lunes, 8 de diciembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXVI) - La burra sumisión

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Vuelvo a los viejos retratos, a las fotografías antiguas que bordean los años cuarenta con esa inexplicable razón ambigua de su ser. Y no porque en ella aparezca este muchachito ataviado de domingo con aquellos zapatos blancos y negros que pondría de moda el cine de las ciudades luminosas, ni tampoco porque pose su burro con esa aristocrática belleza borbona de grandes orejas. Vuelvo a ellas porque reconforta pensar que algunos heredamos sin remilgos el convivir con las bestias de carga. Y lo pienso en fechas como estas de derroche eléctrico, calefactores sofisticados y avenidas repletas de bombillas costeadas por alcaldes sin escrúpulos y dinero ajeno, o sea, el nuestro.

Es una hermosa fotografía, sin riesgo de extinciones ni de cambios climáticos. Es menester regresar a los patios empedrados y a nuestras viejas casas de grandes y frescos muros para acordarnos, una vez más, de lo que fuimos. Y viene del sur, hasta esta ciudad que parece contemplarlo como buscando la utopía infinita de la felicidad que no se puede comprar en los grandes almacenes. Mientras, las crisis asustan a extraños y propios con sus turbulentos tecnicismos bursátiles. Entonces, solo importaba la bolsa del pan: que estuviese llena para continuar con el trabajo.

Él es Miguel, el hermano de esa otra niña, Francisca, que agarraba con furioso amor a su muñeca, mientras ella calzaba unos zapatos roídos sin herencia, ni otras dotes que las de saberse ella misma su poseedora única. Tal vez como le ocurre a este chaval, que muestra con orgullo rural y honda honestidad su bien, su único bien tangible, es decir, su pollino blanco, sin hipotecas, ni letras ni demás zarandajas mediáticas. Un simple y llano burro, famélico y canijo, como eran entonces los burros del pueblo, porque incluso entre los asnos hay clases: los robustos monarcas y los esmirriados animales solípedos de carga, cuya bondad y bronca testarudez han querido atribuir a algunas personas a quienes, dicho sea de paso, ni se les parecen.

Valga pues este post como homenaje a los que dieron su vida por la carga, que no solo fueron animales, sino también hombres. Ellos nos engendraron lejanamente en la historia. Nosotros, olvidándolo, utilizamos con la misma ligereza la visa estos días, que con sumisión pollina acatamos lo que otros nos imponen: publicidad, normas, impuestos municipales… alfalfa, en definitiva, que tragaremos sin rumiar y sin memoria.



sábado, 22 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXV) - El hijo pródigo


Las autobiografías son también esos pequeños reveses que la vida da y que, recibidos despacio y con la impronta de las grandes catástrofes, después se relativizan sin querer hasta desaparecer en el bullicio de la vida, la anónima, con la que me siento mejor y reconfortado. Recurro a Machado una vez más, porque con él se entiende la avaricia del alma gris castellana de la que anoche hablamos unos amigos y yo. Decía el poeta que todo necio confunde valor y precio, y no pudo nunca decir verdad más honda, aunque hayan sido tantas las verdades a las que nos ha acostumbrado su poesía.

¿Por qué digo esto y lo ilustro con esta fotografía? Porque en tiempos de crisis y de banqueros y curas gordos que mojan sus bizcochos en el chocolate que todos les pagamos, hay que apelar a la imaginación y contravenir las normas del mercado. Fui a ver esta casa, y el amable vendedor me pidió más de cuarenta millones de las antiguas rubias. Hablando con él, me dijo también que buscaba comprar una casa más pequeña con el dinero que recibiese del piso que vendía, y yo pensé en mi pequeña casa de grandes muros y acariciante tarima de madera. Le propuse al comprador “tú me la compras a mí y yo a ti”, lo cual era un poco la música celestial del comienzo de un buen trato. Pero pensé más: era posible salir ambos beneficiados si a ambos pisos se les hacía una potencial rebaja del 33%, de tal manera que yo mi casa se la vendiese por la exigua cifra (relativo adjetivo) de 125.000 euros, infravalorada o, mejor, depreciada, y yo le daba a él además 136.000 por su casa, de la que no vale ni un solo enchufe, y que visualizo ahora como un mal montón de escombro. Estábamos vendiendo cosas más caras mucho más baratas de lo que en verdad dicen que valen hoy las cosas. Nos ahorrábamos dinero y satisfacíamos ambos nuestras necesidades mutuas. ¿Cabe mejor trato imaginativo en tiempos de crisis?

Pues aguanté estoicamente a que no solo no escucharan la excepcional oferta que planteábamos, sino que el hijo tonto del dueño de la casa me llegó a decir en varias ocasiones, sentado en MI sillón, que MI casa no era MI casa, y que yo no le podía vender a él mi piso a ese precio porque no le vendía un piso, sino una deuda (la que contraje con el banquero gordo hace cinco años). El hijo pródigo desmenuzó su estupidez llegando incluso a ser altanero y maleducado, cosa que soporto menos. El señor pasó de los cuarenta y uno a los treinta y siete, y de los treinta y siete a los treinta y ocho, aduciendo que debía encarecer su casa para pagar las escrituras de la mía (delante de mí, diciéndome algo así como que yo también tendría que pagar sus escrituras). El maleducado del hijo dejaba de escuchar cada vez que le sonaba su móvil. Y el bueno de su padre seguía sin enterarse de nada. Finalmente, la didáctica condujo al entendimiento y vio en nuestro trato la buena oferta que desde el principio había. Y me dijo un tibio “sí”, que debía de madurar.

Y quien maduré fui yo, biográficamente hablando. Tres horas después llamé al buen señor que no se enteraba y le dije que olvidase nuestra oferta, que mi casa ya no estaba en venta, y que no estaba dispuesto a seguir con esa negociación en la que una parte se cierra en banda, se obstina en la peseta y piensa que un montón de escombro tiene el mismo “valor” que MI casa “precio”. He aquí la gran confusión de la que nos habla Machado. Hay quien piensa en “precios”, y sueña con ser el banquero o el cura galdosiano que come los bizcochos que otros les pagan. En tiempos de crisis hay que ser imaginativos, y ellos fueron, sencillamente, avariciosos. Hoy me ha vuelto a llamar por teléfono, supongo que después de consultar con la almohada sus dos problemas: uno, el vender su casa-escombro arruinada; y dos, buscar un piso más barato que el mío. Por supuesto, no le he cogido el teléfono. Habrá sufrido esta noche, mientras yo tomaba copas en muy buena compañía con la tranquilidad de tener la conciencia tranquila, esa sensación de que la avaricia le ha roto el saco de sus escombros.

domingo, 9 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXIV) - La antología.
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Nos acompañan tan silenciosos, como fantasmas, que no reparamos en que ellos, con su silencio cosido en lomos a veces parecidos, pero siempre diferentes, han poblado también autobiografías y vidas que, como si solo hubiesen pasado rozándolas, las han llenado de lo que ellas son en gran medida. Y algo así siento cada vez que veo este libro que ya ha llegado viejo hasta mí, y me ha hecho mucho más joven, quizás el que yo era hace quince o diecisiete años. Esta fue la primera edición en la que yo leí a Machado, en una antología en rústica manoseada de una biblioteca, y por eso pasa aquí, a este otro lado de las existencias en que se recuerda lo que no siempre se puede recordar.

Y es entonces, al observar su cubierta marrón y beige con la mirada de antaño, noto que aquel objeto no es solo un objeto, sino un rastro de alma por allí perdida, sin planos, sin tampoco demasiado horizonte, arrugado en la memoria, como otras viejas fotografías. Se convierte, sin quererlo, en un milagro de la memoria, de la primavera aquella en que reverdece una rama igual que un recuerdo. Qué forma más hermosa tuvo el autor de aquellos poemas de hablar de la vida venidera y de la memoria, todavía impresa en el tronco robusto que fue, y que ahora se deja ver hendido por el rayo. O del banco que verdea debajo del laurel, envuelto en la humedad de un invierno de llovizna. Cómo no hacer de uno el paisaje de negros encinares, por donde pasa el hombre apenas sin dejar sus huellas, y sin mirar la senda a su espalda. Es biográfico también su ascetismo silencioso de caminante tímido por páramos con historia pero sin presente. Y también lo es su complementario, el que es en su envés su yo fundamental.

Se amarillean las páginas tan fácilmente en estos libros anticuados y baratos, que en estos tiempos de Internet y fugacidad, uno no piensa que en verdad maduran en vez de avejentarse. No podría decirlo, si no fuera porque a medida que pasan los años, lo siento más valioso aún, más jugoso, como la fruta a punto de explotar doblegando con su peso excesivo la ramita de un árbol. Sería mentira afirmar que todo lo bueno que me ha pasado en la vida se debe a este librito. Pero falso ocultar que muchas de las buenas cosas que he vivido se deben a él, solitario y lleno de polvo, como un trasto viejo de esos que pueblan algunas vidas despobladas.

(A Mariete, que por su cumpleaños, tambien le habrá pasado algo así)



sábado, 1 de noviembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXIII) - El frío.
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(fotografía: África Salces)

Vuelvo a Madrid, a esta ciudad que no tiene estación del año, y que solo a veces sorprende con sus cielos grises y sus fríos prematuros, como avisando de que es ya invierno, aunque no lo sea todavía. Y entonces es cuando más apetece pasear, por la calle de las Huertas o por la del Príncipe, y tomar un café caliente en el Barbieri o en el Despertar, con su correspondiente dosis de decrepitud y nostalgia. Ha llegado el invierno ya, o eso parece, pese a que aún no se hayan encendido las ostentosas luces navideñas que, también en tiempos de crisis, nuestro desgobierno municipal costea con el entusiasmo de la estupidez profunda. Y nadie se ha percatado, en días como estos, de que sobran las luces y basta con mirar el gris hermoso (que no es del humo) de algunas tardes sin que molesten esas imbéciles y multicolor invitaciones para que seamos artificialmente felices.

Olvidaremos, una vez más, los ocho millones de pobres que dicen hay en España, olvidaremos también las ochenta mil familias que no pueden pagar sus intereses (que no son intereses de ellos, sino de otros), y nadie parecerá poner más interés en solucionar estas cosas que los caprichosos que, siempre con dinero ajeno, taladran la ciudad, la horterizan con bombillas como si Madrid fuese un travesti y pendejean en sus coches oficiales privatizándonos hasta el íntimo placer de caminar cuando hace frío, como hoy.

En invierno y en esta ciudad inmensa uno siempre tiene la sensación de andar desnudo. Como si el frío seco de este terruño hormigonado no nos permitiese comprender la belleza de los árboles sin hojas, mientras el reloj del tiempo nos marca su demora, igual que si hubiese empezado una cuentaatrás más para que empiece de nuevo el sofocante calor de los veranos. Y digo más: es hermoso incluso estar triste, sobre todo si se comprende que no todos tenemos que abusar de la felicidad al mismo ritmo trepidante del consumo y de esta vida sometida a la norma. Así son también las autobiografías: angustiosas y dañinas, como Esperanza Aguirre.




viernes, 17 de octubre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXII) - Lo quebradizo.


(fotografía: archivo F. G. Lorca)

Hay algo quebradizo e inasible en esta fotografía del año 1916. Quebradizo, porque no hay nada más débil que la humanidad a la que convoca. E inasible, porque no se puede agarrar ni tocar apenas un matiz leve de los sentimientos que irradia. Casi siempre ocurre así en estas fotografías descoloridas y desoladoras.

Aquí está el poeta Federico García Lorca, enseñando a su hermana Isabel algo de solfeo sobre sus rodillas. Despojado de su mito y mostrándose en una escena de su cotidianidad íntima, de su vida que aún no augura su muerte prematura. Entra la tarde luminosa desde el fondo, desde la amplia ventana enrejada; se iluminan las mecedoras y el suelo se dibuja geométrico en su barro cocido. Es la apacible escena que ignora lo venidero y lo lejano, y que a la vez que reconforta, estremece por la ternura extraña de la imagen.

El poeta de lo sensible se deja ver sin su poesía, rozando con su mano el brazo de su hermanita pequeña, veinte años antes de que perdiese la melodía su escritura y fuese su cuerpo el campo yermo de su propio cuerpo sojuzgado. Que mire bien este retrato antiguo quien se niegue a rememorar lo que la historia ha querido olvidar de sí misma, para que tome buena nota de la dignidad que niega si se opone a rehabilitar la imagen de los que, como este hermano mayor, se perdieron sin remedio en las cunetas que siguen durmiendo su pesadilla hasta el hoy (abuelos, padres, tíos lejanos… todos hechos desaparecer sin razón ni escrúpulos). Y, después, que tenga el valor de decirlo en voz alta: que diga que debe seguir perdida la hermosura que nos regala este retrato con un tiro en la nuca y otro en el culo, por marica, en su cuneta.

Siempre la justicia llega tarde, aunque el dolor haya sido tan perenne como aquellas palabras con que hizo este poeta chorrear la tristeza por los muebles de su casa. Y habrá todavía quien se oponga: lo harán, como siempre, los necios, los ridículos, los infames y aguirristas y todos los que, esgrimiendo la cicatriz cuya herida ellos mismos provocaron, siguen pensando que es mejor mirar hacia otro lado, aunque sea ese el lado mismo del asesinato impune.

sábado, 4 de octubre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXI) - El ave y otras desdichas

Como cualquier otro asunto generacional, este también pasa a formar parte de mi autobiografía, ya que es la mía la última generación que viajó lentamente en los últimos trenes del siglo pasado y aún puedo recordarlo. Hoy, predispuesta como un zumbido, fustigadora como un relámpago, la velocidad de los tiempos modernos atestigua la carencia del goce por el viaje, por la buena lectura, por la humareda calurosa de los talgos pendulares y de los viejos estrella con compartimentos populares. Nunca fue romántico el olor de los pies (trenes peores conocieron nuestros padres y abuelos, el mismo Machado, anotando en su libreta las incomodidades de aquellos asientos de madera y estrechos), ni tampoco los retrasos en las estaciones secundarias. Pero, olvidando el término medio, se ha pasado de un día para otro a la alta velocidad de los yupies, las azafatas y los lacoste engominados de los niños bien, resguardados detrás de sus maletines de negocios. Y es precisamente esto una de las muchas desdichas que han venido a trescientos kilómetros por hora.

No me engaño: un día vi caballos correr sobre la nieve, y leía a Max Aub. Y atardecía con la misma lentitud de los besos, por detrás de aquellas ventanillas de ese tren que nunca parecía llegar a su destino, a Gijón, tal vez, zigzagueando entre montañas con su pesadez ruidosa de siglos y vías oxidadas. O aquel viejo Santa Bárbara de gasóleo en el que monté por primera vez para ver el mar, con mi hermano Jesús, en la vieja estación de Chamartín. También viajé al sur, en un regional naranja lleno de militares sin estudios, que vociferaban y fumaban porros, mientras yo hojeaba a Whitman y tardé doce horas en llegar hasta Montilla. Y siempre había alguien, también hay que decirlo, que esperaba después de aquel viaje y que, inevitablemente, hacía más impaciente la llegada.

Se relativizó el tiempo desde entonces. La asepsia del auricular de usar y tirar sustituyó a la dulce anciana que me llegó a ofrecer las croquetas de su tartera metálica y que venía a Madrid por Navidad para ver a sus nietos. No recuerdo su nombre, pero se me ha venido hoy mismo a la memoria. Y no es solo el abusivo precio que el gobierno ha decidido cobrar a los ciudadanos por utilizar un digno medio de transporte que previamente ya se ha encargado de cobrarnos con los impuestos, sino la perversión contemporánea de ir restándole tiempo a la vida, de hacer que todo parezca eficazmente inhumano, frío como un quirófano, rápido como un suspiro. Es mentira que el tiempo sea oro, eso lo dijo un poeta ocioso y luego repitió la misma jilipollez el buen burgués que nunca pensó en las vacaciones de sus empleados.

Nadie quiere degustar un buen vino deprisa, quisiéramos todos demorar el amor o el orgasmo (técnicas, dicen, que hay incluso para esto), nunca desearíamos olvidar un instante, ansiaríamos ver caer la hoja de un árbol, seguir acompañados y parsimoniosos con música de fondo, escuchar despacio las olas, prolongar la charla hasta mañana… Y, aun así, disfrutamos de la velocidad y de la urgencia, pensando que en ello radica el futuro, como si este no fuese, en verdad, lo único que viene volando a jodernos la vida.

jueves, 11 de septiembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LX) - La vuelta al cole


(fotografía: archivo familiar)

Quien vea esta fotografía, pensará si lo digo, que es una fotografía que da la impresión de tener un siglo. Pero apenas treinta años restan el hoy de aquel ayer en que retrataron a mis hermanos, tan serios, enfundados en sus babis de rayas y con esa carita de alumnos de antaño. Y si digo que lo digo lo diré: por aquellos años, mis padres pagaban los libros de texto a plazos, y conservaban los plumieres de un año para otro, y se esforzaban por que las viejas carteras de cuero y hebillas que llevaban mis hermanos estuviesen en buen estado para el nuevo curso. Por supuesto, esto ocurría antes de que se inventaran esas sofisticadas mochilas con rueditas que tostonean las aceras de las ciudades y los pueblos, y también mucho antes de que los padres de hoy renueven a sus hijos cada septiembre como si fuesen escaparates de Elcorteinglés.

Yo no había nacido aún, estaba a punto, quizás ese mismo enero de aquella vuelta al cole sin síndromes postvacacionales ni sesudos psicólogos. Pablo, dicen, era tan despistado que perdía los lapiceros, con su parsimoniosa actitud frente a la vida que todavía conserva. Jesús debió de ser más rebelde: y cuenta mi madre casi con apuro cómo un día le dijeron que pegó un chicle a su compañero de pupitre en el pelo: a bien se solucionaría con una simple regañina (cosas de niños, dirían…) y con un buen corte de pelo para su vecino. Y hablando del pelo: ¿cómo no impresionarse con tan solo ver estos peinados con flequillo que tiende al infinito que lucen mis hermanos?

Septiembre entonces, cuando se despedía el verano sin preámbulos, y el aire agitaba las ramas del árbol aquel de mi calle, avisando de que llegaba el otoño, no era un mes triste aunque regresábamos a los horarios y a los abrigos y a los pantalones largos. El patio de mi casa y el desolado descampado frente a la panadería de la Sole se vaciaban muy despacio de críos, y se cerraban las ventanas porque el calor se marchaba sin prisas pero sin oscilar, en las noches templadas ya de octubre en las que también regresaba el pijama.

Visto después, el colegio al que yo iba no tenía el pasillo tan largo como en el recuerdo de aquellas vueltas al cole, ni las clases ni sus filas de pupitres de madera con el agujerito para el tintero, tan inmensas como aún las veo. El escenario, salvo su tamaño en la memoria (todo lo rememorado crece) parece haber cambiado poco, aunque sí los protagonistas. Siguen las paredes de aquel colegio pintadas del mismo modo, y siguen también algunos profesores de los que entonces nos enseñaron a leer. Y los niños en estas fotografías, esperando que el descampado se vacíe y haga frío otra vez, como entonces, como apenas solo treinta años aunque parezcan muchos más…