lunes, 8 de febrero de 2010


AUTOBIOGRAFÍA (LII) - Todo el oro del mundo
.

(Fotografía: archivo familiar)

Han pasado demasiadas semanas, meses incluso, desde la última vez, desde el último encuentro en que recordé con la memoria prestada de las autobiografías. Y, como una vieja carta, otra vez, liberado de las tristezas comunes, de los imbéciles de siempre y de las lamentaciones propias de mi profesión, vuelvo a la escritura, como después de un largo viaje de impaciencias, entre las cuales, también se ha escrito esta.

Y quizás también haya estado impaciente quien me ha hecho llegar esta otra vieja fotografía. Fue Vanesa, mi prima, atenta y cuidadosa. Escaneó este retrato, que es el de mis abuelos paternos. Una fotografía perdida como muchas otras que, como una casualidad, viene de repente para recordarnos que hay cosas más importantes que esas otras que nos roba el tiempo sin quererlo y que nunca sobrevivirán al paso de los años igual que algunas imágenes que vienen a la retina por primera vez.

Es demasiado hermosa esta imagen. Terrible y lejana, ensombrecida no solo por el tiempo transcurrido, sino por los mismos claroscuros de la vida (y también de la muerte). Así son las grandes cosas. Tienen un halo de mágica tragedia: mi abuela con su vestido de novia negro, tocada con una mantilla que desaparece por el fondo oscuro de la foto y sosteniendo un abanico en su mano, con pose casi goyesca. Mi abuelo, con su bigote inmenso, sentado en una humilde silla de enea, abrillantados los botines tal vez esa misma mañana en que se casaron. Todo gris, sin embargo, como si no fuera el día de su boda sino otro día. Desconocía este retrato con un siglo de edad, cien años casi: quizás una de las fotografías más antiguas de esta autobiografía.

Y así como trascienden estos recuerdos no vividos es como a la par se imaginan y se sobrevuelan las afrentas diarias: el paro, la insatisfecha intolerancia de los jefes, el insulto patronal que no hubieran tolerado estos protagonistas o la bobería crónica de una adolescencia que adolece de exceso y consumo. Vuelven ellos, Luisa y Enrique, igual que si fueran gratos fantasmas, regresan como si los hubiéramos llamado desde mucho antes de que hubiéramos nacido, con su lección de mutismo traslúcido en sus rostros. Solo nos queda la resignación modesta de saber que, aunque no sobreviviremos, ellos sí que parecen haber sobrevivido a pesar de todo, desde la negrura de los días que pasaron y tuvieron que ver. Más valiosa que todo el oro del mundo es la memoria.


(Para Vanesa Garrido, mis ánimos y abrazos)