domingo, 20 de septiembre de 2009

AUTOBIOGRAFÍA (L) - La belleza artificial
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(Fotografía: África Salces)

Se regresa de las ciudades que uno conoce por primera vez con la vaga sensación del sueño, como si un resorte onírico se activase para protegernos de la realidad que durante unos días se vive. Es entonces cuando se corre el peligro de olvidar ese reconocible lado del espejo en el que nos movemos. Y como una contraindicación médica o un efecto secundario, pensamos en lo transcurrido como si en verdad no hubiera sucedido jamás. Pero Nueva York sigue ahí, junto al mar que desde Brooklyn hace titilar las luces encendidas de la ciudad en el doble reflejo del acero y el agua entremezclados. Algo así, inconsciente pero demoledor, le ocurriría a Lorca cuando vio la Séptima Avenida, o el Empire, allá por 1931, cuando se rascaba el cielo con la prepotencia de aquel otro boom inmobiliario que explotaría con aquel edificio a medio construir.

Y después, al despertar, se revive el ruido, el tráfico, el bullicioso movimiento de Wall Street, o el serpenteante y abarrotado ir y venir en Times Square, encendida como una enorme bombilla imposible que no teme al cambio climático. Al regresar a Madrid todo se aminora, se vuelve estrecho y minúsculo: en resumen, se termina de ver el cielo sin tener que levantar demasiado la cabeza. Cada día era el imposible día de un sueño rodeado de gente, de olores que se consumían a ritmo de semáforo y taxi, del suburbano y del reloj premeditadamente acelerado de aquellas vidas lejanas y multicolores.

Es bueno saber dónde vive el enemigo: pasaportes, controles sucesivos, el temor a no se sabe qué. Qué débiles nos hace la sospecha; se rinden naciones inmensas ante solo una. Es bueno saberlo para saber también lo pequeño que somos en comparación con lo que creemos. Parecería imposible, dicho así, que hubiese ciudades tan inmensas, tan lejanamente construidas. Como si los últimos exploradores de la historia se hubieran cansado de caminar y allí donde más fatiga notaron hubieran dicho “este es el lugar” y hubieran comenzado un frenesí de neones, tiendas, grandes almacenes, bares y museos. Se olvidaron de los contratos de los camareros que viven solo de las propinas: allí plantaron el liberalismo también, junto al Washington Memorial, en la misma manzana en la que, como decía Javi, un solo telefonazo hace que te suba el euríbor, en el mejor de los casos, o se hunda una nación entera en el sur del mundo.

Resulta casi imposible tanta belleza artificial. Y es en este punto cuando uno siente el resorte de lo soñado, el despertar somnoliento al trabajo y a la agonía necesaria de la rutina. Tal vez haya sido hoy cuando haya despertado del sueño, y puesto que debía seguir regresando, cómo no lo iba a hacer aquí, en este espacio, que esperó todo el tiempo que estuve ausente, a ocho mil kilómetros en medio de aquel lugar en el que se decide el destino, y uno puede perderse tan rápido como encontrarse solo.