AUTOBIOGRAFÍA - El derecho a la ausencia.
Lleva haciendo en Madrid algunos días un frío excluyente y
temerario, un frío lluvioso como en pocos diciembres recuerdo. Un frío inhóspito, pero placentero, que me ha devuelto al paseo de las siestas otro 25, mientras
la ciudad parecía descansar de la cacofonía navideña y la torrencial tontuna de
cada año. Daba la impresión de ser la primera página de una novela del siglo
XIX: de fondo, las campanas de San Andrés se escuchaban llamando a misa, y un
olor de leña húmeda y un silencio de vieja ciudad de provincias convertían a
Madrid en un espacio vivible, en el que, sin gente, pasear era una gozosa
experiencia que hacía olvidar esa indecencia de la masa apretujada a las
puertas de los grandes almacenes.
Un frío gozoso. Un cielo que había dejado algún claro después
de la torrencial lluvia de anoche. Y un silencio transparente debido a que no
había en la calle muchedumbres, coches ni sirenas, refugiados de las bajas
temperaturas y de las calles encharcadas con el recelo del constipado. Es el
invierno y su impronta. Y es sobre todo mi reivindicación del derecho a la
ausencia, que lo defiendo con la misma vehemencia de los que reivindican el
derecho a la vida (que paran las pobres para tener mano de obra barata, que ya
se encargarán los míos de que no tengan escuelas, y sí amplios centros
comerciales).
Mientras, la ciudad entera se enraizaba en su propia
decadencia: la expropiada Plaza de la Villa, en su calle Mayor, ahora
acomplejada y viejuna, con sus cafés y tiendas cerradas, que mira con sus ojos
barrocos a los pocos transeúntes, abstraídos en sus teléfonos móviles. Hasta el
Palacio Real sin riadas de turistas parecía un falso y anciano monumento de cartón
piedra, como sus estatuas egregias de fingidas miradas huecas: reyes antiguos, casi
mitológicos, embarrados en medio de parterres sin gente, rodeados de árboles
desnudos, en el paro, desarrapados, mientras un acordeonista en la esquina de
la calle del Espejo entonaba un villancico luciendo su reciente licencia de músico
trashumante.
Derecho a la vida, sí, pero sin multitudes, por favor. En
eso consiste el derecho a la ausencia en estas fechas. En que no pase nada por
faltar y en que no pase nada por que algún día al año casi todos falten, y las
calles se conviertan en un tranquilo ir y venir de plácidos solitarios
caminando con las manos al bolsillo.