miércoles, 10 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (VIII) - Las patatas y el quif.




(Fotografía: archivo familiar)

Están pelando patatas. Debió ser aquel sustento, hortelano y humilde, la recompensa por los servicios prestados a la patria. Corría el año 46 cuando esta foto quedó preñada en la memoria, como una ironía que le pertenece ya a los libros de historia. Entonces, la mili era ver el mar, aprender a conducir un camión o morirse en Marruecos de calor y de piojos. Se saludaba aún brazo en alto y había patatas a diario, en la comida y en la cena: estipendio indispensable para la raza.

Parezco yo, pero no lo soy; y aunque ni dos gotas de agua hubieran podido asemejarse tanto, quien esboza la sonrisa pícara, el segundo por la izquierda, es mi padre, que dejó Madrid para montar en barco, para bañarse en la playa, para reconocer el olor intenso del quif y para no querer volver nunca más. Él lo rememora como una hazaña que le marcó; yo, como la anécdota de lo que pudo ser pero no fue, cuando mi madre me dijo que me negase a hacer la mili porque me habían pagado estudios para no servir a nadie, ni siquiera a la patria, que nunca se preocupó de si yo había tenido pantalones que ponerme. Por eso y no por la lejana época en que se hizo esta vieja fotografía es por lo que yo nunca podía haber estado allí, uniformado con tres tallas más grandes y con un hambre que se olvidaba porque sobraba la sangre, dice.

Fueron diecinueve meses sin pasar por su casa, sin ver a hermanos ni a conocidos. Diecinueve meses lejanos mientras Europa entera se reconstruía y estaban recientes los juicios de Nuremberg, de los que algunos dictadores se libraron pese a todo, aduciendo que aquí se regalaban las patatas para fortalecer el espíritu del nosequé, a quienes de otro modo se hubieran muerto de hambre.

Hay quien aún dice que servir a la patria fortalece el cuerpo y la mente. Entonces sólo sirvió para fortalecer las necesidades del hombre, porque permitió a muchos disfrutar del intenso azul oceánico, aunque no fuesen poetas o ni siquiera supieran escribir las letras de corrido. Pese a todo, lo que más favorecieron, cuenta mi padre, aquellos meses de entreno, trinchera, chinches y polvo, fue el dominio de la peladura, porque cuanto más fuese la cantidad carnosa del tubérculo adherida a las mondas, menos se comía. Éste fue su razonamiento (y su racionamiento).