domingo, 26 de noviembre de 2006

CURRÍCULUM LITERARIO - BIOGRAFÍA EN CIERNES
(a Prudencio Salces, amigo y escritor)
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(fotografía: África Salces)

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Ser escritor es la tarea más difícil de todas. Uno no sólo debe lidiar contra sí mismo, contra el mundo maravilloso de las palabras inexploradas, latentes o misteriosas que anidan en cada rincón de la realidad. A veces la lucha vas más allá incluso de las barreras editoriales, muros contra los que chocan tus obras, enfrentándose sin garantía alguna de victoria al negocio de los libros, al de los traficantes de ilusiones, al de la vanidad misma de creerse merecedor de algún premio o del aplauso fácil de los que te quieren.

En más de una ocasión he hablado de este ausnto con amigos y escritores, y la conclusión siempre ha sido la misma: es duro reivindicar la honestidad cuando es con la honestidad misma con la que se escribe. Y no sé si es ésta la que imposibilita la publicación o un desconocimiento real de tu obra, que casi siempre termina en la papelera de algún despacho de gris-humo-oficina.

Por eso, ¿quiénes somos? (¿tú lo sabes, Pruden?). A ellos les escribo mi currículum literario, mi autobiografía en ciernes, la que aún está por escribir:

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CURRÍCULUM - BIOGRAFÍA EN CIERNES

Nací el mismo día que mi abuela materna pero del año 1977, cuando enero comenzó a deshacerse en las frías nieves del invierno madrileño. Entonces, aún no habían terminado de asfaltar todas las calles de mi barrio, pero, quizás, debían de saber que yo no necesitaba grandes avenidas para sentirme vivo, porque aunque tenía la bicicleta heredada de mis hermanos, me gustaba más leer que estamparme contra el suelo.

Me torturaron tres años con la dichosa mecanografía, antes de que los ordenadores sustituyesen al famoso Método Caballero (aquellos cuadernillos rojos con espiral). Yo me esforzaba por que los tipos de aquella vieja olivetti línea 92 marcasen igual la j que la ñ, porque mis diminutos meñiques parecían no tener el coraje suficiente que debe tener cualquier escritor de los de antes. Y así transcurrió mi infancia, terminando el mismo día que me lié el primer canuto a escondidas con algún amigo al que ya he perdido de vista. A la nicotina sigo adicto, aunque este dato es quizás el menos relevante para quien, habiendo nacido sin padrino, aspira a publicar una novela, pues hasta el cigarro ha perdido glamour, como yo el tiempo lo perdí estudiando Filología Española, en una universidad de cuyo nombre no quiero acordarme.

Tras cursar parte del doctorado, que sólo me acercaba hasta la pedantería propia del erudito, decidí preparar oposiciones para profesor de Educación Secundaria. Mis palabras debieron convencer al tribunal porque aprobé. Así que ahora me dedico a lidiar con adolescentes engreídos que creen saberlo todo, a la vez que yo me siento cada día más ignorante de las cosas sencillas (no distingo una vaca de un carnero, porque no he tenido pueblo en el que veranear).

Actualmente, pago mi hipoteca con religiosidad de buen ciudadano, comparto mi cama de uno treinta y cinco con una compañera excelente que soporta mis ronquidos, para los que tomo unas gotas muy eficaces que venden en la farmacia. Mi casa tiene dos balcones que dan a la calle y comencé a estudiar la carrera de Filosofía por puro escepticismo.

Alguna colaboración pequeña y alguna ayuda otorgada por premios vecinales que ni siquiera me han dado el estatus de héroe local suponen mi diminuta carrera literaria inexistente. Tengo el convencimiento de que he escrito dos novelas, pero sé que nadie se la va a leer porque tienen más de cien páginas. Quien se la ha leído me ha dicho que están bien, que vale, que escriba otra o que les ha gustado, pero es lógico que me digan esto porque son buenos amigos, y los buenos amigos están para eso.

Otros datos de interés son mi cara de empollón (por eso no incluyo la foto), que tengo el carné de conducir B1 y coche propio (sin la típica pegatina del torito) y que padezco en ocasiones de insomnio, obsesionado por esto de la literatura que, como decía mi bisabuela, cosa del demonio es; lo afirmaba ella que ni sabía leer y que cuando se murió, dicen, se le abrió la piojera. Tengo también una sobrina de cuatro años, se llama Paula y a veces pienso en lo que será de ella cuando ya no estemos aquí, pero eso es asunto para otra novela. Vale.