lunes, 29 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XI) - El tintineo de los tranvías


(Fotografía: archivo familiar)

Era imprescindible llevar traje, porque estiliza, porque le hace a uno más alto, porque los hombres que son como deben ser lo llevan, y por otras muchas razones que, mi abuela, la madre de mi padre, era capaz de dar en una inagotable retahíla. Es posible que fuese imprescindible, efectivamente, llevar traje en las tardes del domingo en que los muchachos salen a pasear por el Retiro, a pelear a hembras. Pero mi padre, rebelde y pillo, educado en un bar donde a los niños les enseñaban las letras, y fugado después del colegio cuando fue obligado a levantar el brazo en el patio de recreo, jamás quiso ponerse corbata. Traje sí, pero corbata no, salvo en las ocasiones más excepcionales. Quizás porque la corbata tenía para aquel muchacho una connotación exclusivista (él jamás lo hubiera dicho en estos términos) que no soportaba. Incluso hoy, afirma: “albañil y con corbata, chundalata”. O sea, que nada de nada, que no hubo forma de que Jesulín se pusiese como dios manda. Ni entonces, ni ahora, que es más bien desastroso si no es por su mujer que le indica qué debe ponerse en cada caso y qué jersey está ya invadido de esas diminutas pelotitas que le salen a la lana por el uso.

En esta fotografía, tomada en plena primavera del año 1958, mi padre contaba treinta años y algún botón desabrochado de su camisa. Nada más. Recuerda a sus amigos del barrio, con esos memorables pantalones pesqueros del más espigado, paseando con él por no sabe dónde, sobre los raíles del tranvía que se aleja ruidoso tras ellos. Sería una simpleza afirmar, tras haber narrado su aversión a esa prenda inútil, que mi padre es el que camina con la camisa abierta. Tiene en ese retrato mi misma edad de hoy, pero apenas se asemejan los mundos en que vivimos compartiendo algún rato. Porque ya en Madrid no hay tranvías, y ni siquiera se pasea por la ciudad, aunque las primaveras sigan siendo igual de calurosas y casi veraniegas.

Tampoco sabe quién le hizo la fotografía, porque la memoria aunque tienda a dilatarse, llega el momento en que no da más de sí y a cierta edad empieza a contraerse, como dicen los físicos que un día quizás haga el universo. Pero la suerte es poder contemplarlo como era hace cincuenta años objetivamente: es decir, tal y como le vieron a través del objetivo de la vieja cámara que captó su sonrisa y su amistad de tiempos pretéritos. No tiene demasiado garbo al caminar, igual que yo, aunque ha ganado con su bastón y su gorrita cierto aire si no de elegancia sí de cierta satisfacción por la vida. Es así como puede vérsele por la calle o jugando al mus en su club de ancianos, con los que discute todavía como si en Madrid tintineasen los tranvías por las calles.

jueves, 25 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (X) - Con el pelo rocogido

(Fotografías: archivo familiar)

Son dos fotos pero parecen una sola. Rescatadas por quien sabía que existían, han llegado hasta mí como del viaje extraño de un recuerdo lejanísimo, pero que no he vivido (como las demás imágenes). A la izquierda, mi abuela de treinta años sonríe con su hija de tan sólo uno. Alguien les sonrojó las mejillas, coloreando sus rostros por aquel entonces, cuando las fotografías a color ni siquiera eran un sueño. Quizás para rescatarlas del vacío cromatismo que lucen y añadir la vida que debían tener los rostros infantiles en aquel año treinta y siete, a pesar de todo. La otra mujer es mi tía Raimunda, mi tía “Mo”, porque nunca dejó de tener ciertos rasgos que yo, precoz observador, juzgué como simiescos. Ella posa también con sus dos hijas, que después, como mi madre, llevarían la honradez de la orfandad hasta el mismo día en que escribo lentamente este maniatado recuerdo ajeno.

Pese a todo, el cariño de las madres, sus sonrisas, el blanco impoluto de sus trajes, los cuidadosos peinados de las niñas (mi madre, mi tía Luz y mi tía Preferida) asaltan al espectador que contempla esta foto como si de un atraco se tratase: robando del presente apenas un instante con el sabor añejo de los libros antiguos. Años después vendrían los domingos al sol, al borde de octubre, que intercalé saltando en el tiempo, con la licencia con que salta la memoria de un lugar a otro. Y mucho tiempo más tarde, el recuerdo vivo de la abuela y la tía abuela, llenas de arrugas pero siempre con el pelo tan recogido y bien peinado como si estuviesen preparadas para hacerse de nuevo esta fotografía.

Los cinco personajes femeninos de estos viejos retratos parecen sobrevivir a un vendaval inexplicable. Miro a mi abuela todavía corriendo por la noche entre las calles de su pueblo (el que yo nunca tuve), en busca de su marido, que se demoraba en la asamblea de la Casa del Pueblo. Y diciéndole: Pablo, vámonos, que no te metas en líos, que vete tú a saber cómo va a terminar todo esto. Y a mi tía Mo, subiéndose en lo alto de un cerro para que Nemesio la viese desde detrás de los barrotes. Y después él escribirle un poema con rimas sencillas, que ella, en cada acto (cumpleaños, bautizo o comida improvisada) recitaba con sus ojos llorosos, pequeños y hundidos.

Pese a todo, la ancianidad ni siquiera exculpa a las buenas personas, aunque no avejente los sentimientos: ellas, si vivieran aún, lo sabrían explicar mucho mejor. Se agolpan los recuerdos inevitables. Últimamente, casi ni se levantaba de la cama: la artrosis, los medicamentos, la vejez que huele a vejez. Ese olor lo tengo impreso yo qué sé dónde. Por lo demás, sobreviven las fotografías que nos traen vidas irreconocibles. Ellas lo comentan aún: porque ambas hermanas decidieron enterrarse juntas por expreso deseo mutuo. Y yo sé, aunque no pueda demostrarlo, que siguen contándose sus cosas de abuelas prematuras, de viudas ocasionales y de hermanas fotografiadas a la par con sus niñas.


martes, 16 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (IX) - Anarquismo y albañilería.


(Fotografía: archivo familiar)

No era cierto que no hubiese sobrevivido a los vendavales del tiempo ni una sola fotografía del abuelo Enrique, como afirmé. Alguien que lo leyó indagó entre los cajones roídos por el tiempo, y encontró esta otra fotografía que ahora se salva, gris humo, del olvido. Y me dijo más: alguien con amor de nieto, de hijo, de esposa (¿quién sabe quién?) la despegó cuidadosamente del carné en que lucía mi abuelo su densísimo bigote decimonónico, casi aristocrático. Y aquel cartón en que figuraban su nombre y su fotografía (apellidos del norte, de cristiano viejo, se decía un siglo atrás) no era otro que el viejo carné de la CNT, posiblemente lanzado, después, al vientre de una estufa para no comprometer.

Fue albañil, como su hijo Jesulín, y su amplia estirpe de hermanos queda tristemente inacabada, porque no todos viven, aunque de ellos sí se hayan preservado fotografías con sonrisas y sorna. Fue maestro de ladrillos y aquella maestría se manifiesta en la plaza de toros de las Ventas, porque en ella, sin ser torero, regó de sudor la arena, construyéndola. Eran los años de la dictadura, pero no los de la reciente, sino otras dictaduras más lejanas (1920, ochenta años atrás), de la que nadie ya se acuerda.

Anarquismo y albañilería. Así podríamos resumir su vida, para quien el esfuerzo de siglos se adhirió a las pieles curtidas de sus hijos. Así, sólo así: abolición, huelga, manifestación y pan. Éstos son los genes heredados, si acaso pasan de padres a hijos y a nietos cosas tales como la libertad o el amor libre. Aunque, sin duda, el talento entre espuertas y llanas, cortafríos y yeso blanco, sí debe transmitirse por la sangre, pese a que quien suscribe esto ni siquiera diferencie el cemento de la grava. Recuérdese: la tierra es para quien la trabaja, aunque la tierra no nos pertenezca. Ni siquiera apenas es nuestra, en ocasiones, la memoria. Libertad, decían los parias industriales, que se llama lo que crece entre en las fábricas de las ciudades moribundas.



miércoles, 10 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (VIII) - Las patatas y el quif.




(Fotografía: archivo familiar)

Están pelando patatas. Debió ser aquel sustento, hortelano y humilde, la recompensa por los servicios prestados a la patria. Corría el año 46 cuando esta foto quedó preñada en la memoria, como una ironía que le pertenece ya a los libros de historia. Entonces, la mili era ver el mar, aprender a conducir un camión o morirse en Marruecos de calor y de piojos. Se saludaba aún brazo en alto y había patatas a diario, en la comida y en la cena: estipendio indispensable para la raza.

Parezco yo, pero no lo soy; y aunque ni dos gotas de agua hubieran podido asemejarse tanto, quien esboza la sonrisa pícara, el segundo por la izquierda, es mi padre, que dejó Madrid para montar en barco, para bañarse en la playa, para reconocer el olor intenso del quif y para no querer volver nunca más. Él lo rememora como una hazaña que le marcó; yo, como la anécdota de lo que pudo ser pero no fue, cuando mi madre me dijo que me negase a hacer la mili porque me habían pagado estudios para no servir a nadie, ni siquiera a la patria, que nunca se preocupó de si yo había tenido pantalones que ponerme. Por eso y no por la lejana época en que se hizo esta vieja fotografía es por lo que yo nunca podía haber estado allí, uniformado con tres tallas más grandes y con un hambre que se olvidaba porque sobraba la sangre, dice.

Fueron diecinueve meses sin pasar por su casa, sin ver a hermanos ni a conocidos. Diecinueve meses lejanos mientras Europa entera se reconstruía y estaban recientes los juicios de Nuremberg, de los que algunos dictadores se libraron pese a todo, aduciendo que aquí se regalaban las patatas para fortalecer el espíritu del nosequé, a quienes de otro modo se hubieran muerto de hambre.

Hay quien aún dice que servir a la patria fortalece el cuerpo y la mente. Entonces sólo sirvió para fortalecer las necesidades del hombre, porque permitió a muchos disfrutar del intenso azul oceánico, aunque no fuesen poetas o ni siquiera supieran escribir las letras de corrido. Pese a todo, lo que más favorecieron, cuenta mi padre, aquellos meses de entreno, trinchera, chinches y polvo, fue el dominio de la peladura, porque cuanto más fuese la cantidad carnosa del tubérculo adherida a las mondas, menos se comía. Éste fue su razonamiento (y su racionamiento).

viernes, 5 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (VII) - Ladrillos en hilera



(Fotografía: archivo fotográfico de la Agencia EFE)

Dice él, mi padre, que éste es uno de los primeros recuerdos que almacena en el desorden de su memoria. Recuerdo del silbido agrio de los morteros y el bufido de los aviones. Y después, un día, sin saber muy bien cómo, se encaramó con muchos otros niños en lo alto de la Cibeles para celebrar, por fin, que la guerra había acabado. Uno de estos críos es Jesusín, el más escuchimizado de todos, el más pequeñito: el mismo que ya sabía contar porque le enseñaron en un tejar, poniendo en hilera ladrillos para secarse al sol. Aunque después vinieron otros empleos, es posible que con más maestría.

Parece aún que ve las imágenes sucesivas de la historia: el acarreo de las madres con sus camadas a esconderse en el metro, las sirenas y a la abuela Luisa (su madre, de la que tomo el monosílabo de mi nombre) trajinando de aquí para allá para alimentar casi a una decena de bocas con la suya. Y sin embargo, mi padre se ríe, carcajea con su cara de pillín, de lazarillo contando cómo las manadas de niños que no evacuaron a Valencia, porque ni siquiera el auxilio llegó a todos, llenaron la ciudad, como saliendo de sus agujeros para subirse a la diosa tapada por si las bombas. Seguro que es el más bajito, porque nunca ha sido demasiado espigado ni robusto, como su padre, recio y de bigote ancho, del cual ni una foto conserva, aunque la de su hijo, ésta suya, sea bien conocida por el gran público. Quizás lleve un abrigo marrón oscuro, porque aunque algo de primavera se asomaba entre adoquines y sacos de arena, él cuenta que hacía frío, que aún el tiempo no se había entibiado como luego vendría, que andaba revolucionado.

Ignoraba las causas, las conspiraciones, qué era acaso la quinta columna ni una quintaesencia, porque no había estipendios para todos sus hermanos. Pero aquel día pensó que todo había cambiado y que el mundo sería otro (con la inocencia de sus diez años), y qué razón tendría, sin duda.

Por lo demás, los tiempos revueltos nunca lo fueron con huevos, afirma feliz, porque ha dejado aparcada en la cuneta la desgracia. Y aunque le falla la memoria y el oído, se obstina en hablar del ruido lejano de los aviones que se acercaban poco a poco, en formación, musitando los insultos lógicos de las batallas que se perdieron. No hubo más, por más que busco, de su infancia.

martes, 2 de enero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (VI) - Al borde de octubre

(Fotografía: archivo familiar)

De esta imagen, recompuesta como tantas otras, tampoco fui testigo. Pero mi madre la recuerda, con sus primas a cada lado, como el resumen de una época que apenas con dos palabras se pudiera describir. Era el tiempo lejanísimo en que no había discotecas y los jóvenes se divertían paseando. Así de simple lo sintetiza ella. Ni botellón, ni tecno, ni consumo ni humo, porque no había dinero, y bastaba una tarde soleada sin cine para disfrutar de una pradera. Quizás en las orillas del Jarama o en las del lago de la Casa de Campo, y sonrisas pequeñas, como tímidas, retomando la ilusión por la vida, albergando en silencio la mustia esperanza de crecer.

Es probable que esta instantánea, tomada algún año después de mil novecientos cincuenta, recree sin pudor un mundo nuevo; el de la felicidad sencilla. Y sonríe muchísimo cuando la ve, expansiva y reviviendo el momento aún, porque aquellos años del Madrid sombrío desperezándose jamás pudo iluminar las vicisitudes de costurera y sirvienta que fueron ella y su madre, mi abuela, en habitación de alquiler con derecho a cocina. Cuenta que tuvieron una casera aficionada más al alcohol que al trabajo, y quejosa con la luz que gastaban, ambas ponían en la rendija que deja la puerta con el suelo un paño de fieltro grueso para poder seguir cosiendo por las noches. Deambularon por otros alquileres de habitación por Lavapiés, entonces el barrio de los que llegaron con la alforja llena de necesidades desde los pueblos más remotos, y habitaron buhardillones inclinados y patios interiores y de vecindad con olor de verduras cocidas. Pero no hay amargura en el recuerdo.

Las tres protagonistas han cambiado mucho, acierta a comentarme, para que yo reconstruya mi biografía en blanco y negro, aquella en la que no participé ni siquiera como proyecto futuro. Luz ya ha enviudado, la pobre. Pero tiene hijos, como el resto. Otras han progresado un poco más que yo, afirma. Prefe se casó antes. Y, pese a todo, las tres se dicen felices, como muestran en sus caras agraciadas que ofrecen ese gesto propio de la fineza rural que tenían las costureras en el Madrid de la tardía postguerra y la timidez propia de una edad vacilante, en la que las preguntas estaban prohibidas (por las convincentes razones de la política).

Sus blusas hasta el cuello, sus faldas por debajo de las rodillas y sus peinados saltan del propio retrato, del que también ignoramos su autor, para hacernos retroceder casi un siglo (o más). Sencillamente, para observarnos con la distancia que nos hace diferentes a ellas. Hijos lejanos, se diría.


Prefe y Loren miran a la cámara preocupadas por salir sonriendo; Luz posa casi como una actriz de cine, girando un poquito la cabeza. Estaba a punto de aparecer el otoño, con sus hojas esparcidas, pero aún el calor entibiaba la tarde. Aquellos grados de más, al borde de octubre, también fueron fotografiados con ternura. Y sin saberlo su fotógrafo han dejado la huella imborrable en este retrato rescatado igual que otros del olvido.