AUTOBIOGRAFÍA (V) - El tintero perdido
(fotografía: archivo familiar)
Debo confesar que resulta difícil explicar quién es la protagonista de esta fotografía, porque si aún los rasgos de su cara y su media sonrisa la identifican, se conservan intactos sesenta años después, no puedo imaginármela con aquel vestido de lunarcitos blancos y fondo negro, ni con ese lazo que, según recuerda, le apretó en exceso su madre, mi abuela, para que en este minúsculo retrato luciese bien la niña.
Da la impresión de que su imagen ha cambiado mucho más que para el resto del mundo desde entonces. Y su delgadez, edulcorada por sus ojillos pequeños y vivos, igual que hoy, parece tan desgastada como las vidas que se consumen en los dobleces azarosos de estas fotografías viejas. Ella no sabe cuándo se la hicieron, ni siquiera los años que tenía, pero sabe que fue después del cuarenta y dos, uno o dos años después de que su padre extendiese sobre un ceporro un pañuelo para que no ensuciase su trajecito malva, aquel día que fue a visitarlo. Cuenta, además, que en esa ocasión su padre le regaló un tintero con dos pajaritos, tallados en una raíz de olivo, que, al igual que tantos otros objetos del pasado, se ha perdido con el ir y venir de los tiempos y las gentes, sin que hayan perdido para mí intensidad en las emociones que transmiten.
Sonríe, sigue sonriendo como entonces, de eso no cabe duda alguna. Y sólo su peinado ha cambiado, y el color de su pelo, que es el mío, exactamente el mío, dicen. Ahora encubre las canas, como secretos, con el extraño tinte de la coquetería que traen consigo la adolescencia y la edad tardía de las últimas pasiones.
Poco tiempo después, aparcada la escuela en sus reglas básicas y sosteniendo en sus rodillas una vieja máquina de coser, el único equipaje, tomó el tren que la traería a la ciudad, porque era necesario el olvido para seguir viviendo. Abandonó la timidez que parece traslucirse de esta imagen y su infancia la heredamos en gestos, en mohínes que repetimos cuando tuvimos su edad, como si los padres no sólo imprimiesen en sus hijos un rostro o gestos, sino también estados de ánimo que atraviesan la atmósfera de los años y los recuerdos. Muchos de esos sobresalen de entre el resto, y tocan el alma con sus dos manos, como si nos atrapasen a todos en una misma trampa, más allá incluso de nuestra infancia, de nuestras horas de fiebre cuando niños y tosferina.
Añado a su semblanza, su mala caligrafía y las palabras que se le agolpan cuando echa la vista atrás para recordar las tardes jugando con alfileres que escondía en montones de arena. Recuerda las decepciones de lavar el rostro a sus muñecas de cartón y otras muchas cosas más, que estarán junto al tintero de pajaritos azules. Por eso, procuro ordenar yo la lucidez extraña que se le enreda cuando piensa utilizando verbos en pasado, por si en algún momento se nos olvida el lugar de donde vinimos y un día de estos no tenemos quien lo narre, y se queden sin remedio en el tintero las últimas emociones transmitidas con algo de nostalgia, pero sin tristeza.
Da la impresión de que su imagen ha cambiado mucho más que para el resto del mundo desde entonces. Y su delgadez, edulcorada por sus ojillos pequeños y vivos, igual que hoy, parece tan desgastada como las vidas que se consumen en los dobleces azarosos de estas fotografías viejas. Ella no sabe cuándo se la hicieron, ni siquiera los años que tenía, pero sabe que fue después del cuarenta y dos, uno o dos años después de que su padre extendiese sobre un ceporro un pañuelo para que no ensuciase su trajecito malva, aquel día que fue a visitarlo. Cuenta, además, que en esa ocasión su padre le regaló un tintero con dos pajaritos, tallados en una raíz de olivo, que, al igual que tantos otros objetos del pasado, se ha perdido con el ir y venir de los tiempos y las gentes, sin que hayan perdido para mí intensidad en las emociones que transmiten.
Sonríe, sigue sonriendo como entonces, de eso no cabe duda alguna. Y sólo su peinado ha cambiado, y el color de su pelo, que es el mío, exactamente el mío, dicen. Ahora encubre las canas, como secretos, con el extraño tinte de la coquetería que traen consigo la adolescencia y la edad tardía de las últimas pasiones.
Poco tiempo después, aparcada la escuela en sus reglas básicas y sosteniendo en sus rodillas una vieja máquina de coser, el único equipaje, tomó el tren que la traería a la ciudad, porque era necesario el olvido para seguir viviendo. Abandonó la timidez que parece traslucirse de esta imagen y su infancia la heredamos en gestos, en mohínes que repetimos cuando tuvimos su edad, como si los padres no sólo imprimiesen en sus hijos un rostro o gestos, sino también estados de ánimo que atraviesan la atmósfera de los años y los recuerdos. Muchos de esos sobresalen de entre el resto, y tocan el alma con sus dos manos, como si nos atrapasen a todos en una misma trampa, más allá incluso de nuestra infancia, de nuestras horas de fiebre cuando niños y tosferina.
Añado a su semblanza, su mala caligrafía y las palabras que se le agolpan cuando echa la vista atrás para recordar las tardes jugando con alfileres que escondía en montones de arena. Recuerda las decepciones de lavar el rostro a sus muñecas de cartón y otras muchas cosas más, que estarán junto al tintero de pajaritos azules. Por eso, procuro ordenar yo la lucidez extraña que se le enreda cuando piensa utilizando verbos en pasado, por si en algún momento se nos olvida el lugar de donde vinimos y un día de estos no tenemos quien lo narre, y se queden sin remedio en el tintero las últimas emociones transmitidas con algo de nostalgia, pero sin tristeza.