(Fotografía: archivo familiar)
Hay algo misterioso en este rostro, que sin embargo es familiar. Tiene aspecto de pretérito secreto y una mirada que quizás pueda sobrevolar aún sobre nosotros para escrutarnos con la sabiduría anciana de los años y el silencio de los fantasmas. Su piel da la impresión de haber envejecido igual que la fotografía, oxidada y gris, porque también para ella han pasado los años, aunque sus ojos brillantes y velados por la pátina de una ancianidad añeja no hayan perdido, dicen, ni un gramo de viveza. Su cara, la cara de mi bisabuela, tan irreconocible para mí como milenaria, nos regala la dureza dulce de su mano trabajada en el campo, entre los atardeceres sobrevividos doblando la espalda sobre el arado castellano . Y dicen que aún la ven vagar por las eras de terrones rojizos, como un espectro que deambula intentando confesar su secreto.
Y cuentan también que murió en silencio, sin terminar de gritar la amargura de tenerse que callar el asesinato de su hijo, de Pablo (nombre que se enreda con mi presente sanguíneo y visceral: abuelo, hermano, sobrina…). Y su nombre, el de ella, único y rural, se propagó en su nieta, en mi madre, como la sombra de una parturienta que hubiera querido desenterrar a su hijo o denunciar su injusticia, aunque no pudo.
Miro una vez más esta fotografía: quizás del cincuenta, anterior a las sombras entre las que parió a su prole. Nada da la sensación de que queda en el vacío irremediable de los que se marcharon callados, porque no hubo más entre sus labios que el temor de amar demasiado y no poder decirlo. Y lo peor de todo es que allí tampoco me llega la memoria.
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