÍCULUM - BIOGRAFÍA EN CIERNES

Nací el mismo día que mi abuela materna pero del año 1977, cuando enero comenzó a deshacerse en las frías nieves del invierno madrileño. Entonces, aún no habían terminado de asfaltar todas las calles de mi barrio, pero, quizás, debían de saber que yo no necesitaba grandes avenidas para sentirme vivo, porque aunque tenía la bicicleta heredada de mis hermanos, me gustaba más leer que estamparme contra el suelo.

Me torturaron tres años con la dichosa mecanografía, antes de que los ordenadores sustituyesen al famoso Método Caballero (aquellos cuadernillos rojos con espiral). Yo me esforzaba por que los tipos de aquella vieja olivetti línea 92 marcasen igual la j que la ñ, porque mis diminutos meñiques parecían no tener el coraje suficiente que debe tener cualquier escritor de los de antes. Y así transcurrió mi infancia, terminando el mismo día que me lié el primer canuto a escondidas con algún amigo al que ya he perdido de vista. A la nicotina sigo adicto, aunque este dato es quizás el menos relevante para quien, habiendo nacido sin padrino, aspira a publicar una novela, pues hasta el cigarro ha perdido glamour, como yo el tiempo lo perdí estudiando Filología Española, en una universidad de cuyo nombre no quiero acordarme.

Tras cursar parte del doctorado, que sólo me acercaba hasta la pedantería propia del erudito, decidí preparar oposiciones para profesor de Educación Secundaria. Mis palabras debieron convencer al tribunal porque aprobé. Así que ahora me dedico a lidiar con adolescentes engreídos que creen saberlo todo, a la vez que yo me siento cada día más ignorante de las cosas sencillas (no distingo una vaca de un carnero, porque no he tenido pueblo en el que veranear).

Actualmente, pago mi hipoteca con religiosidad de buen ciudadano, comparto mi cama de uno treinta y cinco con una compañera excelente que soporta mis ronquidos, para los que tomo unas gotas muy eficaces que venden en la farmacia. Mi casa tiene dos balcones que dan a la calle y comencé a estudiar la carrera de Filosofía por puro escepticismo.

Alguna colaboración pequeña y alguna ayuda otorgada por premios vecinales que ni siquiera me han dado el estatus de héroe local suponen mi diminuta carrera literaria inexistente. Tengo el convencimiento de que he escrito dos novelas, pero sé que nadie se la va a leer porque tienen más de cien páginas. Quien se la ha leído me ha dicho que están bien, que vale, que escriba otra o que les ha gustado, pero es lógico que me digan esto porque son buenos amigos, y los buenos amigos están para eso.

Otros datos de interés son mi cara de empollón (por eso no incluyo la foto), que tengo el carné de conducir B1 y coche propio (sin la típica pegatina del torito) y que padezco en ocasiones de insomnio, obsesionado por esto de la literatura que, como decía mi bisabuela, cosa del demonio es; lo afirmaba ella que ni sabía leer y que cuando se murió, dicen, se le abrió la piojera. Tengo también una sobrina de cuatro años, se llama Paula y a veces pienso en lo que será de ella cuando ya no estemos aquí, pero eso es asunto para otra novela. Vale.











sábado, 25 de noviembre de 2006

OTRAS ESTACIONES DE PASO

(poemario en verso y prosa)



***


Prólogo


Retorno a la poesía
como de un largo viaje,
y regreso aún con el paisaje
en la maleta,
aunque sea pasado
desde el mismo momento
del regreso y su nostalgia.

***


(ESTACIONES DE PASO 1ª PARTE)



***


I



Una mañana más,
mientras el horizonte se sumerge
despacio en el atasco,
y cambian los rostros sucesivos
que habitan el aguacero
a punto de caer, gris, sobre el cemento,
hilvano los últimos lugares
en que nos agitan las fuerzas invisibles
de la memoria en tránsito:
pasillos, estaciones de tren,
o amaneceres en la ciudad
extraña y fingida de los libros
lujosamente encuadernados.
Es entonces, cuando somos para nunca
los últimos habitantes
dispuestos a quedarnos a vivir
para siempre en los domingos tristes.


***


II



En esta ciudad que se mira en los espejos
para decirnos amor entre tejados,
donde los jaramagos amarillean
aleros o cornisas, y habitan desconchones
con sus vidas tiernas en las paredes sucias,
intenté buscarme en vano para quedarme allí,
entre las cúpulas del Popolo,
que ensucian con grisura,
el azul inconveniente de la belleza,
sin darme cuenta de que aquél
era tan sólo otro lugar de paso
y otra historia.


***



III



Estas mismas plazas de ayer
donde se empapan las palomas, si llueve,
y sus mendigos, reivindican los silencios
con la ternura de los falsos plátanos de sombra
músicas a precios de voluntad
e insisten en sus ambiguas geometrías
de estrechez y asfixia.

Estas mismas plazuelas con adoquines
de monólogo y granito con aristas
se resisten a sus anonimatos
de banco y noche con farolas recién encendidas
y penumbras, para decirnos solamente
que también ellas son patrimonio de los hombres
en tránsito.


***





IV



Contemplo estas fotografías
de lugares deshabitados y lejanos,
sitios de hace más de veinte años,
quizás, de mil novecientos ochenta,
y de antes, quizás, del treinta y seis.

No hay colores en sus bordes
recortados temblorosamente.
Y los rostros no han envejecido todavía
de los abuelos que no están
y de los padres y hermanos.

Una vieja casa empapelada,
un salón pequeño con estufa de entonces,
un barrio sin calles, con barrizales
blandos y solares esquemáticos.
Tampoco están, después de tanto tiempo.


***


V

Tienen algo de ruina los regresos
(¿no lo piensas tú también?)
Tienen algo de muerte prematura
y de premura envuelta
en señales,
en disimulos.
Tienen algo de tristeza agria
las despedidas;
y los reencuentros,
de impostor diálogo y abrazo.
Lo tienen, estoy seguro,
aunque no sé cómo decirlo
para que no sean más fúnebres
aún
que los adioses.


***




VI (Poema en prosa de un viaje)

Un murmullo de abril o mayo paraliza la estación, porque los trenes tienen su lenguaje y sus particulares motivaciones para emprender su marcha: el viaje que nos queda por hacer, y el que ya hemos hecho, indisimulados y anónimos en el amor, en las habitaciones de pensión que hemos alquilado con penuria, o en las ventanas por donde no entraba la luz, porque daban a patios de vecindad. Después, pasado el tiempo, algo debió cambiar de aquello porque tenemos la vaga certeza de la vuelta; el pacífico orgullo de saber que hemos construido algo más sólido que un billete de autobús.
Entonces, tú fumabas y yo te miraba comprendiendo que era aquel ejercicio del humo, ascendiendo muy despacio hasta el techo de la habitación prestada, el de hacer más llevaderas la despedida y su espera.


***



VII



Desde donde veíamos el mar,
allí, en las puntiagudas costas
del norte oscuro y siempre invierno,
intentamos, ¿lo recuerdas?,
veranear las brumas de barcos pescadores,
envueltos en bufandas de lana
y frío, mucho frío, acantilado
y rocoso.
Hace ya muchos años de eso
y no pudimos traernos acá
ni una gaviota, ni un resto de olor
a puerto o a navío.
Volvimos como náufragos,
como exiliados que retornan
de un país maravilloso y lejano
con el equipaje hecho jirones
y una heredad baldía y turbia
de meses distanciados.



***



VIII



Verdad es que después de todo
son pocas las cosas que me azulean
la mirada. Véanse: lecturas, violines,
silencios, ropa tendida en los balcones,
poco más.
Así, no es de extrañar que en las esquinas
de mi barrio de calles diminutas
y colores desvaídos entre el gris
y el opaco cromatismo de humedades,
me sobreviva en el café de una siesta
insustancial o insuficiente.
Todo es mejor que pensar después,
ahuecando mis manos,
que ni siquiera me vinculo a este presente,
sino más allá, muy lejos, a los tiempos de la guerra,
que me azoran todavía el apretado vendaje
de mis últimas heridas en herencia.




***



IX (Poema en prosa del viaje al pueblo que no tuve)


Había algo misterioso en las carreteras secundarias, en las rurales avenidas en las que los estíos propagaban su infierno por las malezas resecas del verano. Algo tan misterioso como el ruidoso motor del automóvil antiguo, del viejo autobús con las ventanillas abiertas, donde viajaron nuestros padres en el cuarenta y tres. Solitarios y tímidos. Sin cruzar otras palabras que las de la despedida y el deseo. El pueblo que no tuve se quedó muy atrás, pero aunque ellos no lo supiesen, nosotros ya habíamos nacido allí, entre los chopos que fingen algo de sombra al borde del camino.


***

X

Sonriamos, sí:
aunque sea sólo tibiamente
ante la incertidumbre de los días tranquilos.
Ya vendrá, sin su cine ni sus terrazas de verano,
el frío, después de que nos hayamos marchado
con la maleta revuelta de verbos
y esperanzas.


***

XI


Parece que nadie se ha dado cuenta
como yo
de que los campos explotan en simientes
agradeciendo al sol su amanecer diario.
Pero aquí, en la ciudad de los cadáveres
(registrados convenientemente por la historia),
donde la vida se saborea en hormigón
y en hospital,
y la cebada resulta tan lejana como el mar,
nadie rumorea la felicidad de un campo verde,
ni ahuyenta el peso macilento de la oficina
iniciando el gran viaje,
sin los homéricos anhelos de regreso.


***


XII


Dejar pasar un tren
y después otro,
para verte bajo los cables
tendidos por las calles mientras llueve.
Dicen que los trenes vuelven,
pero no es cierto del todo:
volverán, pero no serán los mismos,
sino otros.



***


XIII


¿Qué cruza por el sueño
de la mujer dormida?
Luis G. Montero



Café con sueño y solo:
vuelve a ser hoy
un día más de escuela
y de ventanas mojadas.

Su cuerpo serpentea aún
bajo las sábanas,
discurre como el tiempo
y yo la miro, preguntándome
lo que medita detrás de sus párpados
cerrados.

Amanece nublado
porque es así
noviembre y su costumbre
de mes forzosamente triste.



***


XIV


Nadie estará un día esperándonos
en el andén solitario del recuerdo. Nadie.
Y, quizás, sea aquél el día
que decidamos mudarnos de ciudad,
desalojar los rincones donde se acumula el polvo,
abrir los arcones comprados en Madrid,
o dejar huecas las estanterías.
Estoy seguro de que un día nadie vendrá por nosotros,
cansados de un viaje en tren
indiscutible y largo.
Entonces, será este día impreciso e imaginado
en el que no tengamos que volver
jamás, para no ver que estamos solos
entre el mármol pulido de las estaciones.


***

XV


No reconoceré en mi país el regreso
del tiempo mudo,
moribundo en las hojas sacudidas
de otoño.
No lo reconoceré
ni en los silencios
dormidos de los acantos,
que trasnochan diluidos
y tallados en rocas, ruinas, abatimientos.

No estarán a mi vuelta
de la vida, reconvertida en pausa,
amor, misterios.
No estarán, pero yo vuelvo.



***


XVI


Hay jardines que en el silencio,
mudado en delicioso enjambre
de ramas que se agitan,
suenan como una música umbría,
a la sombra del ruido de ciudades enteras.
Hay sonidos que golpean con furia
las copas, sin embargo,
y un vendaval de vida se entremete,
y de pasos sin guía
y de mapas antiguos
sin pudor a ser escuchados tras el ramaje
espeso
de los jardines viejos.



***


XVII (Poema en prosa del viaje a un tiempo que no existe)

No tengo las certezas de que entonces, cuando brotaban las ortigas en los campos baldíos del ensueño, yo existiese aún, pero recuerdo que por aquellos años no acertaba a distinguir todavía las voces machadianas de los ecos. Corría un año en blanco y negro, y en la vieja televisión de mis domingos por la tarde se congregaba la familia reciente y pasada, sin imaginar que yo podría ser yo, entre las mismas murallas de mi primera infancia o mi segunda. Existíamos, pero no éramos, por eso, un periódico anunciaba que, por fin, las brunas cárceles de noches quemadas dejaban sus puertas abiertas a la luz del día, y que la muerte, dos años antes de que yo naciera, tuvo el acierto de arrancar las malas hierbas, pero no de raíz.



***


XVIII


Mientras empujaba la noche
hacia el sur sus estrellas
entre los turbios tejados y el insomnio,
decidí cerrar los balcones abiertos
de esta incierta madrugada
de búsqueda y viaje sin gente,
para no ser yo el único testigo
de que también esta ciudad parece estar de paso
entre sus calles, que callan
con su redoble deshabitado de tristeza.




***


XIX


¿No eras tú quien creíste
algún día de aquellos que todo este lugar
simulaba el feroz lamento de un perro
moribundo?

¿No eras tú?

Creíamos en el viaje sin huella,
en la maleta con apenas lo justo,
y en todo lo demás
en que se puede creer sin ser vistos.
Pero decidimos quedarnos,
aunque nada sea verdad en esta orilla
del mundo
en que tú y yo paseamos juntos
(tan cerca como si fuésemos una sola persona
entre el ocaso y su contraluz indiferente)

¿No eras tú?
Quizás lo fuésemos ayer,
Pero en el hoy soterrado y secreto
seguimos libres
como un monte inmenso
o una espuma blanca
sobre las anchas playas inmensas
del recuerdo,
(y sin saberlo).



***


XX


No te asomes por la ventana:
es el modo de evitar
que nos marchemos de este hotel
o desentrañemos las dudas
de si es real aún tenernos
tras las apagadas luces circulares
de tu pelo,
enredado y vetado de caricia.


No nos debe importar que esta mañana
sea ya,
porque me resuena tu acento del sur, tan infinito
y violeta, como las lomas con sus alineados
y minúsculos olivos (a lo lejos).
No te asomes por la ventana:
no vaya a ser que descubramos el mundo
y dudes de si aún nos merecemos.


Evita mirar por las ventanas,
porque tienen, rectangulares,
el peligro solitario de las decepciones,
y nosotros, de momento, nos bastamos.

Solamente.


***

XXI (Poema en prosa de un viaje muy lento)



En aquel lugar, un todo de ceniza predispuesta a hacernos daño, pude ver llorar a mis padres y a mis hermanos (¿te lo he contado alguna vez?). Por la mañana, nos dispusimos para el viaje, que apenas duró dos horas de fatiga en línea, unos tras otros. Cuando llegamos por fin, el gris de la ceniza en febrero se frenó, porque la tapia encaladamente blanca del cementerio nos esperaba con sus puertas abiertas. Después, apenas vendrían la ausencia de catorce años desde entonces y un rostro que se me ha empezado a antojar borroso, aunque no quiera.

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(OTRAS ESTACIONES - 2ª PARTE)


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I




Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
l o sepa.

Ángel González


Un año vino, y después
otros más, como sumados
y restados mutuamente,
porque no ha pasado el tiempo todavía
aunque bordeemos la edad
de sentar nuestras cabezas
-para que tomen el té
o reposen, pacíficas, la verdura sin sal
de los jubilados en sus parques-.

E incluso así, nos quedan tantas
auroras en que estar descalzos
como derrotas que afrontar
amargamente o entusiasmados.
Por esto, cuando alguien te diga de nuevo
que ha pasado un año más,
dile que esperas ansiosamente otro
para restarlo
-como siempre-.


***


II


Hay habitaciones
que huelen a una ausencia
inevitable;
habitaciones vacías o repletas
de memoria:
de recuerdos suaves
o de violentos retazos
de pasado
inevitable.

Pero nunca de olvido
-de olvido nunca-,
porque las alcobas,
las viejas buhardillas,
los salones con amplios ventanales
o los estrechos cuartos
de trastos viejos
mientras nosotros dormimos
reviven con nostalgia
los extraños tiempos en que la luz
entrAba en ellos
a inmensas bocanadas
de alegría inevitable.


***


III (Poema en prosa del último viaje)


Marzo. Así han sido todos los marzos. Verdeaba los trigales con su paciencia de mes que prolonga los días. Dicen que fue en marzo cuando el hombre de la mirada más triste inició el último viaje de su vida. Y así lo fue, irremediable y sonoro, entre los disparos de su muerte de tapia enladrillada y muerte amaneciendo mustia.
Él y otros como él, muchos, cientos, miles y miles, cayeron de golpe al suelo, a un gredal inconveniente y sin demasiadas esperanzas. Un yermo territorio espeso y negro como de luto. Pero era aquel hombre y no otro el que tenía mi misma sangre, sangre dilatada entre las sucesivas siembras y el verano, que nunca más volvería a henchir sus ojos de amor o de ilusiones. Es así la historia, errada en sus hierros fríos: formones, gubias, metal sobre el metal de la muerte incisa y cortante. Nada más.


***


IV


Hoy es martes, ese lugar común
al que apelan los nostálgicos
cuando escriben poemas.
Un martes más de sequía
que no baldeará
con su sonoridad guerrera
de tormenta
ni calles ni plazas,
lugares de los nostálgicos comunes,
que ven resecarse
los tamarindos tras las tapias
encaladas de los colegios.

***


V


Podéis buscarme entre cipreses
pero no estaré en los cementerios
de hoscos silencios
elevados y ascendentes.
Me habré marchado
solamente
para este verano.


***


VI


Podría haberte dicho algún día,
en este paréntesis lejano
de brazos abrazándose,
algo más verdad que la verdad
en que me resisto a sentirte en lo hondo
de los pasillos y las alcobas.

Podría habértelo dicho algún día,
sin temor a convertir los claroscuros
dichosos de las contraventanas
en semilunas que duermen la noche
fatigadas.

Pero no lo haré: busco seguir mirándote
enredada amorosamente al territorio
del sueño y sus misterios. Así es.
Contemplar tu sombra dormida
rumorear duermevelas y tu respiración,
vencida por el cansancio de la jornada laboral.


Será mejor callarse ambiguamente
para no perturbar tu secreto silencio
de plenilunio dormido reflejado en los espejos.

Silencio.
Por favor,
que duerme.


***


VII


Llegamos hasta aquí
como al final de un camino
que se ensancha mar adentro.
Llegamos y, sin embargo,
acabamos de encontrarnos al comienzo,
de este final
preconcebido.


***


VIII


De todos los sitios,
que hemos recorrido,
incomparables,
sólo nos queda la impostura
de las fotografías.
Pero detrás de ellas
hay algo más que lugares
robados en papel,
y recuerdos borrosos
o, en ocasiones, movidos:
la historia de las calles que no hemos
transitado.

***


IX (Soneto que no puedo acabar)



En este paisaje en que me obstino,
lugar inexistente al que me aferro,
ciudad incandescente como un hierro
con los graves dolores del espino,

quisiera fondearme en su destino
que busco, busco y busco como un perro
aullando en las esquinas de su encierro
varado como un barco en un camino

No quisiera hacer de nuevo este viaje,
ni recordar siquiera de este asunto
mi yo de transeúnte sin aceras:

prefiero retornar a ese paraje
cuyas luces desde el tren son pasajeras:
(soneto inacabado en este punto).

***




Epílogo

De nuevo, con la maleta aquí,
soñé con regresar a la poesía.
Y no fue nada más que un lugar de paso
más, otra estación,
otra torpeza.



AUTOBIOGRAFÍA POR ESCRIBIR

AUTOBIOGRAFÍA POR ESCRIBIR
Una autobiografía siempre es algo que aún está por escribir: paisajes o recuerdos y lugares que todavía no hemos visitado. Y todo eso quiero compartirlo con vosotros, amgos o desconocidos, que sin querer vamos a empezar a encontrarnos por estos lugares. Por lo demás, cualquier autor tiene dos herrmientas: la palabra y la libertad. A ellas quiero agarrarme para escribir, porque sin ellas sencillamente la literatura no existe.