domingo, 29 de junio de 2008




AUTOBIOGRAFÍA (LVII) - Los jueces


(fotografía: archivo familiar)


No es un retrato sino un objeto: también tienen la cualidad de llevarnos hasta los tiempos en que fueron útiles y nosotros, los que estamos aquí, en este otro lado, no vivimos o lo hicimos hace mucho, sin apenas recordarlos. Es un año entero: el de 1953, un viejo calendario malvendido al precio de dos cafés. Nadie repara en que guarda un año más, y que en aquel año también acabó este curso un treinta de junio, todavía venidero. Y que aquel cumpleaños en que yo aún no había nacido cayó en jueves, que febrero tuvo solo veintiocho días (tímidos son los febreros) y que la navidad de las paveras que paseaban sus animales por Madrid fue un frío viernes. Y entonces uno siente que, efectivamente, ha pasado un año más, sobre todo para quienes contamos los años como cursos escolares.

Por el otro lado, este cartoncito arrugado tiene la publicidad de un termómetro marca Fleming, de cristal y mercurio, el que por su alta calidad ni el tiempo ni el clima alteran su exacto funcionamiento. Dicho de otro modo: el que mi madre agitaba para bajar su temperatura y después colocármelo en la axila. Ronda ese objeto aún por mi casa, con su funda de color beige. Parece presente, pero también existía en los meses pobres de aquel año de 1953.

Y así son un poco también los amigos, algunos compañeros de trabajo, cuyas existencias resultan ser como las de estos objetos antiguos, mal traídos hasta el hoy de los tiempos confusos: seguirán existiendo este verano, seguirán trabajando otros febreros tímidos en otros lugares o en los mismos. Habrá quien disfrute en los países más remotos del turismo con paga extra, y después, cuando hayamos salido del último bar ya amaneciéndose lentamente calle arriba, tendré la certeza de que no hay quien comprenda por qué los rituales de las despedidas o las puestas a prueba de las sinceridades, siempre son más sencillas que lo que parece que en verdad son cualquier otro día del año, de este año, o de aquel de 1953 en el que el primero de mayo no aparece pintado de rojo, como festivo, sino de azul, como un día más en la historia monótona del hombre y su fatal destino de cruzarse para no regresar nunca más. Quién sabe: será cierto que serán estos calendarios los que nos juzguen, o sea, el tiempo que impondrá sus sentencias sobre nuestros actos como rigurosos jueces. Regresaremos, pero algún día también estaremos dispuestos a marcharnos.

jueves, 5 de junio de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LVI) - La caza


(fotografía: archivo familiar Valle Bascón)


Ignoro quiénes son estos protagonistas: quizás familiares heredados desde los años cincuenta, que llegan hasta aquí, hasta el ahora, con ese rictus que le deja a uno en su cara mirar estos retratos viejos, cuyos actores, sean quienes sean, nos invitan a observar de nuevo lo que somos. No hay literatura en esta imagen, aunque en ella nos visite algún eco lejano de Los santos inocentes, o de los tiempos en que se escribiese La familia de Pascual Duarte: rudeza que esculpió el tiempo en los años aquellos de la necesidad y las hambrunas.

Es una fotografía sin remilgos. De esas que, cuando uno la contempla sin regocijo, siente gratitud por no haber estado allí. También las autobiografías se nutren de los lugares en los que uno jamás ha vivido y de los tiempos, sobre todo de los tiempos, de los que no se ha sido testigo. Y digo que es una fotografía sin remilgos porque la caza, la desaprensiva caza de perdices y conejos (allá de donde procede este retrato viejo no hay caza mayor), nos vuelve a llevar hasta los tiempos en que el alimento no siempre se encontraba, a los años en que aún no existían los supermercados y los pocos mercados que había, los urbanos, se regodeaban en su olor de desperdicio y de pescado, pero en el centro de Madrid. Pocos perduran de estos últimos, porque los vecinos y las autoridades municipales piensan que no es muy saludable recordarnos cuáles son los aromas naturales de las lonjas, de los puertos y de los corrales antiguos y desheredados donde la muerte perdía en tragedia lo que hacía ganar en pesetas (ya hablé en su momento de las matanzas).

Resulta lejana y tosca. Lo es incluso la mirada del perro que posa con la misma autoridad y semejante pose que sus amos. La pongo aquí porque me trae una vieja escenografía que desconozco, pero que reconozco, sin embargo, cercana y desoladora. Sobre todo hoy, porque siento que quien piensa tenerlo y saberlo todo no deja de ser el Azarías contemporáneo que concibiese tiempo atrás Miguel Delibes. Algún día de estos algunos se tendrán que orinar sobre sus manos para calentárselas, y entonces vendrán tiempos mejores, porque ya habrá quien les haya robado todo eso que dicen poseer y que no es más que, paradojas del consumo, simple y humilde meado.