viernes, 5 de enero de 2007

AUTOBIOGRAFÍA (VII) - Ladrillos en hilera



(Fotografía: archivo fotográfico de la Agencia EFE)

Dice él, mi padre, que éste es uno de los primeros recuerdos que almacena en el desorden de su memoria. Recuerdo del silbido agrio de los morteros y el bufido de los aviones. Y después, un día, sin saber muy bien cómo, se encaramó con muchos otros niños en lo alto de la Cibeles para celebrar, por fin, que la guerra había acabado. Uno de estos críos es Jesusín, el más escuchimizado de todos, el más pequeñito: el mismo que ya sabía contar porque le enseñaron en un tejar, poniendo en hilera ladrillos para secarse al sol. Aunque después vinieron otros empleos, es posible que con más maestría.

Parece aún que ve las imágenes sucesivas de la historia: el acarreo de las madres con sus camadas a esconderse en el metro, las sirenas y a la abuela Luisa (su madre, de la que tomo el monosílabo de mi nombre) trajinando de aquí para allá para alimentar casi a una decena de bocas con la suya. Y sin embargo, mi padre se ríe, carcajea con su cara de pillín, de lazarillo contando cómo las manadas de niños que no evacuaron a Valencia, porque ni siquiera el auxilio llegó a todos, llenaron la ciudad, como saliendo de sus agujeros para subirse a la diosa tapada por si las bombas. Seguro que es el más bajito, porque nunca ha sido demasiado espigado ni robusto, como su padre, recio y de bigote ancho, del cual ni una foto conserva, aunque la de su hijo, ésta suya, sea bien conocida por el gran público. Quizás lleve un abrigo marrón oscuro, porque aunque algo de primavera se asomaba entre adoquines y sacos de arena, él cuenta que hacía frío, que aún el tiempo no se había entibiado como luego vendría, que andaba revolucionado.

Ignoraba las causas, las conspiraciones, qué era acaso la quinta columna ni una quintaesencia, porque no había estipendios para todos sus hermanos. Pero aquel día pensó que todo había cambiado y que el mundo sería otro (con la inocencia de sus diez años), y qué razón tendría, sin duda.

Por lo demás, los tiempos revueltos nunca lo fueron con huevos, afirma feliz, porque ha dejado aparcada en la cuneta la desgracia. Y aunque le falla la memoria y el oído, se obstina en hablar del ruido lejano de los aviones que se acercaban poco a poco, en formación, musitando los insultos lógicos de las batallas que se perdieron. No hubo más, por más que busco, de su infancia.

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