
Mientras tanto, mientras se fermentan las comidas en exceso y se amodorran los ciudadanos en sus noches de paz, los conspiradores comen ligero, se mantienen alerta y no dejan de urdir con silenciosa inquina sus decisiones de ajuste. Estas fiestas paletas no ponen freno a los habitantes de los despachos que tejen y destejen las medidas del recorte: encienden luces y apagan derechos, mientras la Iglesia celebra la llegada de un mesías (presunto, como se dice en el político lenguaje de los telediarios) que vaya usted a saber qué opinaría del precio del metro cuadrado de pesebre.
Y era por ese mismo silencio por lo que daba gusto pasear a pesar del frío, muy a pesar de los grados bajo cero y de los resbaladizos adoquines brillantes empapados de escarcha. Había algo tierno e inexplicable en la pobreza de esa calle, en el tintineo de los cubiertos y en las sombras de la escasa luz. La taberna de los Conspiradores era el único lugar abierto, y me dejé llevar por el café caliente y su pegajoso olor de frituras que se queda en la ropa. Todo ofrecía un aspecto diferente al que uno parece imaginar cuando se habla de una ciudad de cuatro millones. Era como si la estupidez del mundo se hubiera detenido momentánea, al margen de los mercados financieros. Y entonces era una noche de paz, sin que el gordo de la chistera y el chaqué que impone sus estrategias bursátiles pareciera existir. Madrid estaba sumido en una dulce tristeza lenta y era hermoso observar cómo no es necesario visitar los grandes almacenes para comprender que se puede ser feliz, incluso cuando los cerdos no crepitan en el fuego lento de los hornos, sino en la condensada humareda de las decisiones políticas.