AUTOBIOGRAFÍA - Una calle cualquiera
(foto: Á. Salces)
Siento que el verano es una perspectiva, algo más que una estación del año o algunos días agrupados en los calendarios. Algo más que un calor sofocante que se pega en las aceras: una perspectiva y un puñado de recuerdos. Siempre el verano es una proyección de lo que vendrá, de lo que queda por hacer en un tiempo escaso, fugaz e irrecuperable de la vida. Un atardecer en una calle cualquiera de mi barrio, por ejemplo.
Mucho más allá de los inviernos, cada vez más cálidos, insospechadamente, el verano parece el brocal de un pozo al que te asomas sin ver el fondo, aunque sabes que su profundidad es limitada. Y entonces comienzan los proyectos: las lecturas pendientes, la novela que nunca terminas de escribir, el viaje que pasa como un sueño, las noches en las que los balcones de tu casa se abren al silencio de las calles adoquinadas mientras suena algo de música de fondo. Se devoran los días caniculares con la indiferencia con que los calendarios te devuelven las cifras que van desapareciendo sin decir adiós, es una despedida a la francesa; lo llamamos así nosotros, que representamos el arte de la buena educación.
Recuerdas los veranos de tu infancia, en sus lejanísimas y lentas siestas que hacían eterno julio. La edad modifica la percepción del tiempo; ahora tengo la urgencia de vivirlo, de no dejar que se escape entre las obligaciones cotidianas, entre las imposiciones de un cansancio ahorrado como un puñado de monedas mientras se trabaja desde septiembre, que amenaza como una enfermedad duradera e irreversible.
Es un territorio también: en el que memoria y futuro se me confunden inevitables, un territorio en que se van construyendo los grandes edificios de lo que somos, de lo que nos dejan ser y también de lo que seremos algún día. Más allá de los mapas, el verano es un brote reverdecido que viene del lejano barbecho de los inviernos. Por eso, el verano es más que un tiempo insinuado en los relojes; sin ellos las biografías quedan incompletas; sin ellos, perderían sentido las demás estaciones y, en definitiva, lo que somos, si nos negamos el derecho universal a la pereza, a la nostalgia o a no querer mirarse en el espejo de las mañanas en que se acude al trabajo, cuando el verano amenaza con su calor invivible pero breve como la belleza de un fruto maduro.