miércoles, 14 de febrero de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XIII) - El algodón dulce

(Fotografía: archivo familiar)

Están vestidos de domingo y no pueden evitar lo rural en sus vestimentas, porque forman aún parte del pueblo, llano y ocre, horizontal y honesto. Quien lo dude que observe el rostro de él, de mi tío Luis, curtido en la quincena de sus años, anciano desde su primera juventud y dotado de unas manos recias y fuertes como pocas, porque el campo, dicen, ennoblece a los hombres, como los agota con la misma lentitud de los arados de bueyes y los trillos que giraban sobre sí, tirados por un mulo famélico, en que mi madre se subía para pasar la tarde y terminaba mareada.

Mi tío Luis no pensaba en esta foto que enviudaría por culpa de una leucemia; porque las enfermedades son como los dobleces de esta fotografía: vienen con el azar del tiempo, no atienden a otro plan que al de segar sin razón la felicidad. Y aunque doblada, esta vieja foto no siega la sonrisa ni la inocencia de los muchachos jóvenes que se ponían bonitos para ir de romería o para posar con esta sencillez inocente (de arado, de col, de vareo y acequia) ante el fotógrafo que los inmortalizó en este pequeño recuerdo malogrado. Son felices, incluso hoy, porque dicen casi todos ellos, mi madre también, que aquellos años de simples fueron hermosos. Pero de eso yo no me acuerdo, si no es imaginándomelos.

Pese a todo, las herencias se transmiten como los besos, de boca en boca. Cuenta, me cuenta, sólo a mí, desde el teléfono o chispeando de sonrisa si me lo dice en persona, que salían en grupo al baile. Y había pasodobles en medio de la plaza, que resonaban ya a antiguos entre las callejas de Mora, polvorienta y machadiana, triste y española, como siempre ha sido.

Y así eran los muchachos más jóvenes: aquel futuro inmediato que esperaban el campo y sus olivos, o las ciudades. Aunque parezcan ancianos, aunque no lo hayan dejado de ser en la apariencia demorada de sus rostros, eran tan jóvenes como yo, mucho más jóvenes que yo. Y no había otra diversión que la feria y el algodón dulce, por ingenua que sea la golosina que mi madre no terminaba de comprar, aunque la desease con ahínco, por no cambiar la única peseta de su monedero, y que bien hubiera podido utilizar mi abuela en otros menesteres de útil supervivencia.

Quizás fuese la amistad entrelazada de sus brazos, la que los ha sostenido en el viaje de la memoria. Y no faltan los recuerdos comunes: porque aunque hayan cumplido casi todos los setenta años, alguno ha renovado el amor, y otras mantienen entre nietas y nietos recientes la juventud tardía que no tuvieron.