domingo, 16 de septiembre de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (XXXIV) - La matanza y los telediarios


(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

Escribo estas líneas con el temor de que los defensores de animales salten sobre mí para aleccionarme con sus justas reivindicaciones, porque los protagonistas de esta fotografía celebran lo que a nuestros ojos contemporáneos y urbanos resulta desagradable, completamente hostil o inhumano. Dicen que quien ha escuchado a un gorrino gritar el día de la matanza (bien es sabido que cada cochino tiene su sanmartín, incluso los políticos) no puede evitar compadecerse del largo y agudo lamento del animal, con el que parece presagiar que quien lo agarra por las orejas y el rabo no lo hace para acariciarle el lomo, sino más bien para asárselo.

La matanza, que yo jamás he visto pero sí he oído relatar, adquiere las extrañas formas de una tortura bien meditada. A los pavos la tía Cónsola los emborracha y después de ajumarlos les retuerce el pescuezo, como a los pollos mi abuela, que cogiéndolos de la cabeza, con la brusquedad de su brazo al aire, mataba para luego quitarles las plumas con esmero. A los conejos, con un golpe en la nuca, mientras mi madre corría tras las gallinas, cuando era pequeñita, para saber con su dedo si venía el huevo con que hacer las jugosas tortillas de patata. En las ciudades y más recientemente (esto lo recuerdo como si hubiese sido ayer), se compraba el corderillo vivo y mi padre lo traía a casa sonriente; pasaba la noche en la terraza, y después, atado de un cordel, se paseaba hasta la carnicería de Lucio. La matanza, a finales de los setenta, comenzó a ganar en asepsia lo que perdió de ritual; aunque el animalito sirviese para llenar la barriga en nochebuena. Y para colmo aquellos momentos casi tribales se inmortalizaban, siempre destacando el tamaño del puerco o la ternura del ovino, con fotografías que uno no puede dejar de contemplar sin fruncir el ceño, como ésta.

Aunque muchos infantes creen que los huevos y la leche vienen del Carrefour, debido a la impersonalidad insustancial de las ciudades, a nadie le sorprende ver cómo los filetes se exponen ajenos a las torturas técnicas del hoy en día. No sería grato observar la matanza en el patio de nuestra casa o en la corrala, más por el pudor de los sentidos, que por la higiene que tanto traen y llevan las autoridades sanitarias. Sensibles ante los pavos borrachos y las vacas explotadas como obreros del campo, nos asuntan los chorizos recién embutidos más que los telediarios, que contemplamos con indiferencia mientras comemos profilácticamente un exquisito plato precocinado.