AUTOBIOGRAFíA (XVII) - Otras banderas
(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)
Ésta es una fotografía en doble blanco y negro. Llega a nuestros días como un regalo cargado de la memoria de lo que fuimos. Dobles blancos y negros y el óxido de un tiempo en que las costumbres no se cimbreaban. Aunque duela, éste es el retrato de la terca obstinación de la moral, de las primeras filas y de las segundas, y a un mismo tiempo de la engolada España de las bandares, esas mismas que los nostálgicos agitan aupándose sobre la triste amalgama de los colores viejos. “Érase una vez unas niñas de luto que se colocan al final de la fotografía”, podría ser el comienzo del cuento de la vieja España que renquea, a pesar de todo, en su pasillo de toriles y timbales (aunque siga habiéndolos que piensan que debemos seguir ondeando banderas añejas).
La más querida tía de mi compañera de este viaje sin retorno y su abuela materna bien pueden ser resumen de aquello (una sujeta su muñeca con el indisimulado temor de que alguien se la quite; la abuela Dolores, aquí niña de apenas cinco años, mira con carita rigurosa al fotógrafo que sujetó la vieja cámara sobre el antiguo trípode pesado de madera). Prosa, al fin y al cabo, que no hace justicia al trabajo de las maestras rurales, ni a la amarga imagen de esas niñas enlutadas que parecen viudas antes de tiempo.
Cerril, gris, obtuso y confuso. Así era nuestro país en las épocas de las hambrunas y las capillas repletas. Pese a todo, esa maestra sonríe con la satisfacción de una ideóloga que ha llevado hasta el pueblo más alejado del mundo las vocales y los números del uno al diez, o sea, la libertad y la esperanza, aunque se haya sumergido para ello en el mundo anquilosado de la España a punto de ser rescoldo y vaga humareda de fraternidad. Nadie ha visto ondear banderas como éstas en las manifestaciones del españolismo tardío de unos cuantos, porque quizás nos hubieran recordado a todos las miserias que sufrían los que fueron víctimas de palios y de palos.
Pese a todo, la fotografía conserva la hermosura indeleble de la infancia a la que debemos nuestro pan. Es posible que con esto baste.
La más querida tía de mi compañera de este viaje sin retorno y su abuela materna bien pueden ser resumen de aquello (una sujeta su muñeca con el indisimulado temor de que alguien se la quite; la abuela Dolores, aquí niña de apenas cinco años, mira con carita rigurosa al fotógrafo que sujetó la vieja cámara sobre el antiguo trípode pesado de madera). Prosa, al fin y al cabo, que no hace justicia al trabajo de las maestras rurales, ni a la amarga imagen de esas niñas enlutadas que parecen viudas antes de tiempo.
Cerril, gris, obtuso y confuso. Así era nuestro país en las épocas de las hambrunas y las capillas repletas. Pese a todo, esa maestra sonríe con la satisfacción de una ideóloga que ha llevado hasta el pueblo más alejado del mundo las vocales y los números del uno al diez, o sea, la libertad y la esperanza, aunque se haya sumergido para ello en el mundo anquilosado de la España a punto de ser rescoldo y vaga humareda de fraternidad. Nadie ha visto ondear banderas como éstas en las manifestaciones del españolismo tardío de unos cuantos, porque quizás nos hubieran recordado a todos las miserias que sufrían los que fueron víctimas de palios y de palos.
Pese a todo, la fotografía conserva la hermosura indeleble de la infancia a la que debemos nuestro pan. Es posible que con esto baste.