martes, 19 de junio de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXVIII) - Los viejos corrales


(Fotografía: archivo familiar Salces Valle)



Casi siempre el tumulto de la ciudad, sus ruidos, el trabajo y otras injusticias nos hacen vivir con una intensidad funámbula un presente impostor, que se consume al final de cada jornada, como si de un artículo en venta se tratase: nos devora el día a día, quizás sea eso, con la gula marcada a ritmo del reloj y la prisa. Y casi siempre se nos olvida, en este trance, que somos lo que fuimos. “Me paro a pensar”, sentenció un filósofo, porque de sobra entendía que en la carrera la reflexión o el recuerdo suelen perderse sin remedio.

Por eso traigo esta fotografía no tan antigua, pero con el mismo regusto de un tiempo que sin darnos cuenta se nos ha escapado, se nos ha perdido. Parece de un lejanísimo pasado, pero apenas tiene veintiséis años. Y sorprende, no por el tamaño desproporcionado de aquel conejo enjaulado que aparece en el centro de la imagen, sino porque África, mi compañía diaria, sólo tenía cuatro años y daba la impresión de escuchar la explicación de su queridísima abuela Paca con inusitada atención. Sin ajetreo, con el sonido del corral de fondo, con los añejos olores de las gallinas en el frescor de los amplios patios de su casa, la niña escuchaba casi emocionada una explicación que no recuerda, pero que nos transporta a los años en que los ancianos (mayores, como suelen decir allá en el sur, en Montalbán) no eran el viejo cacharro del estorbo que plantea un problema en vacaciones, sino sabiduría, amor por los más pequeños, ternura sobre ternura, en que la mujer vieja lo es porque lo es más su experiencia y no su edad.

Nadie sabría decir qué es lo que Paca le muestra a su nieta, pero hay una devoción mutua a medias entre la enseñanza y las ganas de saber. Está borroso el cartoncito, y la imagen aparece nublada, aunque brille un algo especial en la pose de Paca explicando con voz queda a su pequeña predilecta algún secreto de aquel corral, hoy tristemente derribado.

Ocurría mucho antes de que a los abuelos se les dejase abandonados en las gasolineras, mucho antes de que muriesen solos en sus pisos interiores de las grandes ciudades, mucho antes de que empezásemos a despreciar la experiencia y el amor en beneficio de la incredulidad y el consumo. Mucho, mucho antes… Antes incluso de que se inventasen las asépticas y costosas residencias de ancianos.

No es una mala fotografía, porque transmite la esencialidad de la comunicación entre personas y generaciones. También entre mundos diferentes. Y si está borrosa, si la imagen no se percibe con la nitidez digital de la que hoy disponemos, es porque este cartoncito se ha llevado durante muchos años en la cartera, quizás con la intención de que permaneciesen indelebles las palabras sabias que un día su abuela le dedicó en la paz umbrosa de los corrales viejos.