miércoles, 21 de noviembre de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XL) - Velázquez y las putas
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(fotografía: África Salces)

La ciudad te permite huir y bordear el anonimato de un atardecer que, también en blanco y negro, te arrincona y te hace parecer diminuto, minúsculo en el centro de la urbe recién despertada o moribunda. Así son las ciudades, en las que la muerte se matiza con la indiferencia de las estadísticas, pero hasta eso, aquí resulta hermoso. Mirar las calles cerradas a la luz, con sus esquinas y sus peligros anunciados en los telediarios de la noche: mezcla extraña de mi barrio, babel revuelta de ciento y pico nacionalidades, cada una con sus temores y sus tiendas.

Pasear por Montera, escaparate cárnico del tercer mundo; ser transeúnte entre corbatas Castellana arriba; extraño en cualquier sitio, diferente a los demás, o el único blanco de tu portal (esto también les ocurre a los ancianos de Lavapiés, chabolismo vertical). Anónimo y siempre señalado, como el castigo divino de no encontrar a Dios, ni a su puta madre. Tener un precio tu cabeza (rapada o no); skin, latin, sharp, punk, red, pis por las esquinas: aquí en Madrid también la gente mea.

Y, sin embargo, aunque todo aparente tener la apariencia del latido gris de la oficina y el polígono industrial, uno tropieza sin querer con la paz de hacer el amor con los balcones cerrados, sin escuchar tampoco los silencios que la ciudad, cuando hace que duerme de puertas para adentro, suscita como una irreconciliable paz que firma sentencias de estrés en el atasco, en la violencia de los barrios del sur (o de la Bolsa). Sección local de un periódico capitalino: “Madrid es una ratonera. Cada esquina oculta una emboscada. Viven una batalla perpetua”, escribe un imbécil, un tal Borastero, alentando el gratuito miedo de la gente que desconoce que la ciudad sigue hilando en la rueca que pintó Velázquez evocando a Ariadna, enredándonos entre las calles de Chueca o del barrio de Los Austrias, con el lazo invisible de no ser forastero y sentirse forastero: paradojas de las urbes abiertas de par en par, por si alguien quiere venir y coger algo.

Necesariamente, las autobiografías también tienen que tener un lugar en el que sentarse a descansar. Y esta que suscribo poco a poco, se sienta acá, en esta orilla de la villa de Madrid a mirar muy despacio lo que transcurre demasiado deprisa. Golfos siempre hubo: carteristas, trapicheros, trileros, ministros o periodistas amarillos, que con la misma rapidez que vive la Gran Vía su eterna tardenoche, te levantan las perras del bolsillo, o los euros, porque ya somos europeos.

(A Diego Vaya, por su próxima visita a Madrid)





sábado, 17 de noviembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXIX) - Mi padre con mi abrigo y los problemas del "yo"
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(fotografía: archivo familiar)

Cuando me compré aquel abrigo marrón de grandes solapas, mi madre no acertaba a verme a mí, sino a mi padre, en esa motivación inexplicable que tienen las personas mayores, más por recordar que por interesarse por el futuro (cambio climático, inflación creciente o burbuja inmobiliaria). Me lo recordó mi propia madre con el ímpetu con el que me habla de las recién descubiertas corruptelas en el ayuntamiento de Madrid, ayer mismo, por teléfono. Empleó el mismo tono que cuando me vio con ese abrigo de color marrón, de aires retro y cruzado. Y es que los parecidos transitan sin querer por la memoria como los coches por aquí (a sus anchas e indisciplinados).

Después, cuando me vi a mí mismo pero mucho tiempo antes de que naciese, comprendí aquel recuerdo de mi madre. A mi padre, sin embargo, no le recuerdo tanto a él, porque quizás los suyos fueron tiempos en los que el “yo” (no el psicológico, sino el gramatical) se empleaba menos que hoy. Y éste es el defecto de quienes continuamente se aluden a sí mismos como ejemplo, quienes se adulan gratuitamente señalándose a sí con su propio dedo índice, quienes no paran de mencionarse como si fuesen una entrada más en una bibliografía creada por ellos mismos. Defecto común, en resumen, de quien no sabe ver que todos somos un poco de los demás, y que los demás son a su vez muchos otros igual de importantes que nosotros mismos. Quien lo dude, que me mire a mí y después me compare con mi padre: o mejor, que se miren a sí y vean sus padres.

Es el mal común de las ciudades, de la hiperactividad de muchos que no se paran ni un minuto a pensar sobre ellos mismos y después hablan como si fuesen referencias esenciales del siglo XXI. Tienen el defecto de pensar que solamente ellos son: individualismo, egocentrismo, solipsismo y otros ismos, pero que bien podrían diagnosticar sesudos psiquiatras, porque resulta enfermizo y molesto escuchar a otro siempre hablar de sí mismo como si fuese el único. Y no me refiero a los políticos, ni al rey (¿recuerdan ustedes el que se callen coño de un veintitrés de febrero?), sino también a mis vecinos, a algún compañero de trabajo que pretende ensombrecer el callado trabajo de otros muchos hablando sin parar, hablando, bla, bla, bla…, porque yo, es que yo, a mí, soy, fui, viví, y me casé en la boda, y me bautizaron en el bautizo y me enterraron en el entierro (Lola dixit).

Y ante tanta vocinglera insidia lo mejor es callarse y contemplar las fotografías de colores rancios que nos dicen lo que somos nosotros, todos nosotros. Pero nos lo dicen ellas, no nos lo decimos nosotros a nosotros mismos, porque si está claro que quien se habla a sí espera a Dios hablar un día, quien no para de hablar a los demás de sí, lo único que puede hacer es aburrir a todo Dios.

domingo, 4 de noviembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXVIII) - Los bordes doblados



(fotografía: archivo familiar)

Rescatada, ésta como otras, de los viejos cajones donde las fotografías se agolpan y se doblan sus bordes, destruyéndose poco a poco, aparece esta imagen de los años treinta, con los restos de lo que han dicho que fue la edad plateada de la cultura española. Hombres ilustres, pero poco conocidos, posan para una fotógrafa francesa que también acudió a aquella cena, la única mujer, en la que se fundó el Sindicato de Artistas Revolucionarios. Tomada en el Café Velázquez de Madrid, sus protagonistas parecen extraídos de un libro de historia y no de un destartalado cajón en el que los recuerdos ajenos y las vidas no vividas se funden en una sola imagen de valor incalculable.

Y los episodios de la historia, como las genealogías, se van entremezclando para conformar, como siempre, las autobiografías que no comienzan con uno mismo, sino mucho más allá. El segundo personaje, por la izquierda, de perfil, es un joven Pedro Torrente Santos, poeta de tercera fila de esa llamada Generación del 27, familiar mío porque compartió un paisaje del sur, muy al sur, desde su gran casa en un pueblo polvoriento de la Sevilla, en el que tías de mis tías sirvieron comidas sobre manteles blancos y limpiaron el polvo de la gran biblioteca que tenían, y que también se acumuló sobre los portarretratos de plata que colmaban las vitrinas. Moriría en Roma, mucho tiempo después de abandonar su clase social, de abandonar su patria, en el exilio terco de algunos artistas cuyos nombres se diluyen en la vorágine de datos que la historia que han escrito los vencedores ha sabido obviar.

Junto a Pedro Torrente, otros de destino confuso y doloroso: Félix Guipúzcoa, pintor que acabaría sus últimos días en la cárcel (primero de la derecha); Andrés Melchor Sainz, dramaturgo excepcional que murió en el frente de Teruel (de pie, con gafas, a la derecha); Manuel Jiménez Osorio, catedrático de Literatura en la Universidad Central de Madrid (primero por la izquierda), que acabó en un silencioso exilio estadounidense junto con Tomás Navarro Tomás, de quien fue amigo. Al fondo de la mesa, con aspecto maurista por su profusa perilla, el escultor Bernardo de la Parra, huido a París en plena contienda, donde moriría en compañía de la mujer que siempre estuvo a su lado.

El poeta andaluz posa con cierto aire de suficiencia. Sus más importantes obras, aún sin estudiar, vendrían después: sus versos inflamados de Versos para recordar el mar (1934) o sus rebeldes poemas de Sonetos contra la muerte (1936), marcados al ritmo del amor por una mujer, su musa, y cuyo papel en la obra del autor la crítica conservadora bien ha sabido silenciar: quizás porque este poeta, nacido en medio de la opulencia y el bienestar rural, un día decidió romper con la larga tradición familiar de golpe y miseria con la que los suyos se habían enriquecido desde tiempos imposibles de recordar. Es quizás el más joven de la reunión aquella en que se fundó el sindicato aquel, y su historia, sin duda, está por contar.