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lunes, 3 de marzo de 2025

AUTOBIOGRAFÍA - Primavera



Todos estamos necesitados de la primavera, más allá de la mera abstracción que suele ser. Y no buscamos en ella ni sonetos, ni versos pastoriles, sino que se calme el frío, que los días empiecen a notarse más largos, que las tardes prolonguen sus silencios de siestas hasta más allá de las siete, que es la hora en la que empieza a declinar el día. 

Todos buscamos, a nuestro modo, una primavera. Esta que está en ciernes es la de todos los años, la que nos recuerda que se renace, que los árboles se visten de amarillo o de blancos, acacias mimosas y almendros, que inundan el aire con su suave aroma. La primavera no es más que una esperanza más; la esperanza del verano, del calor que se ahuyenta solamente bajando las persianas, y que nos recuerdan el invisible canto de los pájaros que, con las primeras temperaturas suaves, brotan como un torbellino musical que todo parece llenarlo. La lluvia es la primavera, ocupando con su olor húmedo los espacios en que el alma se ensancha, se olvidan las obligaciones cotidianas y se mueren de aburrimiento los domingos, junto al fuego. O los lunes, si acaso pudiéramos el primer día de la semana dar esquinazo al rumor perezoso del trabajo, del atasco urbano y de los sonidos broncos de las ciudades cuando se levantan aún con el último sueño adherido en los párpados. 

Todos estamos atentos a la llegada de la primavera y todos buscamos un rayo de sol tibio que nos sumerja en el ensueño del calor veraniego, aún lejano y distraído. Y así como nos morimos por que vengan los días cálidos, nos despertamos en medio de la maraña cotidiana que nos haría insoportable la vida, si no existiera el proyecto lejano de una primavera cercana que aventuran los días un poco más largos y las temperaturas más llevaderas, y los paseos menos ensimismados que cuando los abrigos nos encierran en nosotros mismos para ahuyentar el oprobio del frío.    


lunes, 18 de noviembre de 2024

AUTOBIOGRAFÍA - Recuerde




Aunque suelen utilizarse indistintamente los verbos “recordar” y “acordar”, no son ni mucho menos sinónimos. Se recuerdan los veranos de la infancia, el barrio en el que naciste y ya casi no visitas; se recuerdan las tardes de colegio y los padres que ya no están. Se reserva, mientras tanto, “acordarnos” para aquello que es efímero e intrascendente: de la leche que no hemos comprado en el supermercado, de avisar al vecino de que el cartero dejó equivocadamente una carta en nuestro buzón. Nos acordamos, en ocasiones tarde, de hacer una fotocopia, de recoger de la tintorería el viejo abrigo que dejamos allá por primavera, o nos acordamos de hacerle la revisión al coche, víctima de los cien mil kilómetros de idas y venidas al trabajo. Acordarse es el verbo de lo fungible y de lo que no es necesario del todo; el verbo de la caducidad de los yogures y de lo reciclado que, pasado el tiempo, no alcanzaremos a recordar por innecesario.

Recordar, por el contrario, cimenta lo que somos; construye cuanto sentimos como propio y edifica aquello que llamamos cultura: el recuerdo es sólido; el “acordamiento”, débil y poco interesante. Soy de los que piensan que los poderosos fomentan una especie de debilidad conspiranoica para que mientras empleamos la energía del recuerdo en “acordarnos de”, no recordemos en realidad, y sea cada vez nuestra memoria más frágil y, por ende, nosotros más vulnerables ante la mentira. Recordamos poco y mal, me digo. Quién se acuerda ya de los hilillos de plastilina en ascenso vertical que abrieron paso al comienzo de burdas maquinaciones: las armas de destrucción masiva o que un vasco fue el culpable del peor atentado de la historia. Quieren que nos acordemos de las víctimas, pero no que las recordemos, porque entonces será como fijarlas en la memoria y hacerlas parte de nosotros, para que la verdad construya lo que somos. El desasosiego de la urgencia, la sobreabundancia de información, las ciudades ruidosas y contaminadas en que apenas ya se puede pasear sin ser atropellado por turistas, el agotamiento permanente ante el esclavizador trabajo por el que recibimos el salario, el tráfico y el atasco, la telebasura, la suciedad de la política y su pueril discurso nos adelgazan la memoria para fomentar solo un recuerdo a corto plazo, para acordarnos de lo inútil y prescindir de todo lo demás, que es necesario, profundo y hermoso.

Vivimos en un mundo obstinadamente olvidadizo. Europa parece haber olvidado el horror de los campos de extermino, el olor agrio de las bombas, el terror atómico, los sanguinarios dictadores y, sin recordar, apenas nos acordamos de aquellas páginas de los libros de historia en que aprendimos muy poco y que, ayer mismo, la escuela tuvo que enseñarnos a los recién llegados a este mundo. El odio y la indiferencia ante el padecimiento humano invaden el presente y nos borran el pasado, como si nada hubiera existido, como si las cronologías de las que formamos parte no fueran un pedazo de la historia de la que todos somos protagonistas y que huye de la permanente explotación de esa memoria a corto plazo que hace que nos acordemos de las cosas menos importantes y nos hayamos olvidado de lo esencial que somos: nuestro recuerdo nos sitúa en el mundo y nos proyecta haciéndonos saber lo que seremos y lo que fuimos, y también lo que nunca seremos. Habrá que empezar a recordar en serio, aunque solo sea para que no nos tengamos que acordar de que un día tuvimos la certeza de saber cómo sonaba el canto de los pájaros en las ciudades que habitamos.

viernes, 11 de octubre de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: El regreso del otoño. 



A pesar de los rigores del calor, el verano no es solo un periodo vacacional en el que los que escribimos nos dedicamos a escribir sin mirar los relojes del infortunio, que nos amenazan con sus estridencias en las madrugadas inhóspitas en las que emprendemos el camino hacia trabajo. El verano que recientemente hemos enterrado, con la tristeza de un funeral al que acude poca gente, es algo más: es un periodo de recuperación. Verano no equivale, pues, a vacaciones solamente, también a recomposición, a reelaboración de lo que somos y queremos ser, a voluntad de seguir amando a los nuestros, a reencuentro con el hombre que dejamos de ser a diario poco a poco en la rutina. Nos diluimos con la lentitud con que cae la arena por el diminuto agujero de una extraña cuenta atrás en cada día que nos devora el trabajo, la ingratitud de las esperas en los semáforos en rojo y, como por ensalmo, el regreso al frío, a la manga larga y a la estufa. 

Solo el otoño se hace vivible contemplándolo de frente. Es necesario marcharse al campo, entonar una oda a la vida retirada y celebrar íntimamente las luces que declinan cuando apenas son las siete de la tarde, para comprender que las ciudades nos roban la hermosura de esta estación del año, que también podría ser la parada de un tren hacia el reencuentro. El otoño, con su carga inmisericorde de responsabilidades dobladas en los cajones de los armarios que un julio decidimos cerrar hasta nuevo aviso, resulta casi siempre tentadoramente triste: suplicio para los deprimidos, retorno a los lapiceros y a los cuadernos, a los libros y a la tiza, a la factura de la calefacción y a la cena tibia que presagia un acostarse pronto. Y, a pesar de todo eso, creo que su belleza no tiene nada con que compararse. 

Pienso en la utopía de un otoño sin prisas, sin retornos escrupulosamente calculados por los dueños de las grises oficinas, sin las chuscas paletadas de presidentas autonómicas con las pilas recargadas de estulticia, sin hispanidades que celebrar, sin vírgenes del Pilar ni devotas visitas a los cementerios en noviembre. Pienso en los otoños sin eso, y caigo en la cuenta de que la amarillenta placidez de las hojas caídas nunca tuvo la culpa de todo lo demás. Y que habrá que buscar a los responsables de tanta ignominia inmerecida y meterlos en la cárcel, para así, definitivamente, liberar al otoño de sus malos presagios y devolverle la hermosura perdida desde que los tiempos en que se inventó la escuela.  

viernes, 9 de febrero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Refugio de escritores



El oficio del escritor ahora no es otro que buscar refugio. Y ese refugio se sustancia inevitable en la belleza. Incluso en estos días en que el plomizo color del cielo inunda la ciudad desprovista de abrigo, repentino frío que proviene de lejanas latitudes y de vaivenes climáticos insospechados, existe siempre una grieta por la que se entromete una hermosura que es, a veces, repentina o inesperada. 

Cansados del griterío unánime, de la torpeza brutal de los políticos, de la zafiedad enclaustrada de los colegios en los que nos ganamos la vida como podemos, el escritor encuentra en la palabra, en la consonante y en el verbo exacto el resquicio a través del cual la poesía se asoma en su encuentro con la página en blanco. Aburre la mezquina suciedad del grito, de la burocracia deforme, del trámite vulgar en que vivir se convierte con su monótona música ruidosa en un sobrevivir diario. Mientras explico la sutilezas de un soneto, el grosero murmullo y la estúpida suficiencia embebida de la ignorancia se muestran despectivos con aquello que no se entiende. Decía Machado que el español desprecia cuanto ignora. Y Juan Ramón, más sutil: "Belleza que yo he visto / ¡no te borres ya nunca!". Cuando sabemos apreciar lo hermoso, su impronta se queda para la eternidad con nosotros, como si fuera una energía transformadora de lo que somos.

Los españoles están educándose en la rudeza, en la torpeza de la lengua a trompicones, en el consentimiento de la mala educación, en la tolerancia hacia el violento zarandeo del gañán. Hasta las consabidas doctrinas políticas han reducido su discurso al like, al emoticono y a los eslóganes burdos. Si los escritores no nos rebelamos contra esta ola de olor nauseabundo, también nos devorará a nosotros. La insensibilidad hacia lo bello no es solamente fracaso, es también connivencia con lo horrible, tolerancia hacia lo sucio, indiferencia ante el dolor de los demás e incomprensión hacia el que sufre la desdicha.   

Nunca he sido partidario de los paraísos artificiales, ni los defiendo como ejemplo de aciertos literarios. No he encontrado jamás el refugio en ellos. No sé quién, pero nos están condenando al ostracismo y, otra vez, al exilio: exilio de interioridades. Renunciar a la belleza del mundo es también renunciar a la verdad, a la justicia, al amor, a la sabiduría. Lo es desde los tiempos de Platón, pienso: y si hemos de refugiarnos ante la incomprensión generalizada, no puede ser que solamente hablemos en nuestros poemas y en nuestras novelas. Tendremos que levantar la voz para que nos escuchen, aunque no entiendan lo que digamos.   

viernes, 19 de enero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Volverás... 


No lo digo yo; lo dice un verso que escribió Miguel Hernández: "Volverás a mi huerto y a mi higuera", y aquel poema, convertido en uno de los más hermosos de nuestra literatura, lo publicó en un libro excepcional, quizás uno de los mejores poemarios de nuestro siglo XX, El rayo que no cesa. Esta es la higuera antigua a cuya sombra protectora quiso esperar el regreso de su amigo. He vuelto este año a la casa de Miguel en Orihuela (su pueblo y, por extensión, también el mío: y también el de todos). 

Leo con asombro, perplejo y aterrorizado, en la prensa, que la Alcaldía de este pueblo, ha intentado dejar sin dotación económica el premio de poesía anual que lleva el nombre de uno de los poetas más grandes que ha dado nuestra lengua. Su concejal de cultura lo ha intentado, aunque parece que el alcalde ha rectificado esta decisión, empujado por la ola de indignación que suponía borrar el nombre de Miguel de un premio destinado a conmemorar su figura, vivificar todos los años su recuerdo y promover el amor por la escritura. Ahora dicen que es un error, que nunca quisieron acabar con el premio, ni desplazar al olvido el nombre del vecino más ilustre de Orihuela. 

Sería mucho pedirle al concejal de cultura que conociera la obra de este poeta, más allá de la propaganda y los atávicos odios que motiva para algunos aún su figura. La normalización del desprecio ha convertido en natural que alguien tan inepto adquiera ya no cotas de poder, sino cargos en los que la ciudadanía pueda verse representada. Podrá representar lo que quiera, pero no representa el espíritu de una sociedad democrática y avanzada que debe preservar, por encima de todo, la cultura. Miguel Hernández es cultura y cultura viva, lo es cada vez que abrimos un libro suyo o leemos su poesía en voz alta, sí, en voz alta, para que quede claro que los poetas son viento del pueblo. 

Algo parecido e igual de sombrío protagonizó hace no mucho el alcalde de Madrid, cuyo sueldo no solo pagan sus votantes. Retiró unos versos de Miguel Hernández que estaban en un memorial del Cementerio de la Almudena conmemorando a las víctimas que fueron fusiladas en sus tapias. La poesía del poeta de Orihuela sigue siendo motivo de polémica al parecer. La verdadera Transición vendrá cuando esta gente decida leer con otros ojos la hermosura de sus versos y despojarse la mirada de prejuicios ideológicos de colegio de monjas de postguerra. 

Esta gente olvida que Miguel Hernández es un poeta luminoso, que convoca la voz del pueblo porque él mismo supo pertenecerle y cantarle. Extraordinario en el soneto y extraordinario en el verso libre: inteligente, gongorino y también nerudiano, profundo y festivo. Universal: nunca las cebollas destilaron tanta humanidad y humildad como cuando puso en ellas su voz y su talento. Miguel Hernández fue un poeta excepcional y un hombre honesto, que convirtió la tragedia de su vida y el abandono al que lo condenaron para dejarle morir, en poesía. A Miguel se le recuerda por esto; quienes intentan decididamente borrar su nombre, de aquí a unos años, no serán nada más que el pasto mediocre del olvido. El "árbol carnal, generoso y cautivo" de sus versos ha echado raíces y va a ser difícil arrancarlo. 






martes, 18 de enero de 2022


Autobiografía: ovejas negras. 



Siento la ambigua emoción de los primeros momentos, esa que es difícil expresar, sobre todo cuando sostengo entre mis manos este pequeño libro que es la quinta obra que publico. Otro sueño cumplido, pero huyendo de las ficciones. Un ensayo quizás no sea el mejor modo en que un escritor cuenta los sueños que han poblado sus noches y sus días, aunque es verdad que en un ensayo sobre literatura no se abandona rotundamente lo ficcional. Imaginación y realidad se entretejen en este manual atípico y antiacadémico para extender la lectura de los clásicos más allá de los empolvados tratados filológicos.

Decir ensayo tiene la resonancia de una credibilidad vetusta: Unamuno, Ortega, d'Ors. Y quería también bordear otras palabras, las de Baroja, Umbral, o las de Umberto Eco. No busco asombrar, sino desvelar. Pero no con los desvelos de Cervantes, sino en los de la clarividencia de románticos, fanáticos del punk o sonrosados escritores edulcorados con la pulcritud de la delicadeza burguesa. Humanistas y rockeros, galdosianos y burócratas soviéticos se mezclan en estas páginas. Y entre todos ellos, esta oveja pasta en un campo dulcísimo y reinvidica su condición de lectora que rehúye de academicismos, de lugares comunes para encontrar en los clásicos las respuestas que nos hagan entender mejor estos tiempos que corren.

La precariedad laboral, el desclasamiento social, los futuros terrores de los fascismos venideros, las mentiras de los medios de comunicación, la mal entendida cultura de las masas puestas al servicio del consumismo obsceno son, entre otros, los asuntos contra los que nos puede prevenir la literatura si la leemos con los ojos del pasado puestos en el presente. La palabra escritura es alarma y precaución. Las ovejas negras se salen del rebaño para utilizar la perspectiva, la distinción, la formación, la educación y los libros para ser, ante todo, voces en la conciencia de este desconcienciado mundo basura.

Y así, como una batalla dialéctica contra los necios, los mentirosos, los manipuladores, los padres del pensamiento único y la corrección política pasta esta oveja con la indiferencia de un bovino no necesita decir palabra alguna para mirar escéptica la realidad que nos rodea.


miércoles, 8 de septiembre de 2021

AUTOBIOGRAFÍA: Recuperando el tiempo perdido. 

Un año ha transcurrido como si nada hubiera cambiado, o casi nada desde esa última vez. No he dejado de escribir, aunque estén los folios aún en blanco y esperando la cuartillas en ese territorio de lo inesperado que se llama mañana o quizás el próximo mes. 

Ya ha pasado un año, digo, y lentamente, parece regresar todo a esa vieja normalidad que hoy más que nunca da la sensación de ser caduca y más anciana. Desandar los caminos viciados del presente: buen comienzo, buen punto de partida, si se quiere. Los que vivimos en los libros, es decir, en la realidad, sabemos lo difícil que es irse labrando el oficio de la escritura. Tenemos nuevas oportunidades de seguir el fructuoso florecer del trabajo silencioso de escribir un libro y, después otro. Este septiembre tengo la fortuna de recuperar el tiempo perdido: pandemia, restricciones, confinamientos, prohibiciones, distancia. Es el léxico de la tragedia cotidiana, que se suma a ese antiguo diccionario que ya nos conocíamos al dedillo: trabajo, madrugar, monotonía de lluvia tras los cristales. El otoño, la rapidez de las tardes en octubre, su descender vertiginoso. 

Este septiembre tengo la fortuna de celebrar que espera, sobre el surco, como el arado espera, la llegada de otro libro, mi quinta obra publicada y escrita: quien me conoce sabe que no tengo nada en el cajón secreto que todos los que escriben tienen en la mesa de su despacho. Y este septiembre, la editorial Bohodón ha querido que esté dos días firmando Crónica del último invierno en la Feria del Libro de Madrid, que esta vez en septiembre, nos recuerda que hubo un tiempo anterior a este. 

Así que doble celebración que quiero compartir con los pocos lectores que tiene este blog, esta bitácora personal y biográfíca y casi tan íntima que, a veces, pienso que solo escribo para leerlo yo solo. Si alguien en cualquier caso lee esto, quiero que sepa que tengo la sensación de estar recuperando el tiempo perdido, y un profundo agradecimiento a quien hace que todo lo bueno que ocurre parezca posible. Vale. 


 

  



jueves, 10 de septiembre de 2020

AUTOBIOGRAFÍA - Vivir hacia dentro. 




Ya se van a cumplir siete meses desde que un día dijeron que no debíamos salir de casa. Las realidades invisibles se comportan así, empujándonos a abandonarlo todo, a cerrar los comercios y hacer desaparecer el bullicio de las ciudades. Mientras la muerte se agarraba a los telediarios, tuvimos que empezar a vivir dentro de nuestras casas como nunca antes. Muchos iniciaron el complicado proceso de empezar a vivir hacia dentro. 

Entonces ese vivir hacia dentro nos hizo esperar, nos hizo aburrirnos, nos hizo mirar a través de la ventana, conocer al vecino, reconocer de nuevo nuestra calle, comprender qué significa el silencio en las noches, escuchar con deleite el canto de los pájaros, que volvieron a las ciudades pensando que no regresaríamos nunca más. Vivir hacia dentro significó descansar, oler con cierta tranquilidad ese extraño aroma del café en las mañanas sin prisa. Quien no podía vivir en su particular encierro era aquel que se descubría a sí mismo a diario tan vacío como suele ocurrirle cuando se vive en exceso hacia las afueras de nosotros mismos. Demasiado fuera de nosotros. Demasiado lejos. 

Necesitamos, nadie lo duda, espacios abiertos, acantilados, mar, luz, viento. Escuchar el aire moverse en las ramas es una forma de no sentirse a solas nunca. ¿Quién duda que el hombre nació libre para no vivir en el encierro de su cuarto de estar, de su pequeño dormitorio o de su minúsculo despacho frente a la pantalla plana del ordenador? ¿Quién duda que la libertad es algo más profundo que berrear una consigna mientras se hace sonar una cacerola? Hay sonidos tan huecos como algunas cabezas. Vivir hacia dentro era salvarnos la vida, en el fondo. 

Ni mejores ni peores. Escribo algo que no es una novela para resarcirme de la imaginación o, al contrario, para reconocerme mejor en la realidad. Ni mejores ni peores después de la pandemia, que aún suma titulares en los laboratorios manipulados de la prensa. Ni mejores ni peores, mientras la democracia se debilita porque hay quien embiste con la burda mentira de los eslóganes oportunistas y baratos: negacionistas chuscos, hombres de las cavernas que dejaron de creer en el trueno para creer en las tormentas. Seremos iguales, quizás, cuando podamos salir definitivamente y mirarnos el rostro sin hacerlo en su mitad, con la cara descubierta. Iguales que antes de que nos confinaran y parecidos a lo que seguimos siendo con el rostro embozado. Quien no supo vivir hacia dentro no conoce el gran tesoro que esconde el silencio, leer en la madrugada una novela o evitar que los despertadores agiten el sueño como si fuera un maltrato matinal. Esto es vivir hacia dentro: quien lo probó lo sabe.  


martes, 21 de abril de 2020

AUTOBIOGRAFÍA - Suerte, pandemia y votos en vez de aplausos



Aunque parece que el mundo se acaba, y pandemias a parte, quejarse en la supervivencia resulta un ejercicio bastante egoísta, pienso que en apenas dos días se celebra el Día del Libro. Ni siquiera este año, en que puedo lucir en la portada de mi última novela esta banda, podremos festejarlo ni en Sant Jordi, ni en la Feria del Libro de Madrid. Ni en ninguna otra feria, como si se hubieran borrado de los calendarios y las agendas los días esos en que aprovechando el buen tiempo comprábamos libros y soñábamos con encontrar en la literatura un destino más en esa gran agencia de viajes que, a su modo, son todas las bibliotecas (y más las personales). 

Es un acto de egoísmo no pensar en todo lo que se está quedando atrás, en las librerías que quizás cierren, en las pequeñas tiendas cuyos alquileres no ayudan a sufragar los gobiernos porque, siempre, los pequeños importan menos que los grandes. Al final, los viejos propietarios del siglo XIX, los que acumulan terruño, viviendas y locales, son los que sobrevivirán a este apocalipsis vírico. Echo de menos los bares, el cortado de las cinco, el paseo mientras veo verdear los árboles de mi calle cuesta abajo. Siento hasta algo de tristeza por no poder ir a trabajar y debatirme entre el yo y la pantalla plana del ordenador (si Freud levantara la cabeza). Sobrellevar es sobrevivir en estos tiempos también. 

Pienso en los teatros vacíos, en las avenidas discretas de esta ciudad que no es inmensa y que hoy están sin gente. Pienso en las terrazas en que apetece sentarse a tomar el sol, y a abrir el libro con el que echar un rato de la tarde. Pienso en las tardes, también, en estas que empiezan a ser largas aventurando, este año, un verano incierto. Solo este año. Pienso en los bancos de los parques, ocupados solo por las viejas palomas de Madrid; están vacíos, faltan los abuelos que reposaban sus años de postguerra en su longeva ternura. 

Yo mientras me quejo de no poder airear un poco este libro este año tan especial para mí, en que nos quedan pendientes por vivir estos dos meses robados por un mercado chino o un laboratorio militar. El aire de Madrid se ha limpiado, sin embargo, aunque no el ambiente; hay quien se ha encargado de enturbiarlo agitando las miserias de cada cual (allá con las suyas) en una fraseología vacía y estúpida destinada a levantar el ánimo patriótico, con el belicismo en la punta de la lengua. Yo no aplaudo en el balcón de cada día, simplemente voto como un aplauso en favor de lo que es de todos. Feliz día del libro, o sea, de los viajes. 


martes, 7 de enero de 2020

AUTOBIOGRAFÍA - Resumen del 2019



Ha sido una año peculiar: un año en que las agendas se han visto desbordadas. Ha pasado todo este tiempo y no lo pareciera. Un año desde que decíamos adiós a mi padre, y presentaba mi cuarta novela en Madrid, de la mano de Cristina Almeida y de Juan Ángel Argelina y de los amigos de El Abrazo del Oso. Aquel programa sobre los olvidados de la Transición que grabamos lleva más de 20.000 descargas y escuchas en IVoox. Pero nunca se puede gozar de la felicidad al completo, porque la vida ofrece azarosa esta superposición de alegrías y desgracias. No podré explicarlo por más que lo intente, ni puedo hablar de aquellos días en que recibí el cariño de tanta gente buena sin que se me haga un nudo en la garganta. Pero no cambiaré la dedicatoria de esta novela, que me llevó tres años de altibajos y desvelos.

Desde que Bohodón Ediciones publicó esta historia de lo que somos en la cercanía, esta novela de recuerdos prestados, todo han sido buenas noticias. Ha ido creciendo con una lentitud firme, despacio ha ido sumando lectores y ha recorrido media España, añadiendo amigos a sus páginas y recopilando otros paisajes. Primer viaje: Córdoba, para participar en el Club de Lectura de Montalbán. Después vendrían la Feria del Libro de Vallecas y tres días más de firmas en la Feria del Libro de Valencia, dos en la Feria del Libro de Madrid y otro viaje más: a la Feria del Libro de Valladolid. Apenas pasó el verano y este otoño fui hasta Alicante para firmar libros en la FNAC y después participar la Feria del Libro de Murcia. La primavera intensa quiso que fuera a hablar de este libro a la tertulia del Café Gijón de Madrid, que capitanea Justo Sotelo. Como veréis, escribir no solo es un ir y venir en la memoria, también en el espacio. Habría que sumar reseñas y entrevistas: Rafa Ruiz, Andrés Barrero, Prudencio Salces, Jorge Morín, Javier Machón, Anika entre Libros, Francisco J. Castañón, Miguel Sanfeliu... y muchos otros cuyos nombres ignoro.  Buenas críticas de amigos y de gente conocida y desconocida, pero honesta.

Y otoño vino cargado de buenas noticias también. En noviembre, cuando mi amigo Ángel Rejas quiso que participara en la Asamblea por la República de Leganés, presentando la novela en las Jornadas sobre la Transición que organizaron, la Asociación de Críticos y Escritores de Madrid quiso que "Crónica del último invierno" quedara Finalista del Premio de la Crítica. Rafael Reig lo ganó muy justamente con su última novela. Broche de oro para un año largo y un hermoso comienzo para un 2020 prometedor.

Las autobiografías son así; hay ocasiones en que se nutren de la literatura con que se riega la vida para que no resulte tan tediosa. Este es el resumen de un año, una compilación breve de lo hermoso que puede ser observar el mundo con la mirada que nos prestan los libros y sus historias, menos mías que nunca, cada vez que un lector se suma. El agradecimiento que siento no cabe aquí. Se ensancha, se extiende, adopta la forma de un horizonte que es difícil de describir, llega muy lejos, recorre meses y urbes y lejanos páramos y continúa allá por donde voy, por los paisajes que dejó atrás y por los que, estoy seguro, algún día llegaré a conocer. Gracias y feliz 2020. 






jueves, 14 de noviembre de 2019

AUTOBIOGRAFÍA: Finalista en el Premio de la Crítica de Madrid. 




Es difícil explicar qué se siente ante la ruptura que supone una noticia: una hermosa noticia que hace que el tiempo parezca doblado sobre sí, y entonces, todo gire en una especie de bucle, en el que llamadas y amigos se superponen con sus mensajes de aliento y de recuerdo. Así es: una pequeña mención, apenas dos líneas en alguna página web, pero una inmensa alegría y una inimaginable sensación de gratitud. 

La Asociación de Críticos y Escritores de Madrid ha tenido a bien situarme en el justo puesto de finalista del Premio de la Crítica de Madrid, con Crónica del último invierno. Ellos dicen que es la segunda mejor novela publicada en 2018 que ha caído en sus manos. Y dicho así, suena con un reverbero de misterio, extrañeza y casi, si se me permite, de extranjeridad. Sí, extranjeridad, que siento dentro de mí mismo, como si estas cosas solo le ocurriesen a otros hombres y mujeres, a escritores distantes y cuyas fotografías son las de sus rostros desconocidos impresos sobre los borrosos fondos de ciudades lejanas y épocas difusas, en las solapas de los libros que se amontonan en las librerías, de esas rimbombantes editoriales portentosas.  

Siento una grave gratitud. "Muchas gracias", repito como un mantra a quien tiene el detalle de felicitarme por algo tan gaseoso como la mención en un premio literario de tan hondo calado y tanto prestigio. "Muchas gracias", insisto: a todos los que habéis estado antes y a los que seguís estando. Al jurado cuyos miembros ignoro quiénes son, mi infinita gratitud. Gracias a quienes habéis hecho posible este cuarto sueño cumplido. Una novela de héroes y policías corruptos, un viaje al rastro romántico que deja la Transición, como un deje sonoro en la memoria de quien estuvo aporreando el teclado de su ordenador durante varios años, construyendo poco a poco la Crónica del último invierno en que esperé una buena noticia como esta, que adelanta el otoño con su hermosura inexplicable y profunda. 



sábado, 2 de febrero de 2019

AUTOBIOGRAFÍA - El descanso del viernes. 


Hoy es viernes. Un día más para añadir en el descanso. Cuando se acaba de escribir y de corregir una novela, es muy extraña esa sensación de pérdida o de vacío que se siente. Uno tiene la sensación de haberlo contado todo, de haberse desnudado con la intimidad de palabras que, ahora, ya puestas en forma de libro, se convierten en una especie de familiar lejano o ajeno. Pocas veces lo digo, muy pocas: pero hay algo de mínimo orgullo en lo que siento con "Crónica del último invierno".

Poco a poco este libro se está abriendo un hueco entre lectores y amigos. Y con él, he dejado un largo reguero de nombres y lugares, puestos todos al servicio de la verdad y del recuerdo. Es una novela que es algo más que una novela: crónica de un tiempo que me han contado, pero también una autobiografía a retazos; novela, pura ficción, en la misma proporción que relato periodístico. 

Por eso digo: siento un mínimo orgullo con esta novela; y van más de mil páginas publicadas, convertidas en cuatro libros. Más de diez años de escritura, y una década después, hay algo minúsculo parecido a la satisfacción que nunca he terminado de sentir al completo. Hay quien se siente orgulloso de méritos dudosos: un coche nuevo, el reloj que se luce en las redes sociales, un viaje o exóticas cenas. Allá cada cual, pero contemplo estos cuatro libros con una mezcla de estupor, incredulidad y distancia. Míos porque reconozco mi nombre en sus portadas, porque miro mis fotos en sus anversos o en sus solapas, dejando el paso de los años sus huellas en cada una de las facciones de mi cara,

Siento también una extraña forma de gratitud: con los amigos que se han deshecho en buenas palabras, Pruden, Ángeles, Lola, Ester, Gloria, Juan, Mercedes, María Jesús, Victoria, Carmen, Juan R., Juan Ángel, Edu, Sonia, Alberto, Manoli, Ángel, Sandra, Susana... y muchos otros que me han hecho llegar lo que les ha suscitado la lectura, qué recuerdos o qué emoción los ha agitado por dentro estando sentados en el sofá donde leen, o en el asiento del metro o del autobús, camino del trabajo. Se me olvidan nombres en esta lista que crece poco a poco: Carlos, Pilar, Víctor; la familia, los hermanos, los primos y primas, parientes cercanos y más lejanos: Tere la busca, Marisa e Isabel se la han leído de una sentada y me lo cuentan. Lito corrió a la librería de mi calle. A Raúl ya se la han conseguido. Paloma insiste en que la librería que está al lado del mercado se la traiga, aunque tarde. Carol, recurrió al teléfono móvil para comprarla en Internet. Pili vino hasta Madrid en AVE, y apenas la vi. Rubén también, con Cristina. Marcos me sopló, con su desparpajo de diez años, que su padre se la está leyendo; parecía querer leérsela él también, aunque tenga que esperar. Paula la subió a IG. Lola Puñales me escribe y manda una foto del libro ("hoy empiezo con él", me dice). Un pedazo de todos ellos también está ahí. Y de quien piensa en otro y la quiere regalar, como ha hecho Pablo hoy mismo, que me ha llamado para contármelo. Mientras, Jesús me dice que ya le quedan menos de cien páginas: se habrá visto en ese libro también vestido de uniforme. Elena me pidió una dedicatoria para su madre, que conoció bien aquellos años, me insiste. Y Nieves me pidió en el desayuno del otro día que se la firmara. Moni vino hasta el centro de Madrid con su boli preparado (ella es así). Roberto la encargó, pero le ha faltado tiempo para recogerla (así son los dobleces de la vida, los pliegues dolorosos de los libros cuando son tristes). Javi Machón me dice que escribirá sobre ella, Jorge también... La lista crece, la memoria falla: disculpas para los que no están aquí porque ahora no caigo o porque simplemente no os conozco.

Viernes, descanso de la semana. Me pongo delante del ordenador. Escribo estas líneas con la sensación de que ya lo he contado casi todo. Me da miedo volverme a poner a pensar en esas otras historias que siempre me rondan por la cabeza. Leeré todo lo que se quedó por el camino. Retomaré la escritura un viernes, un viernes de descanso en que la semana se agota con su destilada pereza acumulada desde el lunes. Me queda un gracias, solamente, por rubricar. Aquí lo dejo.    

viernes, 16 de noviembre de 2018

AUTOBIOGRAFÍA - El cuarto sueño cumplido


Han pasado diez años desde que publiqué mi primera novela, El retrato de Sophie Hoffman. Diez años en los que se han ido cumpliendo algunos sueños, como este que está en ciernes, mi cuarto libro, Crónica del último invierno. La escritura me la tomo con la calma con que se saborea un trofeo, por mínimo que sea. Es la única forma posible de defenderse de la losa de lo cotidiano. Diez años, de los cuales, he empleado tres en documentar, redactar y revisar este libro. Podría decirse que un tercio casi de mi escasa "vida literaria" la he empleado en construir esta historia, pero el libro es deudor de mis 41 años, de todos y cada uno de ellos. La realidad en esta novela, ese imposible, se convierte en la memoria de lo vivido y de lo que otros me narraron. Debe más a esta Autobiografía que mis otras novelas, pura imaginación entremezclada con la historia. Supe que no podía escribir si no era revistiendo de ficción, y en muchos momentos, con altibajos incluso en el ánimo y en la salud, pensé que esta iba a ser la novela que nunca iba a terminar de escribir, la novela que no escribiré para que la ficción no emborrone lo auténtico que hay en ella. 

El resultado ha sido una crónica de lo vivido, pero también una crónica de lo imaginado. Tres voces para decir lo mismo, tres maneras de sentir la palabra: desde la poesía, desde la narración policiaca y desde el lenguaje del periodismo. Así se construyen los contradiscursos, los discursos que se obstinan en llevar la contraria a las burdas verdades oficiales, que una ciudadanía cada vez más pacata cree con devoción religiosa. Y aquí es donde comienza la Transición, falseada hasta en su propio sustantivo sin sustancia. No todas las editoriales hubieran estado dispuestas como Bohodón Ediciones a jugársela apostando por el contradiscurso de lo correcto, de lo institucional; pocos editores pueden decir que son tan valientes de publicar más de cuatrocientas páginas dedicadas a desmontar las rudimentarias trampas de la corrupción, la manipulación histórica, para rescatar a los náufragos de los grandes acontecimientos históricos, que son también los que naufragan en nuestro Estrecho fronterizo del primer mundo.  

No es una novela complaciente, no es benévola con nadie, no es un libro que contemple indolente las trampas del pasado. No es un libro gratuito, ni obcecado tampoco en la equidistancia, ni en el conversacionalismo televisivo, ni es una narración revestida de falsa novela social. Es un pedazo de vida y de memoria, un pedazo de autobiografía y de historia reciente. Y solo así, adueñándonos de lo que solo nos pertenece (la palabra y el recuerdo) es como pueden desmontarse sin miedos las sólidas mentiras del presente.   


martes, 11 de septiembre de 2018


AUTOBIOGRAFÍA: "Crónica del último invierno"



Nacemos a la luz de algunos acontecimientos. Mientras yo nacía este país que no existe deambulaba entre las sombras de su historia. La amnistía se reivindicaba en las calles y unos abogados en su céntrico despacho de la calle de Atocha eran asesinados por un comando ultraderechista. En el país que no existía, mi barrio era solamente un puñado de bloques de viviendas entre los últimos sembrados y escombreras de Madrid, descampados donde los críos jugábamos y fuimos adolescentes mientras nuestros padres y nuestros abuelos intentaban hacernos olvidar esa oprobiosa historia que tampoco existió. Nada existe, bien mirado, salvo en el mapa de los recuerdos.  

Busco en los nombres olvidados y en todo lo que nos dieron en herencia sus biografías para que nosotros construyéramos nuestra más intima existencia. Y entonces, ese país que no existe y esa historia que tampoco fue comienzan a adquirir la forma de la novela que nunca escribiré, la que pensé que nunca terminaría de escribir. Se tuercen los caminos, se interrumpe el tiempo un día en concreto, y todo se paraliza, todo pierde el interés (libros, música y objetos que pueblan nuestra casa) y la vida nos hace encontrarnos en el distante camino de las vidas de otros. Escribir una novela sobre aquel invierno en que nací, y en el que nevó durante varios días seguidos, es escribir en verdad una crónica de lo acontecido. Es el último invierno de ellos y mi primer invierno.

Dónde están los límites entre lo que imaginé yo mismo y otros imaginaron para mí. Dónde está la ciudad que ya tampoco existe, o al menos no existe como antes. Dónde estarán los que muchas noches me visitan mientras escribo para contarme el relato de sus vidas. La literatura permite inventarnos a través de los personajes que inventamos. Eso nos distancia de nosotros mismos para contar, con la ficción, la verdad de lo que somos. Exactamente igual que lleva ocurriendo en esta autobiografía por escribir desde hace una década. 

En esa crónica están mis padres, los padres de mis padres, sus viejos conocidos de los que me hablaron alguna vez, los compañeros del primer colegio, los del instituto, las embarradas calles de mi barrio en los años setenta, el destartalado autobús que nos llevaba a Madrid, con esa semántica de la lejanía periférica, del extrarradio que no pertenece a ningún lugar y existe solo en la memoria de quienes lo vivimos o me lo contaron. En aquel montón de recuerdos, también se ubica el pueblo que no tuve, la universidad en que estudié y los bares que cerrábamos en aquellos años en que la vida importaba solo en sus instantes. Esa crónica pronto va a tener forma de libro, de historia inventada, de informe periodístico y objetivo, de mentirosa novela negra. Era la narración que  nunca creí que terminaría, que empecé hace casi tres años y que comencé tantas veces y terminé solo una, ante la sorpresa de mis personajes, que se creyeron durante meses en el limbo de las historias inacabadas. 

Con ellos he querido hablar de la Transición y de mi propia transición y de los que han quedado cautivos en aquel largo proceso inventado, reconvertido, manoseado e idealizado. Había que desmontar el relato diseñado con la astucia con que la vieja policía política se infiltra en la vida de los hombres, para que el país que no existe comenzara a existir en su definitiva versión incuestionable, es decir, en su versión novelada y ficticia, en su versión vivida y experimentada.

Esta novela que lleva naciendo durante mucho tiempo y que verá la luz en otoño, o quizás el próximo invierno, es una crónica sobre los que nunca tendrán sus nombres escritos en la historia oficial. Sobre los que nunca despertaron el interés y que fueron desapareciendo por completo como aquellos lugares de los que la ciudad se fue apropiando. El despiadado urbanismo fue la forma en que la política una vez más nos recordó cuáles eran las regiones del mundo en que nos correspondía vivir. Y ellos, todos los que ocuparon su extrarradio en la historia, me fueron dictando una por una sus palabras, para que contara la novela de sus vidas, que era la novela de mi propia vida y de mis personajes. No podía escribir una novela para que la ficción no emborronara sus verdades, pero era imprescindible recorrer ese territorio de la literatura que se confunde con la realidad, mezclar mentiras y certezas, jugar con el tiempo, mezclar los mundos de los vivos y los muertos, para redactar, en definitiva, la alternativa historia de los nuestros.   


miércoles, 27 de junio de 2018

AUTOBIOGRAFÍA - "El último invierno"



Ese es el título que he elegido para la que espero sea mi próxima novela. En busca de erratas y en busca de quien decida publicar este libro, pienso en el último invierno. Algo de autobiografía, del barrio en el que me crié y en el que descubrí mucho de cuanto hoy me construye como ciudadano, está en este libro. Mitad ficción, mitad naturaleza muerta, como un retrato estático, que recorre mi biografía con las historias encadenadas en las narraciones escuchadas desde siempre. Así, casi podría decir que El último invierno me escribe a mí en la misma proporción en que yo a él.  

Desde la ficción y desde la verdad, amarradas como en un sueño, la crónica de un tiempo que explica nuestro presente, la ficción del novelista y las memorias, lo íntimo y más personal que arrastra cada uno de nosotros, se vuelcan en estas casi cuatrocientas páginas que me han acompañado en los últimos tres años de mi vida. Abandonado todo durante algún tiempo, vuelvo al teclado del ordenador para contar mi historia y la historia de todos aquellos que estuvieron antes que yo, para relatar cómo igual que crecen las ciudades hacia el este, hacia sus suburbios, se diseñan metódicas y bien estudiadas las democracias con los apellidos de viejos dictadores. Dos puntos: nací en enero de 1977, cuando un comando ultra accede al despacho laboralista de Atocha. Y en aquel invierno se encuentran estos personajes, tan reales como yo mismo, tan ficticios como la historia que alguien se empeñó en escribir para ellos. 

Aquí está, como el resultado del que siempre dudo después de escribir "fin" en la última de sus páginas. El ritual de cerrar una puerta o correr las cortinas antes de salir hacia un largo viaje. Tropecé entre los baches del camino. Medité mientras me recuperaba de las viejas heridas del pasado y del presente. Volví a la vida cotidiana y a las noches en vela. A transgredir el ritmo del trabajo y del sueño para terminar de cerrar este círculo de palabras que me llevan desde el ayer hasta el ayer mismo. Sus errores son los míos. Sus viejas cicatrices son las del último invierno. Parece que fue hace solo días, me dicen, pero ya hace más de cuarenta años que esta novela se piensa a sí misma, y viene desde un sitio muy lejano. 

Si no hay amor, no hay literatura. Es la novela que nunca escribiré, pensaba. Para que nada de lo que cuente quede emborronado por la ficción. Es novela porque así lo quise, pero es auténtica porque también las novelas pueden escribirse desde la propia realidad, desde lo amado, lo vivido o falsamente recordado por nuestros abuelos. Cada uno de vosotros, los que de vez en cuando leéis esta bitácora estáis en este libro: las calles, las gentes, las historias con las que me crucé y las últimas canciones de los bares que he ido cerrando sin quererlo. Releyéndola empieza otra vez su escritura. Y ese camino estoy, buscando el error que cometí al pensar que mi historia, simplemente, se podía escribir, y la nuestra y la historia de los que nunca llegamos a conocer, y si acaso sospechamos que algún día existieron. Busco una dedicatoria, y no la encuentro, salvo un parco "a vosotros" o un "a los míos", que dejaré hasta el final de este largo viaje que emprendí mucho más allá del último invierno. 

lunes, 25 de diciembre de 2017

AUTOBIOGRAFÍA - Puestos a escribir de algo...


(Fotografía: Á. Salces)

Como casi ya es una costumbre, el aburrimiento del espumillón hace que las biografías crezcan. El aburrimiento, igual que lo cursi cuando Ramón Gómez de la Serna lo defendió, es hermoso. Esta pereza por lo que no se va a hacer, esta delicada sensación de nostalgia por lo que nunca será, este amor por lo inconcluso y que trasciende, o sea, la más sublime de las formas del tedio, es este año mi reivindicación biográfica. No querer hacer, no celebrar, practicar el sano ostracismo de la apatía se reduce a un paseo frío por el Jardín Botánico. La lentitud de las plantas, su crecimiento ínfimo, la modorra existencial de la clorofila es la mejor excusa para sobrevivir en estas fechas de hartazgo y monsergas reales. 

Que otros canten, que otros engullan todo lo engullable, que otros se disfracen de hinchazón y vino barato, de arcada bulímica, de tropezón bajo los efectos del champán para olvidar no está mal, si es para no ver más allá de esta demoledora maquinaria, si es para reivindicar la niebla que haga invisibles las verdades. Pero que no sea para el engorde fingido de lo que llaman por ahí felicidad. La felicidad es lenta, silenciosa, casi microscópica. Lo elefántico es solo volumen, pero no lo fundamental. La felicidad es también aburrirse deliciosamente sin pasar hoy por la dictadura del despertador o de la etiqueta, de la puntualidad o del engaño malicioso del trabajo por el que recibimos apenas un puñado de euros. 

Quiero pensar que la felicidad fermenta en el gran barril de la indiferencia y más en este mes tortuoso. De existir Dios no hubiera decidido nacer en este mes barroco y colorido, iluminado y terco. De haber nacido, puestos a escribir de algo, lo hubiera hecho en primavera, quizás en abril, o al calor de las tardes y noches del verano, por lo general más fecundas. Hubiera escrito su primer mandamiento: "Te aburrirás sobre de todas las cosas", y después hubiera sentido una apatía inmensa para seguir redactando los nueve principios rectores que siguen a ese. 

No quiero hacer nada salvo esperar a que esto pase, que vuelva enero, que los días vuelvan a ser largos, que esta feliz desidia concluya en su minoritario silencio de diciembre que, bien mirado, ya ha caído en el olvido otra vez de los diciembres.  

domingo, 8 de enero de 2017

AUTOBIOGRAFÍA: Sobre la escritura




Todavía recuerdo el tableteo de las máquinas de escribir. La olivetti en la que aprendí a escribir era gris, como aquellos tiempos en que la escritura no era un acto silencioso; al contrario, desprendía la energía de un ruido metálico que hoy con los ordenadores ha desaparecido, convirtiéndose en un silbido con el que los dedos sobre el teclado dejan su impronta al deslizarse. Pero el acto es el mismo: porque solo con la literatura uno consigue prevenirse de las tragedias cotidianas, concienciarse de los terrores posibles y ahuyentar los fantasmas. La literatura es una forma de conciencia y de vago conocimiento, y siempre una forma de rebeldía. Si el escritor no se rebela, se automatiza.  Solo con la escritura se convierte la memoria en algo más que una niebla de recuerdos. Se ordenan los sucesos que conforman la autobiografía, y solo a partir de ella, el escritor vuelca sobre los teclados o las páginas en blanco esa parte inalcanzable de la vida de uno que de no escribirse nadie jamás descubriría. 

La escritura no es silencio, pero también lo es: calladamente el escritor imprime las palabras de un mapa inmenso de realidades que circulan en su memoria o sus sueños. La vida, en definitiva, cuando se escribe se ordena como se ordenan las novelas. El miedo y el amor dan forma a la historia en que el escritor se desdobla; su propia memoria alcanza el objetivo de convertirse en realidad verosímil y el deseo forma la atmósfera del libro. 

Hay escritores que no escriben, sin embargo. Hay escritores que dejan de escribir porque el acto de la escritura es también doloroso, incierto y cruel. Cuando el escritor escribe se mira en el espejo de la palabra, de lo que es y nunca fue, de lo que no será y de lo que fueron todos aquellos que le precedieron: personas y lugares se amontonan en el desorden de las vidas que todos vivimos. Y la verdad difícilmente se oculta porque en la literatura, la más mentirosa de todas las artes, no cabe la mentira. 

Sigo escribiendo la novela que tal vez nunca termine. Camina entre el recuerdo y la ficción, mentiras ambas cosas, por paradójico que sea, que dicen todo sobre lo que soy sin decir ni una sola palabra de mí. El escritor está agazapado, detrás de cada historia que cuenta. Solo por el muro agrietado de la ficción puede escaparse la realidad. Y ambas, realidad y ficción, forman el débil muro con fisuras de la literatura, que traza la frontera en que termina un libro. Esa es la verdad, siempre con sus dosis de mentira: el territorio cercado en que los sueños se convierten en el sonido de una vieja máquina de escribir.  Y así hasta las pesadillas tienen la posibilidad de convertirse en solo eso, pesadillas. 


miércoles, 12 de octubre de 2016

AUTOBIOGRAFÍA - Pero no mía. 



(fotografía: Á. S.) 

Sin exaltación de ningún tipo, hoy, 12 de octubre, vivo la tranquilidad de un día sin escuela, sin recreos ruidosos ni precipitados desayunos. Para colmo llueve, y la lluvia sí que es patria del otoño y de los cielos plomizos. Da gusto ver las aceras limpias y mojadas. El barrio tiene un silencio de siesta y solo algún coche que pasa, cuyo ruido se escucha lejano, interrumpe la paz de un miércoles anómalo. Anoto en mi biografía el día de hoy y otras anomalías históricas. Pienso en las patrias de los patriotas y busco mi pasaporte apresuradamente; me tranquiliza saber que lo tengo en un cajón, con la vigencia oportuna. Respiro hondo.

Cada cual tiene una patria en la que verse reflejado: mi patria son los médicos, un buen hospital, profesores, escuelas, funcionarios eficaces, políticos honestos. Mi patria no excluye ni defrauda impuestos, ni se lleva lo trincado a Suiza (benditos patriotas), sino salarios dignos, buena educación.  Mi patria es justicia, sin solemnidades ni paradas militares, si acaso algún himno sin demasiado estruendo; patria en forma de libros, amigos, palabras prestadas; mi patria es Machado, Cernuda, Hernández; no olvido a Cervantes, ni a Espronceda. Mi patria, digo, y digo bien, es levantar cada mañana una esperanza adormilada, el territorio de lo que nos queda por saber y compartir. Mi patria no tiene verjas, ni devoluciones en caliente, y sus fronteras tienden al infinito, como el resultado de algunos problemas matemáticos. Quiero que esta patria sea conciencia, emoción, superación y vocación.

Vuelvo a mirar mi pasaporte, y dudo. "España", puede leerse en su cubierta. Y lamento el rosario de sinónimos, que podrían haberse impreso en ese documento: picaresca, corrupción, robo, hurto, holgazanería, vocerío futbolístico, ignorancia, violencia, homofobia, catolicismo, telebasura, desprecio a la ciencia y el conocimiento, envidia, cainismo, machismo, Semana Santa, vino barato, chapuza, incivismo, vulgaridad, pobreza, incultura.

Habrá quien tenga demasiadas cosas que celebrar un día como hoy, y más bien nada al día siguiente. Porque si como dicen los calendarios oficiales hoy es día de la hispanidad, no sabemos muy bien qué será de nosotros mañana: "el vano ayer engendrará un mañana vacío", dijo el poeta. Y acertó, porque ese lugar vacío no deja de ser hoy, con sus festejos, himnos y banderas. Y todavía veremos a los exaltados de lo hueco celebrar inmisericordes la estafa de su patria inferior y acomplejada con la pomposidad cómica de las caricaturas. Cada cual tiene una patria en la que verse reflejado, y hay patrias de barro y patrias tan aceitosas como un churro, o sea, como la que dicen que es nuestra, pero no mía.  

domingo, 3 de julio de 2016

AUTOBIOGRAFÍA - Una calle cualquiera



(foto: Á. Salces)


Siento que el verano es una perspectiva, algo más que una estación del año o algunos días agrupados en los calendarios. Algo más que un calor sofocante que se pega en las aceras: una perspectiva y un puñado de recuerdos. Siempre el verano es una proyección de lo que vendrá, de lo que queda por hacer en un tiempo escaso, fugaz e irrecuperable de la vida. Un atardecer en una calle cualquiera de mi barrio, por ejemplo.

Mucho más allá de los inviernos, cada vez más cálidos, insospechadamente, el verano parece el brocal de un pozo al que te asomas sin ver el fondo, aunque sabes que su profundidad es limitada. Y entonces comienzan los proyectos: las lecturas pendientes, la novela que nunca terminas de escribir, el viaje que pasa como un sueño, las noches en las que los balcones de tu casa se abren al silencio de las calles adoquinadas mientras suena algo de música de fondo. Se devoran los días caniculares con la indiferencia con que los calendarios te devuelven las cifras que van desapareciendo sin decir adiós, es una despedida a la francesa; lo llamamos así nosotros, que representamos el arte de la buena educación. 

Recuerdas los veranos de tu infancia, en sus lejanísimas y lentas siestas que hacían eterno julio. La edad modifica la percepción del tiempo; ahora tengo la urgencia de vivirlo, de no dejar que se escape entre las obligaciones cotidianas, entre las imposiciones de un cansancio ahorrado como un puñado de monedas mientras se trabaja desde septiembre, que amenaza como una enfermedad duradera e irreversible. 

Es un territorio también: en el que memoria y futuro se me confunden inevitables, un territorio en que se van construyendo los grandes edificios de lo que somos, de lo que nos dejan ser y también de lo que seremos algún día. Más allá de los mapas, el verano es un brote reverdecido que viene del lejano barbecho de los inviernos. Por eso, el verano es más que un tiempo insinuado en los relojes; sin ellos las biografías quedan incompletas; sin ellos, perderían sentido las demás estaciones y, en definitiva, lo que somos, si nos negamos el derecho universal a la pereza, a la nostalgia o a no querer mirarse en el espejo de las mañanas en que se acude al trabajo, cuando el verano amenaza con su calor invivible pero breve como la belleza de un fruto maduro. 


lunes, 8 de febrero de 2016

AUTOBIOGRAFÍA - Burda manipulación. 






El miedo forma parte de las vidas y no es un sentimiento vergonzoso; tener miedo es vivir también, aunque sea buscando una salida por la que huir. Y en eso consiste el ejercicio del poder, en instalar el miedo que nos provoque el silencio, que nos haga dar marcha atrás o borrar alguna línea en nuestra pantalla del ordenador. El miedo político es el comienzo del fascismo, el final de la democracia, el útero del cual no vamos a querer salir por temor a la vida. Y la vida no puede darnos miedo, aunque este forme parte de ella. 

Pienso en Lorca, tirado en una cuneta, en el Miguel Hernández agónico en su última cárcel, en Bertol Brech contemplando en los periódicos las piras que han hecho con sus libros; pienso en Machado camino de su exilio, en Cernuda, en Buero Vallejo, retratando al poeta, en los dispares destierros de Unamuno y Alberti. En todos ellos se pone en marcha el mecanismo que une la política y la utilización torticera de la justicia. Propaganda que no es nada más que una burda manipulación al servicio del descrédito y lanzada a las bocas de los feroces descerebrados que repetirán lo que los periodistas al servicio de sus propias causas defenderán en los medios. Si nos prohíben la sátira lo que harán es poner a la libertad de expresión en el pelotón de fusilamiento. 

La sátira duele, porque siempre tiene visos de realidad, venga de donde venga. Que la sátira sea dolorosa, pues, es lo mismo que decir que las verdades duelen. Y prueba de ello es el alka-eta, que ha puesto en prisión a dos titiriteros, porque una justicia títere del poder político así lo ha decidido. Ley mordaza, apaleamiento de homosexuales en Madrid, libertades garantizadas para corruptos millonarios, juicios justos para infantas que nunca saben nada y filomachistas blogueros manifestándose sin que el poder actúe contra ellos como se debe, no es nada más que una inmerecida patada más a nuestra desnutrida democracia, que pretende amedrentar a todo el que intente cuestionar el poder o ridiculizarlo. Hay que ser muy imbécil o creer que la ciudadanía lo es para abofetear al contrincante político aireando una sátira. Será un imbécil quien se lo crea. Y será imbécil quien siga sintiendo como propia una justicia que aún no ha tomado medidas contra la familia Pujol y sí contra dos titiriteros en la disidencia de lo políticamente correcto un día de carnaval. Supongo que medio Cádiz andará ahora haciendo cola ante las puertas de nuestros presidios por injurias con peluca y brillantina. 

Este asunto es una burda manipulación, un ejercicio demagógico y pintoresco más de la España que ya no podrá ser nunca más de charanga (lo prohibirá la ley) ni de pandereta (prohibido molestar a los vecinos), sino la España sombría de los viejos autoritarismos que temen perder el poder que los ciudadanos ya han dejado de confiarles.