miércoles, 22 de agosto de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXXIII) - La fe de bautismo

(Fotografía: archivo familiar)


“Juzga y te juzgarán”, reza un versículo del librito que sostiene esta niñita entre sus manos, el día de su primera comunión. Y aunque sorprenda, sigue teniendo la misma carita, aunque eso sí, con cuarenta años más que en esta preciosa foto, en la que su protagonista, prima hermana mía, posa con flequillo aristocrático y un cierto aire entre cursilón años 60 y sisí emperatriz, pero del barrio de las Ventas, de donde es su padre, Folichi y el mío, Jesulín (ambos hermanos), y mi querida tía Petra (viuda de mi tío), que rozando la tercera edad no ha faltado ni un solo año a la cita telefónica de mi cumpleaños, y van treinta.

Difícil es juzgar esta década todavía a blanco y negro, en la que las hijas de albañiles como ésta, nieta también de la abuela Luisa (quien repartía una naranja entre siete en las nochebuenas antiguas), sirven de reflejo del agotador tiempo en que aún se rezaba el rosario y el ángelus sonaba por los viejos transistores.

Traigo a Tere aquí, la niña del retrato, vestida con su pomposo vestido de gasa, porque ella y su familia también forman parte de mi propia autobiografía: después sería mi madrina, quien me sostendría cabezón y sin pelos ante la pila bautismal tal y como una fotografía rescata aquella escena del olvido. Y parece en el fondo que el tiempo no ha sido tan duro con ella, porque sigue conservando su carácter jovial y aún se le puede reconocer si bien se mira a esta niña, que tiene como yo el rubito exactamente igual que el de muchos otros quiñones.

Perdió a una hermana: sin los avisos previos de las últimas dedicatorias. Pero parece ser que la vida le ha convocado para ser también feliz, que seguro que lo es viendo a sus hijos, conservando un matrimonio y contemplando colear, entre los achaques que también nos dignifican, a su madre, Petrilla, como la llama aún mi padre con su sonrisa de pícaro.

Caigo en la cuenta de que hace muchos meses que no la veo, ni a ella, ni a su marido ni a su madre. Tropiezo después con la vorágine de los días que corren sin cesar y que nos hacen transformarnos sin quererlo. Y no sé por qué, pero sigo mirando este retrato y sigo reconociéndola, cada vez más parecida: con su tiara majestuosa de diminuta princesita de Asturias, y después, estampando su firma sobre mi fe de bautismo, que en bendita hora, por cierto, me hicieron pasar por aquel trance.

jueves, 2 de agosto de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXII) - París y las almendras.


(fotografía: archivo familiar)

Esta foto está llena de ternura. O al menos es así cómo la miro, traída desde los años sesenta, todavía en blanco y negro, y en la que mi otro hermano, Jesús, sonríe igual de expansivo que lo hace todavía. La fotografía está tomada en la casa de mis padres, aquel piso que costó algo más de cien mil pesetas en el extrarradio de Madrid. El retrato muestra una felicidad inocente y contagiosa, quizás porque Jesús ya era el mismo que ahora. Y aunque en Madrid no hay mar, lo recuerdo con este cartoncito, porque lo vi por primera vez en San Sebastián con él, después de un viaje torpe y lento en los trenes de hace casi veinte años.

Más tarde, pero no mucho, también montaría en avión en su compañía, y después tomamos cerveza en Berlín y Praga, y paseamos por Oxford Street y por el Soho. Tomamos café en el Café de Nueva York, de Budapest, y en Viena y Salzburgo escuchamos música y fotografiamos el Danubio cuando atardecía. Amán nos pareció polvorienta, y Petra una clara muestra de que se puede atravesar el tiempo sin necesidad de ejercer la memoria.

Este niño de la fotografía también anda a revueltas con su trabajo (como cualquier persona inteligente y sensible). Le cuesta la monotonía y el aburrimiento, porque prefiere Iguazú a los somníferos rumores de una oficina, o buscar en los mapas lugares adonde huir, porque las huidas siempre tienen algo de sueños por cumplirse.

A veces no es feliz, me consta. Pero quien lo es a todas horas, sabemos los dos, es un imbécil a jornada completa, porque la felicidad es el estado utópico de los ignorantes, y los “felices” son ficciones petulantes que no saben mirar con acierto muchas cosas del mundo que amargan, como algunas almendras. Tampoco se congratula con el tópico “así es la vida” y se rebela.

Por lo demás, yo le explico que París es la ciudad más hermosa del mundo, porque él aún no ha estado allí, en ese remoto lugar tan cerca de su casa. Y se lo digo porque desde el Sacré Coeur se ven las cosas de otro modo.