miércoles, 12 de junio de 2013

AUTOBIOGRAFÍA - Madrid, a lo lejos




Madrid, desde lo alto, parece otra ciudad: tiene una vaga reminiscencia parisina, de grandes avenidas que se entrecruzan formando una cuadrícula inmensa. Son las ciudades a lo lejos, que como algunas personas, parecen otras; se abren precipitadamente como un horizonte de hormigón, huyendo del atasco, del ruido de los autobuses y las motocicletas, y parecen vivir un sueño de postal sin nostalgia.

Desde arriba nadie ve las otras caras de las ciudades, ni de la de sus pobladores;  hay que vivirlas de cerca las urbes y comprobar cómo cambian en la mirada minúscula de sus paradas de autobús, de su suburbano, en cómo visten los que cruzan los pasos de peatones con su precipitación de urgencias laborales o consumistas.

Hay que reparar en los rostros de quienes viven de cerca la opulencia o la miseria; hay que observar también la soledad con que caminan algunos, su no pasado, su rancia pose, su moderna elegancia. Desde arriba nadie ve las otras cosas que sí se ven viviendo las ciudades en la proximidad. Lo mismo ocurre con quien amas o trabajas. Los que no son amigos pasan las horas en sus silencios de malas personas muy cerca de tu despacho, de tu oficina, del piso en el que vives. Los hay llenos de nobleza también, los que no hablan sino que elaboran con sus palabras discursos que abrazan o te besan con sus ideas.

Por eso los turistas siempre buscan (buscamos) lugares altos desde los que contemplar las ciudades: torres de marfil que a veces las antiguas metrópolis se construyen en sus corazones grises, para que nadie las pueda mirar desde el centro del alma, sino desde el espejismo remoto de sus azoteas. 

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