(fotografía: archivo familiar)
Hoy, que hace tanto frío, tienen las fotografías también el valor de acercarnos los fríos de hace algunos años, cuando las calefacciones no existían y las almas atemperaban sus cuerpos al calor de los chubesquis. Entonces, en Madrid nevaba con la obstinación de los inviernos de verdad, porque hoy, ni siquiera los grados bajo cero consumen las carnes que se consumen, a cuento del tan traído y llevado cambio climático y otras zarandajas que nadie entiende bien, porque los periodistas intentan, inmodestos, hacerse los marisabidillas de todo. Que el clima cambia es un hecho, si uno mira bien aquellos inviernos rudos de campo y miseria. Y no será el escepticismo (creo en las catástrofes firmemente), sino más bien los cambios de época, que nos hacen ver los meses helados con una imprudente añoranza de sabañones en las manos de nuestros padres a la intemperie.
Resguardados de la nieve (que apenas cae por pura timidez) los niños ya no juegan a tirarse bolas; ni mucho menos, se resguardan del cachete inocente de la mamá que ha perdido los nervios por la travesura, dentro del coche con calefacción, del centro comercial o del abrigo de pelo de animal criado para ser solo un abrigo. Y no me refiero a los conejos de un ministro tan insustancial como necio. Digo que son visones, o zorros o zorras los que cobijan la estupidez contemporánea de la urbanización a diez kilómetros y el Burgocentro de Las Rozas. Antaño, eran rozaduras en las manos, en los pies por el trabajo. Hoy se llevan Las Rozas, capital a la intemperie tras el atasco sordomudo de los cambios climáticos. Capital del consumo al borde de las autovías improductivas llenas de vehículos caros y enormes.
Siempre lo cuenta mi padre mirando con desasosiego a través de la ventana: ya no nieva como antes, afirma, como aquella nochebuena en que cenamos mis siete hermanos y mi madre una sola naranja, y no pudimos con el frío, cuando dormíamos tres en cada cama para no morir congelados. Cuando se meaba atravesando un patio con el suelo escarchado, y era mejor no mear.
Y si era mejor no mear, tampoco era mejor aquello que esto: celebración de la quimera, dionisios con tarjeta de crédito bien nutrida y alimentada a costa del chalé que no se vende y del dinero negro, que viene de África en pateras. Cambian tanto las cosas, que da miedo el cambio climático, porque cuando los visones sobren, serán prendas de lujo las bermudas floreadas de los pobres que veranean en Alicante, horror más por estética que por su coste, claro.