martes, 11 de septiembre de 2018


AUTOBIOGRAFÍA: "Crónica del último invierno"



Nacemos a la luz de algunos acontecimientos. Mientras yo nacía este país que no existe deambulaba entre las sombras de su historia. La amnistía se reivindicaba en las calles y unos abogados en su céntrico despacho de la calle de Atocha eran asesinados por un comando ultraderechista. En el país que no existía, mi barrio era solamente un puñado de bloques de viviendas entre los últimos sembrados y escombreras de Madrid, descampados donde los críos jugábamos y fuimos adolescentes mientras nuestros padres y nuestros abuelos intentaban hacernos olvidar esa oprobiosa historia que tampoco existió. Nada existe, bien mirado, salvo en el mapa de los recuerdos.  

Busco en los nombres olvidados y en todo lo que nos dieron en herencia sus biografías para que nosotros construyéramos nuestra más intima existencia. Y entonces, ese país que no existe y esa historia que tampoco fue comienzan a adquirir la forma de la novela que nunca escribiré, la que pensé que nunca terminaría de escribir. Se tuercen los caminos, se interrumpe el tiempo un día en concreto, y todo se paraliza, todo pierde el interés (libros, música y objetos que pueblan nuestra casa) y la vida nos hace encontrarnos en el distante camino de las vidas de otros. Escribir una novela sobre aquel invierno en que nací, y en el que nevó durante varios días seguidos, es escribir en verdad una crónica de lo acontecido. Es el último invierno de ellos y mi primer invierno.

Dónde están los límites entre lo que imaginé yo mismo y otros imaginaron para mí. Dónde está la ciudad que ya tampoco existe, o al menos no existe como antes. Dónde estarán los que muchas noches me visitan mientras escribo para contarme el relato de sus vidas. La literatura permite inventarnos a través de los personajes que inventamos. Eso nos distancia de nosotros mismos para contar, con la ficción, la verdad de lo que somos. Exactamente igual que lleva ocurriendo en esta autobiografía por escribir desde hace una década. 

En esa crónica están mis padres, los padres de mis padres, sus viejos conocidos de los que me hablaron alguna vez, los compañeros del primer colegio, los del instituto, las embarradas calles de mi barrio en los años setenta, el destartalado autobús que nos llevaba a Madrid, con esa semántica de la lejanía periférica, del extrarradio que no pertenece a ningún lugar y existe solo en la memoria de quienes lo vivimos o me lo contaron. En aquel montón de recuerdos, también se ubica el pueblo que no tuve, la universidad en que estudié y los bares que cerrábamos en aquellos años en que la vida importaba solo en sus instantes. Esa crónica pronto va a tener forma de libro, de historia inventada, de informe periodístico y objetivo, de mentirosa novela negra. Era la narración que  nunca creí que terminaría, que empecé hace casi tres años y que comencé tantas veces y terminé solo una, ante la sorpresa de mis personajes, que se creyeron durante meses en el limbo de las historias inacabadas. 

Con ellos he querido hablar de la Transición y de mi propia transición y de los que han quedado cautivos en aquel largo proceso inventado, reconvertido, manoseado e idealizado. Había que desmontar el relato diseñado con la astucia con que la vieja policía política se infiltra en la vida de los hombres, para que el país que no existe comenzara a existir en su definitiva versión incuestionable, es decir, en su versión novelada y ficticia, en su versión vivida y experimentada.

Esta novela que lleva naciendo durante mucho tiempo y que verá la luz en otoño, o quizás el próximo invierno, es una crónica sobre los que nunca tendrán sus nombres escritos en la historia oficial. Sobre los que nunca despertaron el interés y que fueron desapareciendo por completo como aquellos lugares de los que la ciudad se fue apropiando. El despiadado urbanismo fue la forma en que la política una vez más nos recordó cuáles eran las regiones del mundo en que nos correspondía vivir. Y ellos, todos los que ocuparon su extrarradio en la historia, me fueron dictando una por una sus palabras, para que contara la novela de sus vidas, que era la novela de mi propia vida y de mis personajes. No podía escribir una novela para que la ficción no emborronara sus verdades, pero era imprescindible recorrer ese territorio de la literatura que se confunde con la realidad, mezclar mentiras y certezas, jugar con el tiempo, mezclar los mundos de los vivos y los muertos, para redactar, en definitiva, la alternativa historia de los nuestros.