(fotografía: África Salces)
La ciudad te permite huir y bordear el anonimato de un atardecer que, también en blanco y negro, te arrincona y te hace parecer diminuto, minúsculo en el centro de la urbe recién despertada o moribunda. Así son las ciudades, en las que la muerte se matiza con la indiferencia de las estadísticas, pero hasta eso, aquí resulta hermoso. Mirar las calles cerradas a la luz, con sus esquinas y sus peligros anunciados en los telediarios de la noche: mezcla extraña de mi barrio, babel revuelta de ciento y pico nacionalidades, cada una con sus temores y sus tiendas.
Pasear por Montera, escaparate cárnico del tercer mundo; ser transeúnte entre corbatas Castellana arriba; extraño en cualquier sitio, diferente a los demás, o el único blanco de tu portal (esto también les ocurre a los ancianos de Lavapiés, chabolismo vertical). Anónimo y siempre señalado, como el castigo divino de no encontrar a Dios, ni a su puta madre. Tener un precio tu cabeza (rapada o no); skin, latin, sharp, punk, red, pis por las esquinas: aquí en Madrid también la gente mea.
Y, sin embargo, aunque todo aparente tener la apariencia del latido gris de la oficina y el polígono industrial, uno tropieza sin querer con la paz de hacer el amor con los balcones cerrados, sin escuchar tampoco los silencios que la ciudad, cuando hace que duerme de puertas para adentro, suscita como una irreconciliable paz que firma sentencias de estrés en el atasco, en la violencia de los barrios del sur (o de la Bolsa). Sección local de un periódico capitalino: “Madrid es una ratonera. Cada esquina oculta una emboscada. Viven una batalla perpetua”, escribe un imbécil, un tal Borastero, alentando el gratuito miedo de la gente que desconoce que la ciudad sigue hilando en la rueca que pintó Velázquez evocando a Ariadna, enredándonos entre las calles de Chueca o del barrio de Los Austrias, con el lazo invisible de no ser forastero y sentirse forastero: paradojas de las urbes abiertas de par en par, por si alguien quiere venir y coger algo.
Necesariamente, las autobiografías también tienen que tener un lugar en el que sentarse a descansar. Y esta que suscribo poco a poco, se sienta acá, en esta orilla de la villa de Madrid a mirar muy despacio lo que transcurre demasiado deprisa. Golfos siempre hubo: carteristas, trapicheros, trileros, ministros o periodistas amarillos, que con la misma rapidez que vive la Gran Vía su eterna tardenoche, te levantan las perras del bolsillo, o los euros, porque ya somos europeos.
(A Diego Vaya, por su próxima visita a Madrid)