viernes, 16 de noviembre de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LVI) - La violencia y Machado

(fotografía: Álvaro García-El País)

Si alguien no hace mucho me hubiera dicho que emplearía esta autobiografía, por escribirse despacio y de cuando en cuando, para hablar de algo más que de los recuerdos prestados desde el ayer heredado de los padres o tíos o familiares lejanos, no hubiera dudado en responder que no, porque el ayer de hace solo veinticuatro horas no tiene cabida entre las palabras que tomo en préstamo desde las vidas ajenas que solo me atañen con su pequeña dosis de literatura que encierran.

Y, sin embargo, no puedo menos que mirar con los ojos de muchos años atrás esa violencia que algunos legitiman, como si esta, menos sutil que la de los viejos libros o anticuados poemas, o la de recuerdos que no me pertenecen, se volviera a materializar en una borrosa e imprecisa imagen perturbadora, pero no en blanco y negro. Digo bien: violencia, la de los golpes en el lomo, la del insulto, la de que revienten la puerta de tu casa y se queden con ella mientras echan a alguien a la calle, indigna e inmisericordemente; la violencia contra un menor y su madre aporreados por la ira a sueldo de un policía contra el suelo, la de empujones y brechas, la de la gente que no puede hacer huelga bajo la amenaza del despido. Quienes tanto se afanan por defender el derecho al trabajo, no se afanan en defender el trabajo digno, bien pagado, estable, justo y honroso.

Sí, es la violencia aliada con el poder. La legal violencia de los desahucios, de los abusos, de pedirle a un pensionista que pague sus recetas, de quien carga contra jóvenes sin trabajo, que tienen que hacer el equipaje y marcharse de este país de caciques, amiguismos, sotanas, monarcas corruptos y viejas banderas de patrias ficticias (cuídense los catalanes de su microestado mítico y fascista que auguran las encuestas, porque el tal Puig ese llegará quizás a reyezuelo). Cualquiera que pasee por Madrid puede darse cuenta del casi estado de excepción en el que los que temen al pueblo que dicen representar han convertido esta ciudad. Miedo que engendra miedo.

Se cierran hospitales y escuelas, mientras siguen cobrando el sueldo los manipuladores que no saben ni contar, como la Delegada del Gobierno de Madrid. Pensar que la ciudadanía se cree que solo en Madrid fueron treinta y cinco mil los manifestantes (los mismos que en Vigo o Alicante) es tomarnos por menores de edad. Esta indecente mentirosa no dimitirá; sencillamente seguirá cobrando la nómina que le pagamos todos nosotros, y recibirá incentivos por necedad e incompetencia, igual que esos contertulios grasientos y que huelen a la rancia naftalina de mil novecientos treinta y nueve, y que rezan en la misma iglesia de los que se enriquecen mientras la mayoría se hace más pobre.

Este es el ayer del ayer, o sea, el hoy mismo y la ausencia de mañana. Me acuerdo del viejo Machado, apoyándose en el brazo de Navarro Tomás, cruzando la frontera de la ignominiosa España. “El vacuo ayer dará un mañana huero”, escribió un día, quizás para decirnos que, igual que la violencia engendra más violencia, la nada nada engendra, salvo frustración, malestar e indignación que, cualquier día de estos, dejará de ser silenciosa y civilizada y pacífica, para abrir con buenas razones y vagas lecciones de democracia los telediarios de las tres

domingo, 28 de octubre de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LV) - La espera



Si las novelas nos salvan de los días de lluvia o los poemas de las tardes del domingo, difícilmente podremos empezar un lunes nublado sin abrir el cuaderno y comenzar con la escritura. La literatura, otra vez, resulta como amor que nos saca de la monotonía silenciosa de los semáforos por la mañana, y entregadas las pruebas de edición de mi segunda novela, espero como quien espera la llegada de un tren, el final de un largo invierno, la salida del trabajo o la partida de un vuelo en el anónimo aeropuerto de una ciudad extranjera.

Vivir parece un esperar muy lento y meticuloso, mientras la literatura irrumpe con su silencio amontonado en folios que uno ha escrito en la penumbra de su pequeño despacho por las noches. Una lámpara ilumina circular la imaginación y terminamos decidiendo los personajes y yo cómo poner fin a una historia o el eros romántico a un encuentro accidental entre dos amantes que se conocen por casualidad setenta años atrás, cuando solo la memoria de los nuestros existía, y se profana con la incierta eficacia de un imaginólogo nuestra historia reciente, el miedo de sus protagonistas, las noches sin calefacción de los que temen ser encontrados y cómo se prepara el equipaje para emprender un viaje que no podrá comenzar nada más que después de la muerte.

Así resulta que es la literatura: esperar y esperar, incendiando los minutos, mordisqueándome el labio impaciente y atusándome el pelo con preocupada urgencia. También tememos quienes estamos detrás de las frases largas de una novela escrita durante casi tres años incertidumbre y miedo, no solo los perseguidos, los humillados, los que huyen buscando atisbos de amor, retazos de recuerdos, historias de dobles vidas, como las de todos nosotros, y esperan en estaciones por la noche. Eso es aguardar también una novela.

Es difícil imaginárselo: un desconocido busca entre los últimos objetos que pertenecen a un muerto, una fotografía encontrada por azar tomada en un estudio fotográfico de Berlín en 1932, un informe policial y la música de fondo que trae un espía que escribe Los papeles de Madrid, como yo esta novela, aprovechando los silencios de la noche mientras te observan tus propios personajes con una duda en la mirada: ¿seré yo?, se dicen, ocultándose en la penumbra, huyendo de la luz de la única lámpara encendida de la casa.

lunes, 3 de septiembre de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LIV) - La verdad motivadora

(fotografía: El País)


A veces, el recuerdo, como si fuera un poema cotidiano escrito en verso libre, regresa desde el fondo de la memoria para hacernos viajar, en días señalados, al pasado que hemos vivido, siempre con los nervios de los reencuentros y las dudas: volvíamos al colegio cuando ya las tardes eran menos calurosas y los viejos compañeros habían crecido y llevaban un verano más a sus espaldas como una empresa acabada y heroica. Quizás estrenáramos pantalón o camisa, para parecer más mayores, que elegían aún nuestras madres, que preparaban la ropa del día de la vuelta al cole como si de un ritual muy repetido, pero sagrado, se tratase.

Se entremezcla la nostalgia con una sensación extraña de vacío o de temor a un precipicio. Apenas podría enumerar ni diez nombres sueltos de aquellos antiguos compañeros, que rozan mi edad, con la misma desmemoria que yo la de ellos; vagos nombres y apellidos que rastreo: Ángel, Roberto, José Luis, Fernando, del cual no sé nada desde hace muchos años, Cristinas, Lauras, Beatriz, cuyos apellidos mezclaría sin solución entre otros: Tardón, Moya, Sánchez, Muñoz, Salas, Saavedra… Casi todos estos, unidos inexplicablemente en el orden alfabético del grupo B que empezaría por alguna consonante que continuaba con mi cu, y en el que siempre me encontré. 

Corría el año ochenta y tantos, y muchos años más después comenzando septiembre con el aroma de los libros nuevos que mi hermano Pablo, mayor que yo, forraba con esmero: aquellos libros con círculos de colores chillones en portadas azules y verdes. Siempre que regresábamos al colegio, hacía frío. O, al menos, así lo recuerdo yo, con el viento agitando el árbol de mi calle periférica que un día cortaron dejando el hueco al cemento gris de un patio cerrado por el que nunca nadie transitaba. 

Entonces, nadie hubiera imaginado los recortes en los mismos términos en que hoy se mutila la enseñanza en España, como una burla a nuestros esfuerzos por aprender y ser más que nuestros padres. Desprecian la labor que hicieron aquellos viejos profesores ahora jubilados, y desprecian nuestra labor de docentes actuales, que no nos jubilaremos  con la conciencia del trabajo bien terminado, pero sí bien hecho, aunque los ladrones de siempre se empeñen en despreciarnos e insultarnos públicamente sin ocultar el miedo que nos tienen, porque la verdad no nos duele, sino que nos motiva. 

martes, 24 de julio de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LIII) - Madrid y una novela


(fotografía: A. Salces)


Otra fotografía que surge como de un sueño cumplido, de otro más, y que se espera con la furtiva emoción de quien busca un regalo que sabe escondido o de quien espera una carta con la noticia de un reencuentro. Y así es esta fotografía de Madrid, desde lo alto, un atardecer caluroso de julio, sobre el fondo de los viejos edificios que querían ser París en el cruce de la Gran Vía con Alcalá. Un naranja aparece con su primera brisa que hace más ligero el calor y uno piensa en que ojalá fuera otoño.

Así es como se espera que el sueño se haga realidad: una vez más la literatura, igual que una borrosa estampa imaginada que uno solo puede compartir con los buenos amigos, con una sonrisa entre temerosa y llena de nervios. Demorando con pueril energía el paso de las semanas, convivo con la paradoja de no parar de esperar el verano todo el año y estar deseando ahora que llegue el otoño como pocas veces.

Y una novela no es nada más que una novela: mentira o mentiras hilvanadas con el esmero de noches en vela y palabras que parecen dictarse en el oído silencioso de la madrugada. Y de esta pasa a mis dedos y a los borrones de no saber muy bien cómo continuar con la vida si no es llena de palabras. De aquellas tempestades vienen estos queridos lodazales, los de la literatura, los de los atardeceres en Madrid esperando que llegue septiembre para poder ver un libro más en las estanterías de algunas librerías y dudar si es verdad o es solo la ficción de las páginas inventadas, que un día miré con la atribulada conciencia de no ser yo quien estaba allí, sino la historia enredada de mis lejanos antepasados con Madrid diluyendo su tarde al fondo. 

sábado, 9 de junio de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LII) - Antología del horror


(fotografía: Gervasio Sánchez)

Pocas veces uno siente viendo una exposición el dolor de un mutilado o las quejumbrosas miradas del hambre, como si el famélico que te mira desde el otro lado fuese también un familiar tuyo o un mero conocido. Se siente así cuando uno mira de cerca la obra de Gervasio Sánchez. "Antología" lleva por nombre esta retrospectiva sobre los horrores de un mundo contemporáneo, que a veces son solo un vago titular de periódico: desde América Latina a Sudán, pasando por Camboya, Sierra Leona o España, que también deja sus pequeñas dosis de negra historia. 

La mirada intensa de los niños que han perdido una pierna por una mina antipersona tiene el mismo color que tiñe las desgracias de esa civilizada Europa que también cavó sus fosas en Sarajevo, como si fueran instantáneas tomadas en los viejos años cuarenta: pero los escaparates y los coches delatan un recientísimo pasado que casi es presente: cuando una madre anciana contempla la maleta donde su hijo desaparecido en el Chile de Pinochet ha atesorado el tránsito del tiempo con la misma lentitud con que se mueren varias niñas en un repugnante hospital de Sudán, víctimas de la miseria y la enfermedad. 

Da dolor porque al regresar de esta exposición uno escucha cómo cien mil millones salvan bancos y no salvan de la hambruna, la guerra y del miedo a todas esas persona fotografiadas con una sensibilidad implacable y que, en el fondo, nos sacude el alma como los rostros de los niños soldado de África, moribunda siempre, siempre lacerada por la probreza y el hambre. Este fotógrafo, arriesgándose la vida, ha convertido en obras de arte todas esas teclas que sabe tocar la desgracia, y en un incuestionable documento gráfico que retrata el daño que solo el hombre sabe acuñar en la piel del hombre. Todos pobres, todos descalzos, todos envueltos en una atmósfera de mal presagio y de ausencia de futuro. 

Qué tristeza contemplar el horror ajeno, sin poder hacer nada, salvo poner el objetivo de su cámara. Solo aventurarse a denunciar, como si Gervasio Sánchez hubuiera sabido traer el miedo y el dolor por las pérdidas a nuestras sobremesas, para que recibamos por lo menos el postre de la conciencia, mientras los salvabancos siguen anudándose con maestría sus corbatas en sus cuellos almidonados y blancos, con un deje de metafórica horca que espera solo a quienes caminan descalzos por las calles de ciudades desoladas por la guerra. 

(a Gervasio, por si leyera algún día esto, y a sus protagonistas)

sábado, 18 de febrero de 2012

AUTOBIOGRAFÍA (LI) - Wert naranja, Wert cristal...







Una autobiografía, por pequeña que sea, se compone de tantas cosas como nos hacen ser mejores o peores; allá cada cual con sus circunstancias, que deshumanizadas o no, resultan tan propias como el color de nuestro pelo, la forma heredada de nuestra nariz o el gesto que recuerda a una abuela o quizás a un abuelo que uno ni siquiera ha conocido.


Y como autobiografía también el trabajo se suma al capítulo de “imposiciones” que toda vida contada lleva consigo. Nunca he querido dedicarle demasiado tiempo a la educación en esta bitácora, porque siempre me ha gustado más evocar el pretérito imperfecto de nuestros antepasados reales y ficticios. Y no he querido darle demasiada importancia a lo que uno hace a diario: porque hacer algo cada día le hace perder al acto la trascendencia que tiene ver un paisaje por primera vez o compartir de buena gana un primer beso o un abrazo.


El caso es que no quiero referir nada más que lo estúpido que puede ser un responsable político. Debe ser una idiotez adrede, y por ello consciente: harán reformas para que solo “los mejores” accedan a la función pública docente. Por ende, los que estamos ahora somos todo lo demás: los peores, los más bobos, los más irresponsables, y vagos. Diciéndolo así solo suena como una canción anticuada, un mantra que repetirán hasta el éxtasis con la única finalidad del insulto y de degradarnos más aún. Solución: pues que nos larguen, que todos estamos de paso en este oficio y en el más complicado de todos, que es vivir.


El necio que ahora rige los destinos de la educación española suena con tanta tontería a ese tipo de ritmos que nos machacan desde los medios como uno tiene en la cabeza: desde el famoso La, la, la, hasta aquel publicitario wert naranja, wert cristal, como canturrea un amigo cuando abre el departamento con su sana sorna. Debe ser que tanta tertulia ínfima le ha secado el cerebro. Lo bueno es que Quijano sabía lo que se decía y este gobernante se cimbrea intelectualmente, como lo hacía Massiel, embutida en aquel vestidito vintage de indecoroso floreado.


Supongo que aquel año de 1968, cuando yo aún no había nacido, también en el pequeño cuarto de estar de mi casa, se escuchó esa canción que no deja de tener la gracia de la que carecen los hombres de gris, aunque aquella emisión también fuese en blanco y negro, como nuestro futuro en las manos de esta gente.


(Para Alfredo, por sus mangíficos humor y compañía)

(Para Rubén, que no estuvo en la lista, aunque para qué...)

domingo, 25 de diciembre de 2011

AUTOBIOGRAFÍA (L) - El silencio.






(fotografía: archivo personal)



Unos días antes de que nos privaticen también el íntimo placer de caminar, vuelvo a hacerlo y a publicar una fotografía parecida a la que publiqué el mismo día de hoy, pero de hace un año. Nada da la impresión de haber cambiado: seguía el mismo silencio de postfiesta, de barullo atenuado que cena sopa, con el mismo tintineo de cucharas sobre platos en crisis. Hace también el mismo frío, ese que congela la punta de los due se esconden en los bolsillos de la trenka.


Si algo me hace sobrevivir en estos días es precisamente el silencio con que duermen las calles, mientras hacen la digestión regentina de un asado embadurnado de mentiras familiares, a pesar de la basura que atesoran los alcorques, de cuyos vecinos poco se puede decir, salvo lo guarros que son, y habrá que decirlo.


Quizás también el frío además de helar alela: "minijob", la botella, puercos de L&B convertidos en ministros, miniministros, minigolfos, a golpe de zamboba pajillera a costa del erario. Parecen felices en su mustia nostalgia navideña, mientras las calles amuerman como un domingo de lluvia, pero con el cielo despejado.


Después otra vez los mismos rituales: esta semana entrante tonta y malamente iluminada, la nochevieja borracha y en tacones, y después los reyes, que a tenor de cómo anda la aristocracia, vendrán a robarle los juguetes a los niños. Sin ironías: todo está en silencio, no hay más bruma que la del futuro y no termino de ver la botella medio llena ni medio vacía, la veo con bigote, nada más. Lo que nos queda por ver vendrá, lo incorporaré a la autobiografía de mi diminuta pereza por existir y, después, otra vez la mansedumbre navideña y derrochadora, sus filigranas absurdas en balcones y su espumillones que fingen la felicidad mientras, como el año pasado, los de siempre husmean en nuestros bolsillos para quedarse hasta con la calderilla, que ya ni sirve para aguinaldo.



Poco queda más por decir, por temor a repetirme, a retroalimentar mi tristeza, quizás porque no me sale de los cojones estar contento ni ruidoso. Me caigo en el silencio de los adoquines húmedos y no quiero marcharme: felices calles desiertas.