(fotografía: archivo personal)
Hay lugares por donde uno siente que no han transcurrido los años. Lugares por donde se transita sin saber muy bien hasta cuándo estarán allí, sumergidos y perennes, en el bullicio de las mañanas de domingo. Entonces me llevaba mi padre, agarrándome de la mano para que no me perdiese entre la gente; después me llevaría, algo más mayor, mi hermano, buscador infatigable de gangas en el Rastro: ese mercadillo que inunda la ciudad por completo, bajo el sol que siempre hace, y llena multicolor las calles entresacadas de su enredo de siglos.
No hay nada más popular, ni nada más auténtico en esta urbe inmensa de prisa: puestos con cachivaches, merodeadores y artistas del hurto, gangueros y regateadores, filibusteros de las compras y pícaros de toda índole se dan cita en este zoco extemporáneo y ruidoso donde uno puede comprar de todo si sabe cómo hacerlo. Y así, buscando entre cajas, con la paciencia de un recolector, apareció esta fotografía aristocrática que subo a este rincón. Lo alto y lo bajo, lo limpio y lo sucio, y lo bello y lo rancio se superponen en este lugar de gentes resguardadas en las sombras de los toldillos de sus tenderetes. Y así ocurre con este rostro isabelino, que apareció mezclado en el cajón de un trapero con otros chismes viejos y lo rescataron para mí, porque sabían que también querría hablar de él, no por ser mi familia, sino por ser de ese otro lado del mundo al que pertenecieron quienes, probablemente, nunca trabajaron. Solo en el Rastro se da ese fenómeno de mezcla irreverente entre lo sacro y lo vulgar. Y esta foto lo demuestra, tirada por ahí, perteneciente a una herencia subastada, rozando el suelo inapropiado que casi nunca los nobles pisan.
Esta mujer anónima posa sabiendo que posa: apoya su brazo sobre un alto macetero modernista, elegante en su vestir como en su saber estar. Viviría, quizás, en una casa de siete balcones, una Jacinta tal vez desafortunada y adinerada que ahora arrastra su abolengo entre los papeles viejos que se lleva el aire. Solo ocurre en Cascorro, en Mira el Río Baja, y Alta, en la calle del Carnero, donde lo divino se deja olvidado cuando se retira el mercado y las calles, sucias y revueltas de papeles, solo se quedan para que Galdós vuelva a pisarlas, pero sin ser él quien las juzgue.
(A Pilar, la rambleña, porque sé que le gusta que hable de Madrid)