viernes, 11 de octubre de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: El regreso del otoño. 



A pesar de los rigores del calor, el verano no es solo un periodo vacacional en el que los que escribimos nos dedicamos a escribir sin mirar los relojes del infortunio, que nos amenazan con sus estridencias en las madrugadas inhóspitas en las que emprendemos el camino hacia trabajo. El verano que recientemente hemos enterrado, con la tristeza de un funeral al que acude poca gente, es algo más: es un periodo de recuperación. Verano no equivale, pues, a vacaciones solamente, también a recomposición, a reelaboración de lo que somos y queremos ser, a voluntad de seguir amando a los nuestros, a reencuentro con el hombre que dejamos de ser a diario poco a poco en la rutina. Nos diluimos con la lentitud con que cae la arena por el diminuto agujero de una extraña cuenta atrás en cada día que nos devora el trabajo, la ingratitud de las esperas en los semáforos en rojo y, como por ensalmo, el regreso al frío, a la manga larga y a la estufa. 

Solo el otoño se hace vivible contemplándolo de frente. Es necesario marcharse al campo, entonar una oda a la vida retirada y celebrar íntimamente las luces que declinan cuando apenas son las siete de la tarde, para comprender que las ciudades nos roban la hermosura de esta estación del año, que también podría ser la parada de un tren hacia el reencuentro. El otoño, con su carga inmisericorde de responsabilidades dobladas en los cajones de los armarios que un julio decidimos cerrar hasta nuevo aviso, resulta casi siempre tentadoramente triste: suplicio para los deprimidos, retorno a los lapiceros y a los cuadernos, a los libros y a la tiza, a la factura de la calefacción y a la cena tibia que presagia un acostarse pronto. Y, a pesar de todo eso, creo que su belleza no tiene nada con que compararse. 

Pienso en la utopía de un otoño sin prisas, sin retornos escrupulosamente calculados por los dueños de las grises oficinas, sin las chuscas paletadas de presidentas autonómicas con las pilas recargadas de estulticia, sin hispanidades que celebrar, sin vírgenes del Pilar ni devotas visitas a los cementerios en noviembre. Pienso en los otoños sin eso, y caigo en la cuenta de que la amarillenta placidez de las hojas caídas nunca tuvo la culpa de todo lo demás. Y que habrá que buscar a los responsables de tanta ignominia inmerecida y meterlos en la cárcel, para así, definitivamente, liberar al otoño de sus malos presagios y devolverle la hermosura perdida desde que los tiempos en que se inventó la escuela.  

viernes, 9 de febrero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Refugio de escritores



El oficio del escritor ahora no es otro que buscar refugio. Y ese refugio se sustancia inevitable en la belleza. Incluso en estos días en que el plomizo color del cielo inunda la ciudad desprovista de abrigo, repentino frío que proviene de lejanas latitudes y de vaivenes climáticos insospechados, existe siempre una grieta por la que se entromete una hermosura que es, a veces, repentina o inesperada. 

Cansados del griterío unánime, de la torpeza brutal de los políticos, de la zafiedad enclaustrada de los colegios en los que nos ganamos la vida como podemos, el escritor encuentra en la palabra, en la consonante y en el verbo exacto el resquicio a través del cual la poesía se asoma en su encuentro con la página en blanco. Aburre la mezquina suciedad del grito, de la burocracia deforme, del trámite vulgar en que vivir se convierte con su monótona música ruidosa en un sobrevivir diario. Mientras explico la sutilezas de un soneto, el grosero murmullo y la estúpida suficiencia embebida de la ignorancia se muestran despectivos con aquello que no se entiende. Decía Machado que el español desprecia cuanto ignora. Y Juan Ramón, más sutil: "Belleza que yo he visto / ¡no te borres ya nunca!". Cuando sabemos apreciar lo hermoso, su impronta se queda para la eternidad con nosotros, como si fuera una energía transformadora de lo que somos.

Los españoles están educándose en la rudeza, en la torpeza de la lengua a trompicones, en el consentimiento de la mala educación, en la tolerancia hacia el violento zarandeo del gañán. Hasta las consabidas doctrinas políticas han reducido su discurso al like, al emoticono y a los eslóganes burdos. Si los escritores no nos rebelamos contra esta ola de olor nauseabundo, también nos devorará a nosotros. La insensibilidad hacia lo bello no es solamente fracaso, es también connivencia con lo horrible, tolerancia hacia lo sucio, indiferencia ante el dolor de los demás e incomprensión hacia el que sufre la desdicha.   

Nunca he sido partidario de los paraísos artificiales, ni los defiendo como ejemplo de aciertos literarios. No he encontrado jamás el refugio en ellos. No sé quién, pero nos están condenando al ostracismo y, otra vez, al exilio: exilio de interioridades. Renunciar a la belleza del mundo es también renunciar a la verdad, a la justicia, al amor, a la sabiduría. Lo es desde los tiempos de Platón, pienso: y si hemos de refugiarnos ante la incomprensión generalizada, no puede ser que solamente hablemos en nuestros poemas y en nuestras novelas. Tendremos que levantar la voz para que nos escuchen, aunque no entiendan lo que digamos.   

viernes, 19 de enero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Volverás... 


No lo digo yo; lo dice un verso que escribió Miguel Hernández: "Volverás a mi huerto y a mi higuera", y aquel poema, convertido en uno de los más hermosos de nuestra literatura, lo publicó en un libro excepcional, quizás uno de los mejores poemarios de nuestro siglo XX, El rayo que no cesa. Esta es la higuera antigua a cuya sombra protectora quiso esperar el regreso de su amigo. He vuelto este año a la casa de Miguel en Orihuela (su pueblo y, por extensión, también el mío: y también el de todos). 

Leo con asombro, perplejo y aterrorizado, en la prensa, que la Alcaldía de este pueblo, ha intentado dejar sin dotación económica el premio de poesía anual que lleva el nombre de uno de los poetas más grandes que ha dado nuestra lengua. Su concejal de cultura lo ha intentado, aunque parece que el alcalde ha rectificado esta decisión, empujado por la ola de indignación que suponía borrar el nombre de Miguel de un premio destinado a conmemorar su figura, vivificar todos los años su recuerdo y promover el amor por la escritura. Ahora dicen que es un error, que nunca quisieron acabar con el premio, ni desplazar al olvido el nombre del vecino más ilustre de Orihuela. 

Sería mucho pedirle al concejal de cultura que conociera la obra de este poeta, más allá de la propaganda y los atávicos odios que motiva para algunos aún su figura. La normalización del desprecio ha convertido en natural que alguien tan inepto adquiera ya no cotas de poder, sino cargos en los que la ciudadanía pueda verse representada. Podrá representar lo que quiera, pero no representa el espíritu de una sociedad democrática y avanzada que debe preservar, por encima de todo, la cultura. Miguel Hernández es cultura y cultura viva, lo es cada vez que abrimos un libro suyo o leemos su poesía en voz alta, sí, en voz alta, para que quede claro que los poetas son viento del pueblo. 

Algo parecido e igual de sombrío protagonizó hace no mucho el alcalde de Madrid, cuyo sueldo no solo pagan sus votantes. Retiró unos versos de Miguel Hernández que estaban en un memorial del Cementerio de la Almudena conmemorando a las víctimas que fueron fusiladas en sus tapias. La poesía del poeta de Orihuela sigue siendo motivo de polémica al parecer. La verdadera Transición vendrá cuando esta gente decida leer con otros ojos la hermosura de sus versos y despojarse la mirada de prejuicios ideológicos de colegio de monjas de postguerra. 

Esta gente olvida que Miguel Hernández es un poeta luminoso, que convoca la voz del pueblo porque él mismo supo pertenecerle y cantarle. Extraordinario en el soneto y extraordinario en el verso libre: inteligente, gongorino y también nerudiano, profundo y festivo. Universal: nunca las cebollas destilaron tanta humanidad y humildad como cuando puso en ellas su voz y su talento. Miguel Hernández fue un poeta excepcional y un hombre honesto, que convirtió la tragedia de su vida y el abandono al que lo condenaron para dejarle morir, en poesía. A Miguel se le recuerda por esto; quienes intentan decididamente borrar su nombre, de aquí a unos años, no serán nada más que el pasto mediocre del olvido. El "árbol carnal, generoso y cautivo" de sus versos ha echado raíces y va a ser difícil arrancarlo.