(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)
Es una hermosa fotografía, sin riesgo de extinciones ni de cambios climáticos. Es menester regresar a los patios empedrados y a nuestras viejas casas de grandes y frescos muros para acordarnos, una vez más, de lo que fuimos. Y viene del sur, hasta esta ciudad que parece contemplarlo como buscando la utopía infinita de la felicidad que no se puede comprar en los grandes almacenes. Mientras, las crisis asustan a extraños y propios con sus turbulentos tecnicismos bursátiles. Entonces, solo importaba la bolsa del pan: que estuviese llena para continuar con el trabajo.
Él es Miguel, el hermano de esa otra niña, Francisca, que agarraba con furioso amor a su muñeca, mientras ella calzaba unos zapatos roídos sin herencia, ni otras dotes que las de saberse ella misma su poseedora única. Tal vez como le ocurre a este chaval, que muestra con orgullo rural y honda honestidad su bien, su único bien tangible, es decir, su pollino blanco, sin hipotecas, ni letras ni demás zarandajas mediáticas. Un simple y llano burro, famélico y canijo, como eran entonces los burros del pueblo, porque incluso entre los asnos hay clases: los robustos monarcas y los esmirriados animales solípedos de carga, cuya bondad y bronca testarudez han querido atribuir a algunas personas a quienes, dicho sea de paso, ni se les parecen.
Valga pues este post como homenaje a los que dieron su vida por la carga, que no solo fueron animales, sino también hombres. Ellos nos engendraron lejanamente en la historia. Nosotros, olvidándolo, utilizamos con la misma ligereza la visa estos días, que con sumisión pollina acatamos lo que otros nos imponen: publicidad, normas, impuestos municipales… alfalfa, en definitiva, que tragaremos sin rumiar y sin memoria.