
(Fotografía: archivo familiar)
Difícil es juzgar esta década todavía a blanco y negro, en la que las hijas de albañiles como ésta, nieta también de la abuela Luisa (quien repartía una naranja entre siete en las nochebuenas antiguas), sirven de reflejo del agotador tiempo en que aún se rezaba el rosario y el ángelus sonaba por los viejos transistores.
Traigo a Tere aquí, la niña del retrato, vestida con su pomposo vestido de gasa, porque ella y su familia también forman parte de mi propia autobiografía: después sería mi madrina, quien me sostendría cabezón y sin pelos ante la pila bautismal tal y como una fotografía rescata aquella escena del olvido. Y parece en el fondo que el tiempo no ha sido tan duro con ella, porque sigue conservando su carácter jovial y aún se le puede reconocer si bien se mira a esta niña, que tiene como yo el rubito exactamente igual que el de muchos otros quiñones.
Perdió a una hermana: sin los avisos previos de las últimas dedicatorias. Pero parece ser que la vida le ha convocado para ser también feliz, que seguro que lo es viendo a sus hijos, conservando un matrimonio y contemplando colear, entre los achaques que también nos dignifican, a su madre, Petrilla, como la llama aún mi padre con su sonrisa de pícaro.
Caigo en la cuenta de que hace muchos meses que no la veo, ni a ella, ni a su marido ni a su madre. Tropiezo después con la vorágine de los días que corren sin cesar y que nos hacen transformarnos sin quererlo. Y no sé por qué, pero sigo mirando este retrato y sigo reconociéndola, cada vez más parecida: con su tiara majestuosa de diminuta princesita de Asturias, y después, estampando su firma sobre mi fe de bautismo, que en bendita hora, por cierto, me hicieron pasar por aquel trance.