(Fotografía: archivo personal, el pintor R. Daudet en su estudio)
La historia y la memoria caminan muy juntas, siempre a la sombra del olvido que acecha con las penumbras de lo que no se puede recordar y que esboza la imaginación con sus retazos, con sus colores y matices dispuestos a terminar de reconstruir lo que somos mediante lo que fuimos. Y también aquí se cruza el arte, si lo imaginado tiene capacidad de evocar en otros lo que nosotros mismos no hemos experimentado.
Este es el pintor René Daudet, artista menor de la primera vanguardia francesa. Influido por Matisse y, después, por el cubismo de Picasso y el arte español mediterráneo y luminoso de Soraya, costumbrismo exótico para un francés que estudió Bellas Artes en París, amó en Mont Martre a su modelo predilecta, estuvo tentado por el anarquismo y participó en el Congreso de Intelectuales Antifascistas. Desde los años 30 viajó por España: Barcelona, Madrid, Valencia… buscando… la utopía, el retrato perfecto, la reconstrucción pictórica de sus propios recuerdos, de los mundos que se le acabaron intentando agotar la belleza. Tomó partido por la República y terminó sus días desapareciendo cerca de la frontera francesa, quizás por el paso de Le Perthus, enfermo y solo. Muerto y olvidado, apenas un breve y torpe titular escondido en el ABC difundió su muerte, allá por el 39, año desdichado en suma. “En extrañas circunstancias”, decía el periódico, intentado obviar que aquel pintor extranjero quería marcharse de España, de la dolorosa España de aquel tiempo frío, quién sabe si con la utopía en su paleta de pintor, de idealista, de bohemio, de solitario.
“Retrato de mujer con silla”, “Mujer con naranjas”, “Mujer con mar” son algunas de sus obras reconocidas. Colecciones privadas y algún museo francés hacen gala de tener en sus fondos obras de René, museos como inmensos cementerios en los que la vida se transforma inmóvil en pasos con ecos, turistas extraviados y poco más que una decena de referencias eruditas predispuestas en catálogos a tibiamente recordar a quienes nadie recuerda.
Un cuadro es también el mundo interior de quien lo pinta, como lo es un poema o un gesto sobre un escenario. Gestos, palabras o pinceladas incorporadas sobre la blancura de los papeles que esperan, de los lienzos que esperan o los escenarios vacíos, que también esperan. Aquí está René: en su estudio de Betau-Lavoir, que compartió algún tiempo, hundido en la miseria del abandono y el desengaño con Ambroise Vollard o André Darain. La fotografía está tomada antes de que viniese a España en busca de nadie sabe qué. Quizás la utopía, pero no estoy seguro.