AUTOBIOGRAFÍA - Madrid, a lo lejos
Madrid, desde lo alto, parece otra ciudad: tiene una
vaga reminiscencia parisina, de grandes avenidas que se entrecruzan formando
una cuadrícula inmensa. Son las ciudades a lo lejos, que como algunas personas,
parecen otras; se abren precipitadamente como un horizonte de hormigón, huyendo
del atasco, del ruido de los autobuses y las motocicletas, y parecen vivir un
sueño de postal sin nostalgia.
Desde arriba nadie ve las otras caras de las ciudades,
ni de la de sus pobladores; hay que vivirlas de cerca las urbes y
comprobar cómo cambian en la mirada minúscula de sus paradas de autobús, de su
suburbano, en cómo visten los que cruzan los pasos de peatones con su
precipitación de urgencias laborales o consumistas.
Hay que reparar en los rostros de quienes viven de
cerca la opulencia o la miseria; hay que observar también la soledad con que
caminan algunos, su no pasado, su rancia pose, su moderna elegancia. Desde
arriba nadie ve las otras cosas que sí se ven viviendo las ciudades en la
proximidad. Lo mismo ocurre con quien amas o trabajas. Los que no son amigos
pasan las horas en sus silencios de malas personas muy cerca de tu despacho, de
tu oficina, del piso en el que vives. Los hay llenos de nobleza también, los
que no hablan sino que elaboran con sus palabras discursos que abrazan o te besan
con sus ideas.
Por eso los turistas siempre buscan (buscamos) lugares
altos desde los que contemplar las ciudades: torres de marfil que a veces las
antiguas metrópolis se construyen en sus corazones grises, para que nadie las
pueda mirar desde el centro del alma, sino desde el espejismo remoto de sus
azoteas.
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