miércoles, 25 de diciembre de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - El derecho a la ausencia. 



Lleva haciendo en Madrid algunos días un frío excluyente y temerario, un frío lluvioso como en pocos diciembres recuerdo. Un frío inhóspito, pero placentero, que me ha devuelto al paseo de las siestas otro 25, mientras la ciudad parecía descansar de la cacofonía navideña y la torrencial tontuna de cada año. Daba la impresión de ser la primera página de una novela del siglo XIX: de fondo, las campanas de San Andrés se escuchaban llamando a misa, y un olor de leña húmeda y un silencio de vieja ciudad de provincias convertían a Madrid en un espacio vivible, en el que, sin gente, pasear era una gozosa experiencia que hacía olvidar esa indecencia de la masa apretujada a las puertas de los grandes almacenes.

Un frío gozoso. Un cielo que había dejado algún claro después de la torrencial lluvia de anoche. Y un silencio transparente debido a que no había en la calle muchedumbres, coches ni sirenas, refugiados de las bajas temperaturas y de las calles encharcadas con el recelo del constipado. Es el invierno y su impronta. Y es sobre todo mi reivindicación del derecho a la ausencia, que lo defiendo con la misma vehemencia de los que reivindican el derecho a la vida (que paran las pobres para tener mano de obra barata, que ya se encargarán los míos de que no tengan escuelas, y sí amplios centros comerciales).

Mientras, la ciudad entera se enraizaba en su propia decadencia: la expropiada Plaza de la Villa, en su calle Mayor, ahora acomplejada y viejuna, con sus cafés y tiendas cerradas, que mira con sus ojos barrocos a los pocos transeúntes, abstraídos en sus teléfonos móviles. Hasta el Palacio Real sin riadas de turistas parecía un falso y anciano monumento de cartón piedra, como sus estatuas egregias de fingidas miradas huecas: reyes antiguos, casi mitológicos, embarrados en medio de parterres sin gente, rodeados de árboles desnudos, en el paro, desarrapados, mientras un acordeonista en la esquina de la calle del Espejo entonaba un villancico luciendo su reciente licencia de músico trashumante.    

Derecho a la vida, sí, pero sin multitudes, por favor. En eso consiste el derecho a la ausencia en estas fechas. En que no pase nada por faltar y en que no pase nada por que algún día al año casi todos falten, y las calles se conviertan en un tranquilo ir y venir de plácidos solitarios caminando con las manos al bolsillo. 

jueves, 12 de diciembre de 2013


AUTOBIOGRAFÍA - La verdad, de soslayo.



No sabemos muy bien a qué huele la pobreza, y de un tiempo a esta parte tampoco sabíamos en qué lugar se encontraba, dónde dormía, dónde terminaba los días, o dónde se detenía para contemplar el mundo. Siempre ha poblado nuestras ciudades, siempre estuvo, pero de un tiempo a esta parte, la pobreza coloniza Madrid con un aroma inhóspito de tercer mundo o de postguerra.

Hay imágenes que terminan de completar los ojos, que llenan con una vulgaridad auténtica las calles otra vez iluminadas por la cochambrosa monotonía navideña, ese subterfugio pueril para hacernos olvidar un momento que, una trampa del destino, un despido injusto o un mal tropiezo en la vida, nos puede llevar a cualquiera de nosotros a buscar un cartón con que taparnos.

El mundo de la comodidad en el que vivimos se sostiene por un débil hilo que cualquier hijo de vecino, desde un despacho, desde una gris sucursal bancaria o desde un oscuro pasillo de algún ministerio, puede cortar con la impunidad con que ya han cortado otros hilos: sanidad, educación, cultura, igualdad, derechos, libertad de expresión suenan ya a arcaísmos lejanos, como si de términos usados por el derecho romano se tratasen, allá por el siglo primero.

Es imposible, si se tiene un gramo de humanidad, mirar para otro lado. En el centro de las ciudades reina un ejército, galdosiano y de Misericordia, en que los harapos se entremezclan con los cartones, y los rostros agriados por el vino de la pobreza con los únicos pantalones y zapatos que los últimos desposeídos contemporáneos solo tienen. Estos son los restos de un país que quiso superar sus propias demoliciones. Dan ganas de poner un punto final a cualquier biografía, a cien años de soledad que convocan todos los finales del mundo: un sutil apocalipsis se ha cernido sobre Madrid para recordarnos la fragilidad de la riqueza, la inmoralidad de la clase política y la dignidad que nos han hecho perder, dejándonos arrostrados por el miedo a acabar como esta gente si no se guarda el sumiso silencio de los condenados por la injusticia.

Son viejas estas imágenes. Pero recuerdo, bajo el cartel luminoso de la estación de Atocha, que un día hubo flores en nombre de las víctimas: velas encendidas, poemas, frases, lazos rememorando a los que cogieron un tren aquel último día de marzo en que a todos se nos detuvo la historia. Nadie parece recordar a estos otros muertos vivos, a estas otras víctimas del terrorismo (económico) que han multiplicado por diez su presencia en la ciudad en los últimos tres años. Quieren que miremos para otro lado, pero no lo conseguirán, porque aún no han prohibido que miremos de frente a los hombres que son como nosotros. La verdad nunca puede mirarse de soslayo, aunque ellos lo hagan desde los cristales ahumados de sus coches oficiales.