AUTOBIOGRAFÍA: I.E.S Palomeras-Vallecas.
(fotografía: Tubos Borondo, archivo personal)
Todas las ciudades pierden esa
sustancia que aparece en los libros y en las guías de viajes cuando bordean su
suburbial materialidad, y se convierten, sin quererlo, en una exacerbada
manifestación de extrarradio. Si por casualidad se habitúan los ojos, se corre
el peligro de que pasen desapercibidos estos lugares que, envueltos ya en
cotidianidad, pero bien mirados, son un ejemplo de su carácter.
Este es el paisaje que miro de
frente cada día. Ruinas superpuestas en las ruinas de una sociedad que ha
descendido más allá de los impredecibles límites de su propia decadencia. Estas
casi son las vistas desde el lugar en el que a diario intento explicar quién
cojones fue Lorca o Neruda. Así se ve el mundo desde donde lanzamos los
mensajes que deberían animar a contemplar el futuro desde el ángulo del que
siempre se mira la belleza. Pienso en el Monet o en el Rembrandt que nunca
podrán explicar bien los profesores de historia, y en la suma de ecuaciones en
que se inspira la magia del álgebra, ante una ciudad que se descorazona
chabacana.
Este es el paisaje en el que a
diario, desde hace casi diez años, me busco entre los que poco o nada hacen por
querer mejorar el mundo y que, sin embargo, contemplan sus propias ruinas con
la ambigüedad caritativa de educar a los pobres que no se merecen un parque, aire
limpio, ciudades humanas y menos porquería entre las que mejorar sus destrezas
estadísticas. Esas, las estadísticas, solo le interesan a los políticos de la tan traída y llevada casta y a los
profesores de la casta, que se permiten el lujo de perder portátiles
confundiendo aquello de lo público y lo privado, amparados en las sombras del poder que les concede fines de semana de tres días. Muchos no han hecho nada más
en sus vidas que mimetizar su alma con este insulto urbanístico: deshacerse de
responsabilidades con la vida, y comprender que el trabajo de los demás solo
hace más fácil el suyo, mientras nos miran con desprecio, insultan de soslayo al tiempo que se hacen
las víctimas y se apoltronan en la vulgaridad que solo les sabe hacer a ellos más
vulgares.
Y los demás solo parecemos un ejército
de ingenuos, porque intentamos buscar en las palabras y en el amor el consuelo
de los dignos. Mientras devoran con opulencia su tarta en un festín ibérico,
los que aún creemos en lo que hacemos, ante futuros juicios sumarísimos (España suele abonar así sus odios atávicos), seguimos queriendo cambiar el
mundo, aunque sea solo un poco. Una fábrica abandonada bien podría ser nada más que una metáfora, pero es sencillamente algo peor.