(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)
Cuenta mi padre, que antes, en los solares prestados del ayuntamiento, los niños hacían pelotas con trapos que nunca botaban pero que, sin embargo, tenían una milagrosa y esférica forma que si no mundiales, permitía a los chiquillos improvisar un partido de fútbol en las siestas. En los pueblos, el equipo de fútbol (Club de Fútbol Montalbeño) daba el prestigio que nunca darían a sus villas sus alcaldes ni patronos. Tenían la sana confianza en el deporte, en la competencia y en el sudar la camiseta a cambio del preciado gol saboreado después con la fiesta de las cervezas frías, sin más. Entonces acudían los vecinos el domingo por las mañanas, posiblemente después de la misa, a ver los partidos con el nudo en el estómago, con los nervios a flor de piel, para festejar cómo unos y otros se peleaban por el humilde uno a cero del primer tiempo en casa.
Ocurría mucho antes de que los futbolistas fuesen de esas estrellas a las que sólo les brilla la billetera y el peinado de moda. Ninguno de estos muchachos fotografiados esquivando el polvo de los campos de fútbol pobres, jamás pensó en triunfar con sus viejas botas y pantalones y camisetas demasiado desgastadas por su uso. Se jugaba por amor a sus pueblos y a sus novias, que los miraban desde la grada improvisada, como el acontecimiento más grande de sus vidas. Y aquello les honraba y les daba las vitaminas necesarias para llevar a cabo la gesta de vencer al equipo de Puente Genil.
Ahora estas fotografías se guardan entre tantas otras que han pasado al silencio de los recuerdos antiguos. Porque llegaría la Liga de los millonarios, de los talonarios, de los árbitros y los corruptos constructores y recalificadores de terrenitos. Hoy mismo, escasean los campos de fútbol, porque se prefieren los de golf, verdísimos incluso en las ciudades, quizás porque meter aquella diminuta pelota blanca en un agujerillo es menos sudoroso y cansado que pelear por la honra sobre un campo de tierra. Y es que hasta para eso, hay diferencias.