(Fotografía: archivo familiar)
Sorprende la ternura de esta fotografía, especialmente hoy, cuando mi hermano mayor comienza la andadura de un nuevo año, superando esa edad que está en la frontera de la madurez, si es que esa frontera existe. El protagonista es Pablo, sonriendo con la mirada pícara de mi padre, subido a aquel viejo triciclo de metal que anduvo tanto tiempo dando vueltas por mi casa. Y éste es, como siempre, también el retrato de un tiempo; aquel en que los niños desconocían qué era un televisor o un videojuego; era el tiempo, dice mi amigo Justo, en que los yogures eran sólo de dos sabores: natural y de fresa; cuando el bífidus se desconocía y las botellas de leche eran eso, botellas, de cristal transparente que permitía gozar de la blancura incomparable de aquel alimento, hoy desprestigiado por el colacao y los kornflakes (¿se escribe así?); porque antes se consumía la leche en las esponjosas galletas maría de toda la vida.
Sorprende ver cómo ha cambiado también, cómo los años le han hecho engordar, crecer, casarse, tener una hija y así hasta un millar de cosas que han hecho de este cartoncito, conservado con el amor con que mi madre conserva ciertas cosas, un documento incierto del paso del tiempo, satisfactorio y hermoso. A veces, solemne; pero éste no es el caso.
Cuando niño, eso contaba su abuela como revelando un secreto inviolable, era el más guapo (amor de abuela, cierto), y sus ojos llamaban la atención por lo bonitos. Y debía ser verdad porque siempre lo llevaban como un pincel: con sus calcetines de cuadros, con los pantaloncitos cortos y peinado con ese flequillo que, imagino, aún tiene nada más despertarse y antes de ponerse ante el espejo. Porque hay cosas que no cambian, aunque se añadan velas a la tarta.
“Corazón de sandía”, le propuso como sobrenombre don Carlos, un imbécil gordo que se decía su profesor (así lo anido yo en mi memoria, porque también fue maestro mío), porque Pablo era tranquilo, a pesar de las chiquillerías propias de la edad, y también lo sigue siendo, atento a su afición filatélica que le hace llevar tras de sí una polvareda de sellos antiguos y valiosos, y que soportan su esposa, Henri, y la hija de ambos, Paula, con la paciencia con que él indaga, busca, compra y selecciona los dichosos timbres de hace un siglo o más.
Mira uno esta fotografia con cariño, porque todavía hubo un tiempo en que las sonrisas infantiles eran eso, sonrisas, dignas de ser perpetuadas, aunque en aquel año setenta todavía tuviésemos razones los españoles para estar tristes. Pero de eso Pablo aún no tenía ni idea, él, que por ser el primero, decidieron bautizarlo con el nombre de nuestro abuelo, del padre de mi madre, como testimonio de que aunque haya quien nos deje, arrastran consigo algo que no acierto a decir cómo se llama.
(A Pablo, por su cumpleaños)