lunes, 1 de diciembre de 2025

AUTOBIOGRAFÍA: El ruido y los ruidos. 





Existen muchas formas de ruido que no son solamente aquellos sonidos estridentes que no nos dejan dormir en las noches urbanas. Los que vivimos en las ciudades lo sabemos, tenemos la certeza insomne del tráfico, las lejanas y cercanas sirenas de la policía, la urgencia de las ambulancias de madrugada, el murmullo del tráfico incesante, la metálica reverberación de las terrazas nocturnas, el griterío de noctámbulos que salen de los bares de copas... Esos son los ruidos que impiden el sueño. 

Por lo demás, hay otro ruido, mucho más dramático, que enturbia el silencio de ir caminando por la ciudad mientras uno piensa en sus cosas. Es una onda que no siempre es estrictamente sonora, sino emocional, perturbadora. Es el ruido de la mala educación, de la ignorancia, de la falta de sensibilidad estética (basta mirar en el atardecer las luces blancas de algunos domicilios, o la luz hospitalaria que invade las aceras con esa tecnología impronunciable que se denomina led). El ruido es también el del odio, el de algunos discursos intolerables que se han instalado en la cotidianidad insensible de las barras de los bares en los que uno busca circunstancialmente un café matinal o vespertino. El ruido atronador de la política es capaz de hacerle marchitar el ánimo a cualquiera: corrupción, discrepancia errática, futuro incierto, racismo, odio tribal. El vocerío mocoso de una adolescencia que no para de engullir porquería a través de sus teléfonos móviles, con el beneplácito de sus padres superados, garantiza la continuidad futura de la intransigencia, la ignorancia y el desequilibro mental de cuantos han encontrado en sus pantallas el sustituto del libro, el museo, la música o la simple belleza de caminar pisando las hojas caídas del otoño sobre las aceras.   

El mundo convertido en un centro comercial hace las delicias de gente miserable y necesaria en este nuevo orden mundial de la estupidez: otra vez se han poblado de luces navideñas las calles de nuestras ciudades. Es la ruidosa luz de la vulgaridad, de la contemplación despreocupada, de una indolente falta de conciencia. Empieza la época en que se decoran árboles, pero hemos dejado de mirarlos con la atención que se merecen para apreciar su hermosura y saber interpretar la rugosa partitura de su corteza rugosa. Olvidamos así, de golpe, cegados por los fogonazos, el otro lado de nuestro planeta, cada vez menos azul y menos verde, el genocidio, la contaminación, la miseria de algunos países y la ola totalitaria que parece ensombrecer el mundo con sus patéticos dictadores, que claman contra lo que llaman "cultura de la cancelación" mientras buscan paredones para cancelarnos a los demás.  

El ruido y los ruidos hacen, en ocasiones, invivibles las ciudades y la vida, cada vez más hostil. Mientras, hay quien se afana por hacer que no veamos más allá de lo que se esconde detrás de todo ruido: evitar que nos amemos con la palabra, que se nutra nuestra vida de ideas, de belleza auténtica, del sonido armonioso que desprenden las cosas sencillas y de la lectura pausada. El griterío de las aulas, la desafinada fealdad del rugido sin cerebro y el verbo sin alma se han normalizado hasta en los medios de comunicación. La educación ya no puede frenar el turbulento bullicio de la ignorancia porque se premia la estulticia y ruidosamente se desprecia el conocimiento y la hondura del pensamiento. Y esta desoladora aversión por la cultura viaja desde los Parlamentos hasta el último vagón del suburbano, desde la mesa donde se educa a los hijos hasta las aulas, desde los teléfonos móviles hasta los más lejanos territorios devastados por la guerra. 

El ruido y los ruidos son en definitiva una devastadora forma de despojarnos de la capacidad que tenemos de encontrarnos con la verdad. Las heridas de la postmodernidad nos dejan medicados, sobreexpuestos a la idiotez, deprimidos, agotados, hiperactivos e insensibles, pero ensimismados, creyéndonos que somos lo más importante, haciéndonos tener la certeza infundada de que somos especiales en nuestro propio vacío lleno de ruidos. Silencio, ¿lo escucháis?  


lunes, 3 de marzo de 2025

AUTOBIOGRAFÍA - Primavera



Todos estamos necesitados de la primavera, más allá de la mera abstracción que suele ser. Y no buscamos en ella ni sonetos, ni versos pastoriles, sino que se calme el frío, que los días empiecen a notarse más largos, que las tardes prolonguen sus silencios de siestas hasta más allá de las siete, que es la hora en la que empieza a declinar el día. 

Todos buscamos, a nuestro modo, una primavera. Esta que está en ciernes es la de todos los años, la que nos recuerda que se renace, que los árboles se visten de amarillo o de blancos, acacias mimosas y almendros, que inundan el aire con su suave aroma. La primavera no es más que una esperanza más; la esperanza del verano, del calor que se ahuyenta solamente bajando las persianas, y que nos recuerdan el invisible canto de los pájaros que, con las primeras temperaturas suaves, brotan como un torbellino musical que todo parece llenarlo. La lluvia es la primavera, ocupando con su olor húmedo los espacios en que el alma se ensancha, se olvidan las obligaciones cotidianas y se mueren de aburrimiento los domingos, junto al fuego. O los lunes, si acaso pudiéramos el primer día de la semana dar esquinazo al rumor perezoso del trabajo, del atasco urbano y de los sonidos broncos de las ciudades cuando se levantan aún con el último sueño adherido en los párpados. 

Todos estamos atentos a la llegada de la primavera y todos buscamos un rayo de sol tibio que nos sumerja en el ensueño del calor veraniego, aún lejano y distraído. Y así como nos morimos por que vengan los días cálidos, nos despertamos en medio de la maraña cotidiana que nos haría insoportable la vida, si no existiera el proyecto lejano de una primavera cercana que aventuran los días un poco más largos y las temperaturas más llevaderas, y los paseos menos ensimismados que cuando los abrigos nos encierran en nosotros mismos para ahuyentar el oprobio del frío.