(Fotografía: archivo familiar)
Revoluciones aparte, a veces la sonrisa se consigue con un capirote de papel o unas barbas postizas, rescatadas también desde los viejos arcones que sobrevivieron a la guerra y a los días del hambre y la tisis. Dicen que hace muchos años, cuando las bombillas no eran más que una utopía reservada para tiempos mejores, los niños sonreían sin pan, pero sonreían posando para el artista anónimo que hizo esta fotografía, sin saber que mucho tiempo después, alguien los rescataría añadiéndolos a su propia experiencia de recuerdos antiquísimos. Eran los años en los que la tristeza no existía, porque hasta la pena escaseaba. Basta con mirarlos celebrar, con sus caritas modestas y antiguas, el último día de escuela.
Sólo faltó, este día del retrato, la muchachita a la que debo mis orígenes, porque tenía fiebre y no pudo asistir a la escuela. Están sus primos, pero no ella, que acarreaba una calentura que casi se la lleva al otro mundo, porque aquel invierno del 42 hizo tanto frío, tanto dolor, que no sólo su padre fusilado entre las penumbras de las tapias le congeló las manitas, sino también el futuro sosiego; su paz, la nuestra.
A ella se le agolpan las palabras contándome esto, incluso por teléfono, cuando hablamos. Lo narra con la ternura de su primera persona, de quien describe su propia vida como si fuese otra fotografía que se guarda muy dentro, más allá incluso de la memoria que se puede extraer de un cartoncito cuarteado por el paso de los años y el silencio. Recibía, sigue explicándose casi con nostalgia, un pequeño pez de mazapán en reyes, que su abuela colocaba con el esmero de un tesoro en sus zapatos viejos, los únicos. Y dice que se cantaban villancicos hasta que se terminaba el fuego de la estufa, y la habitación quedaba caldeada. Fuera, mientras tanto, la noche pregonaba con su viento helado un año más de derrota y oprobio, sí, se llama así, aunque ella no use estas palabras, sino otras.