martes, 5 de febrero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLVI) - La miopía y otros defectos


(fotografía: archivo familiar)


Novelas al margen, las autobiografías también se escriben no como obras literarias, sino como recuerdos que van y vienen, prestados o propios, imaginados o verdaderos. Y es así cómo, ladrillo a ladrillo, se construyen las vidas.

Tomando café en buena compañía (eso también hace más edificantes las existencias) me hicieron recordar dos buenos amigos, ya empiezan a serlo, gente auténtica al fin y al cabo, buena en el buen sentido de la palabra machadiana, algo que llevo conmigo y que, prolongación casi mía, intuyo ya como una parte de mi cuerpo: mis gafas. Y recordé con ellos algunos años de estudiante en tierra de Castilla, en este poblachón manchego que dijo el grande de Baroja, mientras el café se consumía mirando los tejados pardos de Lavapiés, una tarde de precoz primavera en enero.

Y les conté cómo descubrieron que yo, el tercero de mis hermanos, también era miope. La prueba de fuego eran las quinielas o, mejor, sus resultados expuestos en la tabla de un bar, el de los Maños. Mi madre me pidió que le dictase aquellas equis, unos y doses que se balanceaban nebulosos en mi vista, más allá de la barra del bar adonde mis ojos parecían no llegar. Y la segunda prueba: la del calendario, por la que pasaron mis hermanos y yo con el estoicismo de quien asume que la vida se ve a así y no que es de otro modo. Y con colleja y un “niño no digas tonterías, que te llevo al oculista”, entre amenazante y preocupada, mi madre asumió aquel disgusto de que el pequeño tuviese que ir también con un pedazo de pasta con cristales amarrado a sus orejas de por vida. Entonces las gafas eran una forma de castigo infantil, cuando no había mobbing (¿se escribe de este modo?), ni estrés preadolescente, ni fobia escolar; y las gafas eran la dichosa artimaña de la guasa que otros utilizaban y que años después, guiños de la vida, tuvieron que lucir ellos, motivo de mayor guasa para los que, como yo, hemos tenido alguna vez cuatro ojos.

Pero, pese a que no recuerdo traumáticos aquellos años de primeras dioptrías, de hecho casi ni recuerdo nada, otras cosas de quien no ve porque no quiere (o sea, defecto del alma y no de la vista) sí que recuerdo yo. Cuando un imbécil escribió sobre una práctica que entregué algo así como que un miope lo hubiera hecho mejor: procedía de un supuesto adulto que ejerce sobre su alumno la intimidación ofensiva de una autoridad inversamente proporcional al tamaño de su pene y directamente proporcional a su estupidez. Porque quien no quiere ver tiene el defecto de la miopía multiplicado por dos. Ve la mitad y el doble de mal.

Esta fotografía tiene algo de todo eso. Es mi madre, la que hoy pierde poco a poco la vista: ve nubes, dice. La misma que descubrió que yo no acertaba a decirle los resultados de aquella dichosa quiniela que no nos tocó. Y yo le digo que es hermoso ver nubes, que mejor ver nubes que algunas otras cosas. Todavía tiene el color en los ojos de los caramelos de menta, y quizás sea eso lo único importante.


(a mis alumnos del BC21, que soportan las miopías de otros)