martes, 26 de diciembre de 2006


AUTOBIOGRAFÍA (V) - El tintero perdido


(fotografía: archivo familiar)



Debo confesar que resulta difícil explicar quién es la protagonista de esta fotografía, porque si aún los rasgos de su cara y su media sonrisa la identifican, se conservan intactos sesenta años después, no puedo imaginármela con aquel vestido de lunarcitos blancos y fondo negro, ni con ese lazo que, según recuerda, le apretó en exceso su madre, mi abuela, para que en este minúsculo retrato luciese bien la niña.

Da la impresión de que su imagen ha cambiado mucho más que para el resto del mundo desde entonces. Y su delgadez, edulcorada por sus ojillos pequeños y vivos, igual que hoy, parece tan desgastada como las vidas que se consumen en los dobleces azarosos de estas fotografías viejas. Ella no sabe cuándo se la hicieron, ni siquiera los años que tenía, pero sabe que fue después del cuarenta y dos, uno o dos años después de que su padre extendiese sobre un ceporro un pañuelo para que no ensuciase su trajecito malva, aquel día que fue a visitarlo. Cuenta, además, que en esa ocasión su padre le regaló un tintero con dos pajaritos, tallados en una raíz de olivo, que, al igual que tantos otros objetos del pasado, se ha perdido con el ir y venir de los tiempos y las gentes, sin que hayan perdido para mí intensidad en las emociones que transmiten.

Sonríe, sigue sonriendo como entonces, de eso no cabe duda alguna. Y sólo su peinado ha cambiado, y el color de su pelo, que es el mío, exactamente el mío, dicen. Ahora encubre las canas, como secretos, con el extraño tinte de la coquetería que traen consigo la adolescencia y la edad tardía de las últimas pasiones.

Poco tiempo después, aparcada la escuela en sus reglas básicas y sosteniendo en sus rodillas una vieja máquina de coser, el único equipaje, tomó el tren que la traería a la ciudad, porque era necesario el olvido para seguir viviendo. Abandonó la timidez que parece traslucirse de esta imagen y su infancia la heredamos en gestos, en mohínes que repetimos cuando tuvimos su edad, como si los padres no sólo imprimiesen en sus hijos un rostro o gestos, sino también estados de ánimo que atraviesan la atmósfera de los años y los recuerdos. Muchos de esos sobresalen de entre el resto, y tocan el alma con sus dos manos, como si nos atrapasen a todos en una misma trampa, más allá incluso de nuestra infancia, de nuestras horas de fiebre cuando niños y tosferina.

Añado a su semblanza, su mala caligrafía y las palabras que se le agolpan cuando echa la vista atrás para recordar las tardes jugando con alfileres que escondía en montones de arena. Recuerda las decepciones de lavar el rostro a sus muñecas de cartón y otras muchas cosas más, que estarán junto al tintero de pajaritos azules. Por eso, procuro ordenar yo la lucidez extraña que se le enreda cuando piensa utilizando verbos en pasado, por si en algún momento se nos olvida el lugar de donde vinimos y un día de estos no tenemos quien lo narre, y se queden sin remedio en el tintero las últimas emociones transmitidas con algo de nostalgia, pero sin tristeza.

lunes, 25 de diciembre de 2006



AUTOBIOGRAFÍA (IV) - Los cipreses


(fotografía: archivo familiar)



Ésta es una de las pocas fotografías que se han conservado del abuelo, alto como un ciprés y tan centenario como los que pueblan, ascendentes, los cementerios con las paredes encaladas. Luce el luto paterno y mira al fotógrafo con una obstinación que pareciera traspasar la grisura intensa de su propio retrato. Duelen los años desde entonces, desde el día en que estrenó botines y traje para la ocasión, y quizás no pudo volver a ponérselos, porque aquéllos fueron los tiempos confusos que han anidado en la memoria sólo de unos pocos.

Cuando se subió al camión como voluntario, nadie debió de explicarle detenidamente cuáles podrían ser las consecuencias, aunque dicen que tampoco se las quiso plantear porque el futuro que atisbaba desde esta fotografía, con sus ojos verdes de pobladas cejas, apenas dejaba lugar a dudas: el pan de su reciente hija, el trabajo de los años desbrozando amarguras o el silencio de los débiles. Sí, parecen ideales, pero es que entonces las guerras aún no eran preventivas, sino que se desdoblaban como desdichas que, superadas, trajesen consigo amor, paz, trabajo, pan, sosiego; en resumen, utopías sacadas de quién sabe que otras necesidades del alma. Porque, aunque no tenía dinero, tenía alma, profunda como una sima, extensa, amplia, difusa, que aquí aparece sostenida levemente, como el cigarrillo en su mano.

Después, vendrían los consabidos calabozos y su consiguiente delgadez de caldos mal cocidos. Y así tres años más después de la guerra, meses de humedad injusta agarrada a los huesos y a las paredes. Y a nuestra familia, que se revuelve tibiamente, a veces con ternura y otras con tristeza, cabalgando entre el recuerdo de estas fotografías, hechas jirones por la historia. Cuando lo mataron, en las mismas tapias por donde asoman todavía los cipreses, su mujer no fue a recoger sus objetos personales: apenas dejó ropa, viudedad y el triste vacío que heredó su huérfana. Dicen que se escuchó, después de los disparos, un solo silencio: el silencio mismo, en medio de la noche, al relente.

lunes, 18 de diciembre de 2006

AUTOBIOGRAFÍA (III) - La bisabuela Lorenza

(Fotografía: archivo familiar)

Hay algo misterioso en este rostro, que sin embargo es familiar. Tiene aspecto de pretérito secreto y una mirada que quizás pueda sobrevolar aún sobre nosotros para escrutarnos con la sabiduría anciana de los años y el silencio de los fantasmas. Su piel da la impresión de haber envejecido igual que la fotografía, oxidada y gris, porque también para ella han pasado los años, aunque sus ojos brillantes y velados por la pátina de una ancianidad añeja no hayan perdido, dicen, ni un gramo de viveza. Su cara, la cara de mi bisabuela, tan irreconocible para mí como milenaria, nos regala la dureza dulce de su mano trabajada en el campo, entre los atardeceres sobrevividos doblando la espalda sobre el arado castellano . Y dicen que aún la ven vagar por las eras de terrones rojizos, como un espectro que deambula intentando confesar su secreto.

Y cuentan también que murió en silencio, sin terminar de gritar la amargura de tenerse que callar el asesinato de su hijo, de Pablo (nombre que se enreda con mi presente sanguíneo y visceral: abuelo, hermano, sobrina…). Y su nombre, el de ella, único y rural, se propagó en su nieta, en mi madre, como la sombra de una parturienta que hubiera querido desenterrar a su hijo o denunciar su injusticia, aunque no pudo.

Miro una vez más esta fotografía: quizás del cincuenta, anterior a las sombras entre las que parió a su prole. Nada da la sensación de que queda en el vacío irremediable de los que se marcharon callados, porque no hubo más entre sus labios que el temor de amar demasiado y no poder decirlo. Y lo peor de todo es que allí tampoco me llega la memoria.



sábado, 16 de diciembre de 2006

AUTOBIOGRAFÍA (II) - Navidades del 42

(Fotografía: archivo familiar)

Revoluciones aparte, a veces la sonrisa se consigue con un capirote de papel o unas barbas postizas, rescatadas también desde los viejos arcones que sobrevivieron a la guerra y a los días del hambre y la tisis. Dicen que hace muchos años, cuando las bombillas no eran más que una utopía reservada para tiempos mejores, los niños sonreían sin pan, pero sonreían posando para el artista anónimo que hizo esta fotografía, sin saber que mucho tiempo después, alguien los rescataría añadiéndolos a su propia experiencia de recuerdos antiquísimos. Eran los años en los que la tristeza no existía, porque hasta la pena escaseaba. Basta con mirarlos celebrar, con sus caritas modestas y antiguas, el último día de escuela.

Sólo faltó, este día del retrato, la muchachita a la que debo mis orígenes, porque tenía fiebre y no pudo asistir a la escuela. Están sus primos, pero no ella, que acarreaba una calentura que casi se la lleva al otro mundo, porque aquel invierno del 42 hizo tanto frío, tanto dolor, que no sólo su padre fusilado entre las penumbras de las tapias le congeló las manitas, sino también el futuro sosiego; su paz, la nuestra.

A ella se le agolpan las palabras contándome esto, incluso por teléfono, cuando hablamos. Lo narra con la ternura de su primera persona, de quien describe su propia vida como si fuese otra fotografía que se guarda muy dentro, más allá incluso de la memoria que se puede extraer de un cartoncito cuarteado por el paso de los años y el silencio. Recibía, sigue explicándose casi con nostalgia, un pequeño pez de mazapán en reyes, que su abuela colocaba con el esmero de un tesoro en sus zapatos viejos, los únicos. Y dice que se cantaban villancicos hasta que se terminaba el fuego de la estufa, y la habitación quedaba caldeada. Fuera, mientras tanto, la noche pregonaba con su viento helado un año más de derrota y oprobio, sí, se llama así, aunque ella no use estas palabras, sino otras.

jueves, 14 de diciembre de 2006


AUTOBIOGRAFÍA (I) - La escuela


(Fotografía: archivo familiar)



Hay lugares en nuestras biografías a los que no llegan los recuerdos y aparece, de repente, el color sepia de las antiguas fotografías heredadas. Fotografías lejanas que nos han llegado como apariciones que arriban desde hace un siglo o quizás algo más. Y ni siquiera, después de observarlas con la minuciosidad del investigador, uno es capaz de encontrarse allí, ni a sí mismo ni a los lejanos antepasados que las pueblan como sombras, como infancias en barbecho. Desde esta escuela con desconchones, desde el insospechado lugar de este retrato colectivo, partieron un día nadie sabe quiénes en busca de una felicidad vedada, de la que en este mismo instante soy el único partícipe, el heredero legítimo de aquellas búsquedas extraviadas.

Así eran las escuelas en las que aprendieron a leer nuestros abuelos, sus hermanos, los tíos que se hunden sin razón en la memoria convertida en historia, y en ley futura que venga a dignificar por fin el sufrimiento de estos niños que un día tuvieron que ver la guerra sin quererlo. Poco parece importar ya que agoten la seriedad de sus rostros entre el viejo polvo añejo de los cajones cerrados. Siguen percibiéndonos ellos a nosotros también como perdidos en un tiempo que nunca debió existir.

Después de todo aquello, vendrían más fotografías que han congelado la miseria, el trabajo del campo y una turbia heredad de años fingiendo la felicidad, en el indeterminado espacio de un pueblo sumido en el barrizal de su propia pobreza. De aquel lugar abandonado, en medio de mesetas y horizontes delimitados por eriales y de los labriegos obstinados en la rebusca y el vareo, nacimos quienes vemos con desazón el paraíso perdido de nuestros antepasados, aunque también la belleza se exprese en sus miradas.

lunes, 11 de diciembre de 2006


POEMAS POR SI ENTRA EL AIRE (Y AGITA LAS CONCIENCIAS)

(Fotografía: África Salces)

I

Dejadla así, entreabierta,
esta ventana de canícula gris
y verano en ciernes tormentoso.

O de par en par por si la lluvia
aparece con su aroma
de tierra blanda y empapada.

Dejadla así, dejadla,
no se vaya a impedir
el ruido de sombra con su lluvia
rebotando en los cristales
y no llegue a los rincones tibios
del hombre y su injusticia en uniforme.

Abierta, así, abierta,
como un pecho que ansía respirar
los campos húmedos
de países lejanos
cuyas geografías se ocultan
por detrás de una arboleda.


II

Suena, al fin suena,
la lluvia con su terco gemir
en los canalones metálicos
donde resbala como un miércoles
de junio.

¿Se escucha su mustio
gotear desde allí, a lo lejos?

¿Acaso se oye avecinarse
en su torrente tibio?

Subidas las persianas,
descorridas las cortinas
y abiertos los ojos, así de simple,
adolece la lluvia el silencio
de su seca orfandad,
de esas gotas que ni siquiera
limpiarán las conciencias
(y mucho menos las esquinas
orinadas de las calles estrechas).