AUTOBIOGRAFÍA (LVIII) - Albacete y el género de los verbos
No quisiera escribir nunca sobre mis propias batallas si no
fuera necesario. Me basta la mirada o las palabras de otros que fueron antes
que yo protagonistas. Solo a veces tengo la necesidad de escribir de lo que veo, mas en la mayoría de las ocasiones no quiero yo ser el testigo, para que sean los demás
quienes me cuenten a mí mi propia biografía.
Sin embargo, a veces se impone en la espesura del presente,
quizás la de un martes cualquiera, como ayer o antes de ayer, la necesidad de contar o
recordarme a mí mismo. Y una anécdota se desencadena como una catarata distante
de aquel tiempo en que uno estudiaba con denuedo para no ser, sencillamente, un
burro.
He aquí el percance que abre la puerta de las
autobiografías: con mis alumnos, haciendo un ejercicio de gramática, que nada
tiene que ver con Albacete, surge en medio de la clase esta provincia española,
humilde, beatífica (o al menos, así me la imagino yo, porque creo recordar que
nada más que una vez puse mis pies en su capital y fue accidentalmente). Para
quien no tiene familia allí, este es, como muchos otros lugares, uno más de
paso, una nebulosa provincia que suele ir pintada en beige sobre los mapas y
que el poder evocador para el que esto suscribe también es infinto: Castilla La
Mancha, de allí es mi madre, de ahí también el bueno de Quijano. Pregunto a un
despeinado muchacho, como inspirado por no sé qué circunstancia: "¿Tú
sabes dónde está Albacete?". Él se encoge de hombros, y sus compañeros me
miran con asombro o recelosos de no ser ellos también los interrogados. El sujeto
para el cual Albacete debía de tener una geografía tan insospechada como la de
Rangún, Beirut o Crimea me responde: "No me acuerdo", y ninguna mano y segura de sí se levanta como en otras
ocasiones cuando mi pequeño auditorio quiere responder algo. Y repito la
pregunta a una niña, y después a otra y a otro compañero más. Murmullos. Otro
chaval, diminuto y delgado como un fideo, con la cara de un niño que yo me
imagino en un colegio de la postguerra, me sonríe ampliamente y me confirma:
"No lo sabemos".
Pero aquí no acabó la clase, sino que continuó sumida en su
runrún de lapiceros y bolígrafos, hasta que una algarabía descontrolada se originó
sin yo buscarlo: hablando del sujeto y predicado como estaba, y olvidando ya al
desconocido Albacete, se me ocurre preguntar a otra jovencita que mira con
asombro mis ejemplos sobre la pizarra. "¿Comprendes cómo concuerda el
sujeto y el predicado?", le digo. Ella me responde un tímido sí, que yo
percibo tan borroso como su claridad de ideas: "El verbo concuerda con el
sujeto en género y número", me dice. La miro, a punto de sacar la navaja
albaceteña: "¿Tienen género los verbos?", pregunto. Afirma moviendo
su cabeza, y le solicito un ejemplo, y me responde: "Sí. Él canta y ella
canta", quedándose Albacete ensombrecido más aún entre las risas de sus
malvados compañeros alborotadores y que saben tan poco como la protagonista,
que se arruga en su sitio al tiempo que suena el timbre que anuncia el final de
la clase. Guardé silencio y mis cosas poco a poco, mientras ellos se marchaban
como si nada hubiera ocurrido.
Entonces se me vinieron de repente aquellos otros viejos
silencios de hace más de veinte años, cuando con mi madre, pegaba en el cristal
de la puerta corredera que separaba el salón de la pequeña terraza un mapa de
España, y sobre este un folio en blanco, en el que yo calcaba al trasluz de
las tardes, una y otra vez, todas aquellas provincias: Toledo, Ciudad Real,
Albacete, Cuenca y Guadalajara, siempre en ese orden rítmico y salmódico con el
que se aprenden los grandes misterios. Mi madre aclaraba, con sus mínimos
conocimientos geográficos: antes tal provincia era aún del Reino de Valencia, o
tal otra era de la región que llamábamos Castilla La Vieja. Y así aprendí algo
de geografía en el poético trasluz de una ventana, y gramática en la recitación
de los verbos, pretéritos, presentes, futuros simples y compuestos.
Era tiempos diferentes, tan diferentes que, cuesta imaginar,
la ignorancia no estaba de moda como hoy. Y sonrojaba no saber algo puntual,
dejaba la sangre fría ignorar una evidencia que todo el mundo sabía menos tú, y
era obligatorio luchar contra la pereza. Había que saber dónde estaba Albacete
y Pekín sin discusión alguna, o el río Orinoco, como si de ello dependiera la
honra familiar. Hoy, sin embargo, el orgullo del apellido parece llevarse en la
mollera hueca, en la urgencia amorosa de quien regala un videojuego y no se
sienta con su hijo a calcar un mapa mil veces con la merecedora paciencia que
aprender requiere. "¿Hambre, hastío, cansancio...?" Así resumió un poeta el drama español de la incompetencia.