(Fotografías: archivo familiar)
Son dos fotos pero parecen una sola. Rescatadas por quien sabía que existían, han llegado hasta mí como del viaje extraño de un recuerdo lejanísimo, pero que no he vivido (como las demás imágenes). A la izquierda, mi abuela de treinta años sonríe con su hija de tan sólo uno. Alguien les sonrojó las mejillas, coloreando sus rostros por aquel entonces, cuando las fotografías a color ni siquiera eran un sueño. Quizás para rescatarlas del vacío cromatismo que lucen y añadir la vida que debían tener los rostros infantiles en aquel año treinta y siete, a pesar de todo. La otra mujer es mi tía Raimunda, mi tía “Mo”, porque nunca dejó de tener ciertos rasgos que yo, precoz observador, juzgué como simiescos. Ella posa también con sus dos hijas, que después, como mi madre, llevarían la honradez de la orfandad hasta el mismo día en que escribo lentamente este maniatado recuerdo ajeno.
Pese a todo, el cariño de las madres, sus sonrisas, el blanco impoluto de sus trajes, los cuidadosos peinados de las niñas (mi madre, mi tía Luz y mi tía Preferida) asaltan al espectador que contempla esta foto como si de un atraco se tratase: robando del presente apenas un instante con el sabor añejo de los libros antiguos. Años después vendrían los domingos al sol, al borde de octubre, que intercalé saltando en el tiempo, con la licencia con que salta la memoria de un lugar a otro. Y mucho tiempo más tarde, el recuerdo vivo de la abuela y la tía abuela, llenas de arrugas pero siempre con el pelo tan recogido y bien peinado como si estuviesen preparadas para hacerse de nuevo esta fotografía.
Los cinco personajes femeninos de estos viejos retratos parecen sobrevivir a un vendaval inexplicable. Miro a mi abuela todavía corriendo por la noche entre las calles de su pueblo (el que yo nunca tuve), en busca de su marido, que se demoraba en la asamblea de la Casa del Pueblo. Y diciéndole: Pablo, vámonos, que no te metas en líos, que vete tú a saber cómo va a terminar todo esto. Y a mi tía Mo, subiéndose en lo alto de un cerro para que Nemesio la viese desde detrás de los barrotes. Y después él escribirle un poema con rimas sencillas, que ella, en cada acto (cumpleaños, bautizo o comida improvisada) recitaba con sus ojos llorosos, pequeños y hundidos.
Pese a todo, la ancianidad ni siquiera exculpa a las buenas personas, aunque no avejente los sentimientos: ellas, si vivieran aún, lo sabrían explicar mucho mejor. Se agolpan los recuerdos inevitables. Últimamente, casi ni se levantaba de la cama: la artrosis, los medicamentos, la vejez que huele a vejez. Ese olor lo tengo impreso yo qué sé dónde. Por lo demás, sobreviven las fotografías que nos traen vidas irreconocibles. Ellas lo comentan aún: porque ambas hermanas decidieron enterrarse juntas por expreso deseo mutuo. Y yo sé, aunque no pueda demostrarlo, que siguen contándose sus cosas de abuelas prematuras, de viudas ocasionales y de hermanas fotografiadas a la par con sus niñas.
1 comentario:
Me encanta la manera que empleas de contar las historias de tus familiares. Me encanta porque acercas los protagonistas a los lectores mediante las fotografías, que son una gran ayuda, y mediante tus palabras, consiguiendo que los conozcamos y que sus historias formen parte de nosotros.
Me parece una combinación muy acertada para hacer buena literatura. Sigue así con tu blog. Suerte.
Publicar un comentario