(Fotografía: archivo familiar)
Rescato esta fotografía hoy porque soy de los que piensa que la historia provoca, en ocasiones, flacos favores al presente. Mi padre hacía la mili lejos de Madrid y posaba en este retrato de juventud, con gesto serio, subido a un acorazado antiguo, americano, de los que, paradojas de la vida, ayudó a liberar París, cuando se había ensombrecido la luz de sus calles, cuando los tejados de zinc brillaban menos y había allí quien decía aún “no pasarán” como el grito inevitable de los que se sentían victoriosos en el país vecino, que aunque no resultaba ser su patria la tomaron como modélica forma de esperanza compartida.
Aquí, en Madrid, se comenzó a gritar ese eslogan mucho antes, y lo hizo quien no pensó jamás en que fuesen a entrar con aquellos camiones cargados de gente hambrienta; no iban a entrar pero resulta que entraron cuando ya la fuerzas flaqueaban, aunque París resistiese en la lejanía indeleble de los mapas a sus propias invasiones futuras. Y digo, rescato esta fotografía porque entraron entonces y lo hicieron para quedarse.
Lo que ocurre es que las armas cambian; me explico. Reconquistan las ciudades y sus montes, así se expresan ellos, pero ahora con asfalto, soterramientos, amantes fraudulentas y a golpe de talonario (particular fusil de quien objeta de demócrata si se le acusa de imbécil). Flacos favores hace la historia; más bien robustos diría mi padre, si al menos comprendiese por qué los campesinos, los que recogen la basura que otros echan, los que cimentan o encofran, los que conducen el autobús desde que amanece, los que aprecian los libros, los que inmigran desde remotos lugares, los que hacen colas buscando un médico o los que aún siguen doblando la cerviz ante el amo deciden aplaudir con ánimo animoso a quien un día entró y parece haberse quedado de por vida. Debe ser la patética costumbre española de lamer la mano de quien se jacta de que nos da de comer, y no arrancársela de un revolucionario mordisco (ya está bien).
Es difícil comprender las realidades de ahora. Era más simple aprehender las de antes. Da la impresión de que por tener chalé u hormiguero en el que refugiarse, automóvil comprado a plazos, tarjeta de crédito o tipos de interés a la espalda fuese mejor seguir amando al amo que nos esclaviza: polución, corrupción, gallardón y un largo etcétera agudo esgrimido con la mano derecha, la misma que usaban los capataces para golpear a nuestras abuelas si paraban a secarse el sudor de sus frentes. Y tengo más sinónimos: rascacielos, partidos de fútbol televisados, videoconsola, bussines, market, desencanto, lacoste y pantalón de pinzas (porque sigo creyendo en la relación entre ética y estética).
En fin, me callo para que disfruten hoy otra vez del día de su victoria, si es que han perdido alguna vez. El juicio ya lo han hecho muchos muchas veces. Pero ojo, cuidado porque las victorias emborrachan como el mal vino. Espero que ningún borracho piense que aquí, en la capital, todos nos vestimos de goyescas para celebrar el día en que han vuelto a pasar para quedarse, como entonces.