martes, 25 de diciembre de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LVII) - La lluvia circunstancial.



Una vez más, el invierno hace una caricatura al frío de otras latitudes y Madrid sostiene con tibieza su soledad saludable y sus privatizaciones sin gente por la calle. Así está la ciudad un año más, cuando caminar se convierte en un irresistible impulso, como el amor, que me escribe desde la lejanía primaveral de un territorio allá en el sur. 

Puede uno pensar que esta fotografía no tiene demasiado sentido, mientras la digestión sigue engullendo otras tristezas en un día tan festivo y silencioso como hoy, como esta tarde en la que sobran bombillas y  noticias absurdas en los telediarios (gordos germánicos bañándose en el Elba gélido, noeles ficticios en el Círculo Polar Ártico, ancianas quejándose del precio del besugo...). Pase lo que pase, el día de hoy es como los últimos treinta y cinco días idénticos de mi autobiografía: con los padres más viejos, con los hermanos más mayores, con la misma lentitud sofocante de las estufas haciéndonos creer que por se diciembre hace frío y no solo una caricatura de este. Igual de torpe e igual de mentiroso. 

No sé si alguien se ha dado cuenta: pero somos un veinte por ciento más pobres, un poco más ignorantes, un poco menos libres por temor al despido o al desahucio, un poco más temerosos de expresar en la calle la ignominiosa comilona de nuestro políticos, un poco menos católicos y un poco más sanos, a tenor de que pronto ni podremos ir al médico a contarle nuestras penas. Debe ser un mal chiste, pero hoy se estrena también en esta ciudad Los Miserables: por algo será. 

Y todavía hay quien sonríe y disfruta con pueriles borracheras, petardos sonoros y pelucones de colores estas fechas. No sé si son la España que ora o la que bosteza, pero son la lamentable España de siempre, la que parece no haber cambiado salvo en su consumo telefónico. Y decirle a alguien esto parece de aguafiestas, de pesimistas: aunque abiertamente ofendan estas cosas la inteligencia y el buen gusto. Baste con mirar las vallas policiales apiladas y preparadas por si a alguien se le ocurre gritar la verdad en las puertas del Congreso, mientras algunos pobres se arraciman en la puerta de la Iglesia de Jesús de Medinaceli, pidiendo la caridad con que disfrutan ejerciendo los últimos ricos de la historia. O los primeros, porque siguen siendo los mismos de siempre. 

Hasta la finísima lluvia que cae sobre Madrid parece una lluvia circunstancial. Una pose decidida a hacernos olvidar que sobran días como estos en los calendarios, que falta amor de verdad, palabras menos huecas y besos más hondos y sinceros, o mejor, que faltan aguas torrenciales para limpiar las aceras. 

(Para Celia, Fran y Javi, por esa comida en que prometí este post)