Hay fotografías que, de repente, entristecen también como un viaje. Quizás porque los protagonistas han cambiado demasiado, o porque han desaparecido, o por ambas cosas a la vez. Este retrato me ha llegado desde el sur, desde aquellos lugares en los que las paredes encaladas resisten silenciosas el calor de las siestas y el paso del tiempo. Los lugares en los que al amparo de los gruesos muros blancos se busca la sombra mientras el calor atormenta canicular las tardes de verano.
Esta niña con los zapatos desgastados nos habla abiertamente de los años en los que el calor era aún más funesto y en los que las bestias convivían con las personas en el empedrado de los patios y en la paz callada de los corrales. Y contrasta la muchachita por el color negro de su atavío y la muñeca (quizás su única) que agarra para que también salga en la fotografía, como un personaje más, vivo y real, compartiendo el juego y el cariño. Cierto es que no es la primera vez que una niña aparece vestida de luto en esta autobiografía propia y prestada, pero resulta que no deja de sorprender, aunque me consta que no es más que el guión escrito de nuestras vidas antes de que fuesen nuestras. Alterando la cronología una vez más, los niños siempre parecen más antiguos que los propios recuerdos, y sobre todo si se les viste de negro.
Esta solitaria muchachita parece sobrevivir a pesar de las estrecheces. Y la traigo aquí no por ser quien es, sino porque es también un poco de todos nosotros (por si nos flaquea la memoria, como siempre) y de nuestros zapatos, y de nuestros calcetines, y de nuestros diminutos pueblos enclavados en medio del calor.
Paca, se llamaba así. Esta mujer, que dicen acopiaba cosas diminutas en la recámara de su casa, probablemente temerosa de que llegasen tiempos peores, es otra madre más, otra tía más, otra niña más indefensa ante el destino de segunda clase que les esperó a nuestros antepasados cercanos y fotografiados en el centro de su ruralidad que obstinados nos empeñamos en olvidar, no vaya a ser que nos confundan con quienes no queremos ser, aunque seamos.
Hablan de la memoria histórica, sin darse cuenta de que cuando empieza la historia es cuando acaba la memoria: error de quien nunca calzó unos zapatos tan gastados como los que luce esta niña; punto y a parte es la intrahistoria, que dijeran algunos, y que resulta ser aquí intrarrecuerdo, o sea, recuerdo del alma, es decir, abrillantador para sus zapatos demasiado dignos.
5 comentarios:
Gracias por volver!!!
Te cojo prestadas algunas frases como nick de msn, me encantan/s!!!jejeje. Otra vez la rambleña, que ya me he enganchado!!Estoy deseando que llegue octubre!!
Todavía recuerdo aquellos zapatos Gorila, Luís. Acudir a la zapatería Segarra, en la calle Sierpes de Sevilla, toda la familia junta para comprarnos el par de zapatos del año, era todo un acontecimiento.
Incluso te regalaban un pelotita de goma con cada par, que no hacía albergar ilusiones de tenista durante mucho tiempo.
Un abrazo.
Al igual que Gregorio, lo primero que me ha venido a la cabeza, son los zapatos Gorila,con su pelota de goma verde que era un lujo y que seguramente, era de las pocas cosas que se podían estrenar, muy de tarde en tarde...
Revivir la historia y urgar en la memoria, debería servir para que nosotros y nuestros hijos, no comentan los mismos errores que nuestros abuelos y sepamos aprovechar las oportunidades de que hoy disponemos...
Como siempre, una excelente narración de un instante retenido en pedazo de papel.
Un abrazo
good blog..
exelente blog me gusta su narrativa no soy español pero hasta me parece vivirlo al momento de leerlo felicidades
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