viernes, 24 de octubre de 2014

AUTOBIOGRAFÍA:  I.E.S Palomeras-Vallecas.

(fotografía: Tubos Borondo, archivo personal)

Todas las ciudades pierden esa sustancia que aparece en los libros y en las guías de viajes cuando bordean su suburbial materialidad, y se convierten, sin quererlo, en una exacerbada manifestación de extrarradio. Si por casualidad se habitúan los ojos, se corre el peligro de que pasen desapercibidos estos lugares que, envueltos ya en cotidianidad, pero bien mirados, son un ejemplo de su carácter.

Este es el paisaje que miro de frente cada día. Ruinas superpuestas en las ruinas de una sociedad que ha descendido más allá de los impredecibles límites de su propia decadencia. Estas casi son las vistas desde el lugar en el que a diario intento explicar quién cojones fue Lorca o Neruda. Así se ve el mundo desde donde lanzamos los mensajes que deberían animar a contemplar el futuro desde el ángulo del que siempre se mira la belleza. Pienso en el Monet o en el Rembrandt que nunca podrán explicar bien los profesores de historia, y en la suma de ecuaciones en que se inspira la magia del álgebra, ante una ciudad que se descorazona chabacana.  

Este es el paisaje en el que a diario, desde hace casi diez años, me busco entre los que poco o nada hacen por querer mejorar el mundo y que, sin embargo, contemplan sus propias ruinas con la ambigüedad caritativa de educar a los pobres que no se merecen un parque, aire limpio, ciudades humanas y menos porquería entre las que mejorar sus destrezas estadísticas. Esas, las estadísticas, solo le interesan a los políticos de la tan traída y llevada casta y a los profesores de la casta, que se permiten el lujo de perder portátiles confundiendo aquello de lo público y lo privado, amparados en las sombras del poder que les concede fines de semana de tres días. Muchos no han hecho nada más en sus vidas que mimetizar su alma con este insulto urbanístico: deshacerse de responsabilidades con la vida, y comprender que el trabajo de los demás solo hace más fácil el suyo, mientras nos miran con desprecio, insultan de soslayo al tiempo que se hacen las víctimas y se apoltronan en la vulgaridad que solo les sabe hacer a ellos más vulgares. 

Y los demás solo parecemos un ejército de ingenuos, porque intentamos buscar en las palabras y en el amor el consuelo de los dignos. Mientras devoran con opulencia su tarta en un festín ibérico, los que aún creemos en lo que hacemos, ante futuros juicios sumarísimos (España suele abonar así sus odios atávicos), seguimos queriendo cambiar el mundo, aunque sea solo un poco. Una fábrica abandonada bien podría ser nada más que una metáfora, pero es sencillamente algo peor.