domingo, 27 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXVI) - El Día de la Victoria

(Fotografía: archivo familiar)

Rescato esta fotografía hoy porque soy de los que piensa que la historia provoca, en ocasiones, flacos favores al presente. Mi padre hacía la mili lejos de Madrid y posaba en este retrato de juventud, con gesto serio, subido a un acorazado antiguo, americano, de los que, paradojas de la vida, ayudó a liberar París, cuando se había ensombrecido la luz de sus calles, cuando los tejados de zinc brillaban menos y había allí quien decía aún “no pasarán” como el grito inevitable de los que se sentían victoriosos en el país vecino, que aunque no resultaba ser su patria la tomaron como modélica forma de esperanza compartida.

Aquí, en Madrid, se comenzó a gritar ese eslogan mucho antes, y lo hizo quien no pensó jamás en que fuesen a entrar con aquellos camiones cargados de gente hambrienta; no iban a entrar pero resulta que entraron cuando ya la fuerzas flaqueaban, aunque París resistiese en la lejanía indeleble de los mapas a sus propias invasiones futuras. Y digo, rescato esta fotografía porque entraron entonces y lo hicieron para quedarse.

Lo que ocurre es que las armas cambian; me explico. Reconquistan las ciudades y sus montes, así se expresan ellos, pero ahora con asfalto, soterramientos, amantes fraudulentas y a golpe de talonario (particular fusil de quien objeta de demócrata si se le acusa de imbécil). Flacos favores hace la historia; más bien robustos diría mi padre, si al menos comprendiese por qué los campesinos, los que recogen la basura que otros echan, los que cimentan o encofran, los que conducen el autobús desde que amanece, los que aprecian los libros, los que inmigran desde remotos lugares, los que hacen colas buscando un médico o los que aún siguen doblando la cerviz ante el amo deciden aplaudir con ánimo animoso a quien un día entró y parece haberse quedado de por vida. Debe ser la patética costumbre española de lamer la mano de quien se jacta de que nos da de comer, y no arrancársela de un revolucionario mordisco (ya está bien).

Es difícil comprender las realidades de ahora. Era más simple aprehender las de antes. Da la impresión de que por tener chalé u hormiguero en el que refugiarse, automóvil comprado a plazos, tarjeta de crédito o tipos de interés a la espalda fuese mejor seguir amando al amo que nos esclaviza: polución, corrupción, gallardón y un largo etcétera agudo esgrimido con la mano derecha, la misma que usaban los capataces para golpear a nuestras abuelas si paraban a secarse el sudor de sus frentes. Y tengo más sinónimos: rascacielos, partidos de fútbol televisados, videoconsola, bussines, market, desencanto, lacoste y pantalón de pinzas (porque sigo creyendo en la relación entre ética y estética).

En fin, me callo para que disfruten hoy otra vez del día de su victoria, si es que han perdido alguna vez. El juicio ya lo han hecho muchos muchas veces. Pero ojo, cuidado porque las victorias emborrachan como el mal vino. Espero que ningún borracho piense que aquí, en la capital, todos nos vestimos de goyescas para celebrar el día en que han vuelto a pasar para quedarse, como entonces.



domingo, 20 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXV) - Las deudas contraídas


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Sorprende aún ver por las calles de Madrid y por las de otras ciudades más pequeñas, pero no por eso menos arraigadas en antaños amarillentos, las sonrisas infantiles envueltas en tules blanquísimos o en trajecitos de marineros (o de generales de navío), que aquí en la capital, parecen extraviados en busca de un puerto, luciendo el extraño rito del tránsito hacia la edad adulta, que aún tardará en venir años. También colorean las calles vestidos lustrosos de bodas principescas y los sobrecitos con regalos en metálico que serán sustituidos por teléfonos móviles y videojuegos obsesivos. Y todo ello suele ser síntoma de que llega la primavera, porque mayo suele llenar las iglesias con niños que comienzan a comulgar y a tomar el tren de las inevitables tradiciones.

Mucho tiempo atrás, la pobreza diseñaba trajes sencillos (angelitos o hábitos de blanco, por prescripción parroquial igualitaria); los presentes eran caramelos, plumas estilográficas brillantes pero baratas y diarios nacarados y afeminados como el que yo mismo recibí el día de mi primera comunión, y que quizás me animó a la escritura beatífica y libre de pecado. Entonces, cuando nuestras madres cumplían con el rito sacramental obtenían unas vagas esperanzas de salvación y de bondad. Pero ni aquellos recuerdos al borde del ridículo nos han hecho reflexionar hoy en día sobre las necesidades infantiles ni las verdades del cuerpo y del alma.

Las niñas, parece, siguen queriendo ser princesas; y los niños (marineros en tierra con cruces de Santiago también), protagonistas ficticios de regalos inverosímiles y caros, que poco tienen que ver con la caridad y el amor cristianos, aunque eso sea otro asunto bien distinto. Faltarán sólo tres años para que olviden tanta buena intención de apostolado y se adentren en el canuto y el botellón (sanísimos para el alma más que para el cuerpo) y sólo tres años más para que se hipotequen de por vida en las soluciones habitacionales y cuartos interiores sin más luz que la de las bombillas; aunque estas menudencias son poco comparado con recibir el cuerpo del Señor; que volverá a redimirnos de nuestros pecados, pero no sé si también de nuestras deudas contraídas con Banesto.

miércoles, 9 de mayo de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXIV) - Las voces del más allá


(Fotografía: archivo amistoso García Laguna)

Me llegan prestadas y por correo fotografías extrañas, que no me pertenecen y hago propias, de algún bicho de ciudad extraviado que quiere recordar a sus padres o un tiempo, quizás, donde el progreso se llamaba trabajo, jugarse la vida, llevando desde las urbes a los últimos pueblos que la historia de España había olvidado el mundo de la civilización, de los cables, de la modernidad, que permitirían escuchar las voces imposibles de los emigrantes y exiliados, de los que se marcharon un día lejos (Argentina, Suiza, Australia…), y acercarlos aunque sólo sea desde la impersonalidad borrosa de una voz en un teléfono.

Dicen que se talaban los pinos más rectos, y que Valsaín, paraje que prestó su madera igual para los barcos de Felipe II que para los postes de telégrafos, quedó esquilmado por la necesidad de escucharnos. Los árboles sin hojas, enclavados en las polvorientas cunetas de Castilla, traían, entre nieblas y continuas interrupciones, a los hermanos y a los maridos, a los hijos que hacían la mili; traían también las malas noticias, siempre con esa forma particular que tienen de sonar los teléfonos, y también las gratas nuevas y las sorpresas, la felicitaciones distantes de los amigos, que nos hicieron ser un poco más felices, al precio de transformar nuestro paisaje en un laberinto de árboles sin ramaje en que descansar a su sombra.

Ahora, en los tiempos de la banda ancha (que no es una orquesta numerosa), han tropezado con el olvido los que con un salario escaso hacían el riesgoso trueque de su vida (andamios, postes, piquetas escarbando en las profundidades de la tierra…). Éste era el precio de la modernidad, de la civilización que nos permitía ser más civilizados, más urbanos, engañosamente mejores que antes éramos, aunque sigamos mirando los españoles de hoy con incredulidad el hecho de que una imagen, una voz o Internet viajen en el diminuto cable de la microciencia ficción de nuestros días.

¿Dónde están? ¿Quién los ha visto? Han pasado como los años, y ya ni se ven, aunque gocemos todavía con el recuerdo de lo que un día, en silencio, hicieron por todos nuestros padres. Y nosotros sin saberlo.