(Fotografía: archivo familiar)
Resulta casi siempre llamativo observarse a uno mismo, impúdico, desde aquellas primeras fotografías que nos hicieron nuestros padres. Se vive, a menudo, tan aferrado al presente y, vacilantes, al futuro, que no nos percatamos de cómo hemos ido cambiando a medida que se han ido transformando todos los que están a nuestro alrededor. Ellos sí que parecen envejecer, encogerse sus cuerpos; pero no nosotros: nosotros nunca porque nos da miedo, supongo, habernos olvidado de todos los años intermedios y de sus matices, que han sido precisamente los que nos han de pasar la factura inevitable de lo que hemos sido, pero también seremos.
Apenas un año después de nacer, así era yo. Conste que éste no es un acto de exhibicionismo sino de introspección. En algún momento habría de llegar este día en el que me mostrase tal como era, tal como soy; porque es por estas fechas de hace casi treinta años en las que empecé a ser lo que actualmente sigo siendo. Dícese que éste pudo ser el comienzo de mi biografía, pero no el de mi historia, porque ésa, lejanísima, redunda en retratos aun más viejos.
¿Me reconozco? Sí, quizás conserve, aunque leve, algún vestigio de aquellas primeras facciones: la mirada, se defienden mis padres postulando que hay algo en ella que sólo a nosotros nos pertenece. Más entrado en carnes, con más pelo y miopía que aquí, puedo entreverme en este retrato, no como alguien que se extraña, sino como alguien que aún se reconoce y tiene el valor de hacerlo; pero tampoco es esto precisamente un heroísmo.
Después, sólo después se extiende la memoria: el árbol de mi calle que arrancaron, algún parque de Vallecas, instituto, Los Rodríguez, primer botellón de la historia, escuela infantil (que aún era colegio nacional), el Cambalache, un bobmarley, el Only You, Malasaña y el búho poco tiempo después, con el abono transportes todavía de color naranja; cinta de radiocasete, walkman, bicicleta heredada. Y así una enumeración ininterrumpida de objetos y lugares que tienden a ser los rescoldos leves de lo que fuimos pero que nos reconstruye y a veces reconforta. Lo que habría de venir más tarde es materia para otro capítulo de esta autobiografía que avanza en el tiempo haciéndonos perder la juventud o reconquistándola para siempre. Conviene recordar a los incautos: el ser joven es una enfermedad que se cura pronto, o por lo menos, eso dicen los más viejos del lugar.
(al alumno anónimo de mi tutoría, fiel lector de este blog)