viernes, 13 de febrero de 2009


AUTOBIOGRAFÍA (XLVII) - El rastro
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(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Siempre, tarde o temprano, se regresa a la literatura, a las palabras que van construyendo los pensamientos y las biografías. Y como siempre, es bueno hablar de los demás, en ese intento de hablar de uno mismo, aprovechando la anécdota o el viejo retrato, que como este está lleno de ternura. Es fácil saber quién es esta niña que medio saca la lengua y aprieta su primer peluche, un conejo marroncito con lazo rojo. Y no es difícil tampoco saber que entonces nadie nos prevenía de lo que tendríamos que soportar después, buscando el eufemismo de la caca en beneficio de la mierda, por ejemplo.

Es posible que nos engañasen, porque la inocencia era imprescindible en la educación añeja que recibimos cuando éramos pequeños. Y de eso mismo, de inocencia, está llena esta antigua fotografía que me hace pensar también en lo que vendrá, y en lo que nos está lloviendo encima. Nadie nos dijo, sin ir más lejos, que una santísima trinidad de hijos de puta nos haría la vida tan imposible como nos la está haciendo. Padre, madre e hija de una familia de sinvergüenzas. Ellos y un abogado miserable y vendido, que se pavonea de lo ampuloso de su apellido ridículo, tan ridículo como sus corbatas mal anudadas: un triste lameculos del tres al cuarto que hace la callada por respuesta. Gente en definitiva sin dignidad suficiente como para mirar a la cara.

Cuando éramos pequeños nadie nos previno de esta gentuza que merodea entre la basura, olisquea el dinero y se esconde como las ratas hambrientas de un sistema que parece defender siempre a los mismos. Se salvan lentamente porque se les pierde la pista en el laberinto de la burocracia y los juzgados.

Uno siente de vez en cuando un ahogo, un mortal ahogo de necesidad y de impotencia. Y no sólo nos sentimos engañados; nos sabemos un poco más vivos, porque el desprecio y el odio nos hace algo más clarividentes también. Madre, hija y padre: a cada cerdo le llega su sanmartín, y esta piara está chillando ya, como si estos animales de pezuña partida percibieran en sus hocicos el miedo a la miseria, al derrumbe, a los impagos, a las deudas que acumulan como se acumula la grasa tocinera de los puercos en sus perniles.

Nadie nos previno, pienso; nadie nos habló con la suficiente claridad. Solo deseo que esta empresaria zafia y llena de la ponzoña de la mentira se gane junto con su madre un día el pan dignamente en la Casa de Campo. Y que él, el padre arruinado por fin, despreciado por todos, como ahora, tenga la suficiente lucidez como para darse cuenta del daño que hace con su sola existencia.

Un día diré los nombres y los apellidos de estos torturadores: cuando haya sentencia en firme, para prevenir a la sociedad, para salvar de la inocencia, para desentrañar un poco otro atisbo de por dónde discurre el mundo de veras, ese que, mientras éramos pequeños, nos malinterpretaron sin querer pensando nuestros queridos padres que la inocencia nos protegía de la sombra desnuda de la injusticia. Vale.

(A Chiquitere, por su cumpleaños, porque sabe todo esto, y porque a ella también la educaron así)