(Fotografía: archivo familiar)
Nadie lo diría, pero esta muchacha, sobre la que el tiempo ha hecho los estragos propios de su condición de irremediable condena, es hija de pastores y de una honrada humildad rural y antigua. Después se casaría con un honesto churrero y tendría hijos, tres, que han conservado también en sus facciones los rasgos angulosos de su cara, de su nariz inconfundible y la misma mirada apacible de la gente tranquila. Nadie lo diría, pero también nació entre los rojizos terrones de las eras sembradas de olivos, como mi madre, de quien es prima y a quien dedica en el reverso de este retrato con su caligrafía temblorosa esta fotografía.
Hay un gesto amoroso y casi nostálgico entre estos amarillentos colores y sus sombras. Resulta bella; una belleza semejante a la de Dietrich o a la de Greta Garbo, guardando las distancias geográficas, quizás porque la belleza resulta un don que inexplicablemente no conoce diferencias entre clases: Sara Montiel, cuando su juventud aún se vislumbraba en el blanco y negro de los fotogramas de entonces. Tienen en común todas ellas la armonía de sus rostros, la mirada cadenciosa de una sensualidad inevitable y su pose elegante y espontánea, que ni siquiera la pobreza pudo enmascarar.
Hubo quien dijo que la belleza era un afán de perfección, pero es posible que le faltase definir qué es lo perfecto, si acaso lo perfecto puede ser también rural y comer garbanzos con el garboso ahínco con que se devoran después de una dura jornada de trabajo. Así de real y cruda resulta también la belleza, aunque ninguna de aquellas actrices, que sufrieron la censura en sus escotes, luciesen collarcitos de perlas de mentira, como Luz (claridad, alborada, sol), que no hizo ostentación nada más que de su cariño por nosotros, su familia; y no sólo en el espacio, sino también en el tiempo mismo, entre aquellos que ya han desaparecido diluidos en el misterio de la muerte, tan impostor como el maquillaje de las mujeres que pretenden ser hermosas sin serlo.
Nada más se podría decir de este retrato aparecido como una grata sorpresa entre otras fotografías. Su valor no tiene fundamento antropológico alguno, más allá de mostrar que lo bello también existía muchos años atrás, y que el juicio estético, aunque cambiante, tiene una permanencia extraña que supera incluso a la de los recuerdos.
(A Jaime, lector impaciente y amigo)