lunes, 18 de noviembre de 2024

AUTOBIOGRAFÍA - Recuerde




Aunque suelen utilizarse indistintamente los verbos “recordar” y “acordar”, no son ni mucho menos sinónimos. Se recuerdan los veranos de la infancia, el barrio en el que naciste y ya casi no visitas; se recuerdan las tardes de colegio y los padres que ya no están. Se reserva, mientras tanto, “acordarnos” para aquello que es efímero e intrascendente: de la leche que no hemos comprado en el supermercado, de avisar al vecino de que el cartero dejó equivocadamente una carta en nuestro buzón. Nos acordamos, en ocasiones tarde, de hacer una fotocopia, de recoger de la tintorería el viejo abrigo que dejamos allá por primavera, o nos acordamos de hacerle la revisión al coche, víctima de los cien mil kilómetros de idas y venidas al trabajo. Acordarse es el verbo de lo fungible y de lo que no es necesario del todo; el verbo de la caducidad de los yogures y de lo reciclado que, pasado el tiempo, no alcanzaremos a recordar por innecesario.

Recordar, por el contrario, cimenta lo que somos; construye cuanto sentimos como propio y edifica aquello que llamamos cultura: el recuerdo es sólido; el “acordamiento”, débil y poco interesante. Soy de los que piensan que los poderosos fomentan una especie de debilidad conspiranoica para que mientras empleamos la energía del recuerdo en “acordarnos de”, no recordemos en realidad, y sea cada vez nuestra memoria más frágil y, por ende, nosotros más vulnerables ante la mentira. Recordamos poco y mal, me digo. Quién se acuerda ya de los hilillos de plastilina en ascenso vertical que abrieron paso al comienzo de burdas maquinaciones: las armas de destrucción masiva o que un vasco fue el culpable del peor atentado de la historia. Quieren que nos acordemos de las víctimas, pero no que las recordemos, porque entonces será como fijarlas en la memoria y hacerlas parte de nosotros, para que la verdad construya lo que somos. El desasosiego de la urgencia, la sobreabundancia de información, las ciudades ruidosas y contaminadas en que apenas ya se puede pasear sin ser atropellado por turistas, el agotamiento permanente ante el esclavizador trabajo por el que recibimos el salario, el tráfico y el atasco, la telebasura, la suciedad de la política y su pueril discurso nos adelgazan la memoria para fomentar solo un recuerdo a corto plazo, para acordarnos de lo inútil y prescindir de todo lo demás, que es necesario, profundo y hermoso.

Vivimos en un mundo obstinadamente olvidadizo. Europa parece haber olvidado el horror de los campos de extermino, el olor agrio de las bombas, el terror atómico, los sanguinarios dictadores y, sin recordar, apenas nos acordamos de aquellas páginas de los libros de historia en que aprendimos muy poco y que, ayer mismo, la escuela tuvo que enseñarnos a los recién llegados a este mundo. El odio y la indiferencia ante el padecimiento humano invaden el presente y nos borran el pasado, como si nada hubiera existido, como si las cronologías de las que formamos parte no fueran un pedazo de la historia de la que todos somos protagonistas y que huye de la permanente explotación de esa memoria a corto plazo que hace que nos acordemos de las cosas menos importantes y nos hayamos olvidado de lo esencial que somos: nuestro recuerdo nos sitúa en el mundo y nos proyecta haciéndonos saber lo que seremos y lo que fuimos, y también lo que nunca seremos. Habrá que empezar a recordar en serio, aunque solo sea para que no nos tengamos que acordar de que un día tuvimos la certeza de saber cómo sonaba el canto de los pájaros en las ciudades que habitamos.

viernes, 11 de octubre de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: El regreso del otoño. 



A pesar de los rigores del calor, el verano no es solo un periodo vacacional en el que los que escribimos nos dedicamos a escribir sin mirar los relojes del infortunio, que nos amenazan con sus estridencias en las madrugadas inhóspitas en las que emprendemos el camino hacia trabajo. El verano que recientemente hemos enterrado, con la tristeza de un funeral al que acude poca gente, es algo más: es un periodo de recuperación. Verano no equivale, pues, a vacaciones solamente, también a recomposición, a reelaboración de lo que somos y queremos ser, a voluntad de seguir amando a los nuestros, a reencuentro con el hombre que dejamos de ser a diario poco a poco en la rutina. Nos diluimos con la lentitud con que cae la arena por el diminuto agujero de una extraña cuenta atrás en cada día que nos devora el trabajo, la ingratitud de las esperas en los semáforos en rojo y, como por ensalmo, el regreso al frío, a la manga larga y a la estufa. 

Solo el otoño se hace vivible contemplándolo de frente. Es necesario marcharse al campo, entonar una oda a la vida retirada y celebrar íntimamente las luces que declinan cuando apenas son las siete de la tarde, para comprender que las ciudades nos roban la hermosura de esta estación del año, que también podría ser la parada de un tren hacia el reencuentro. El otoño, con su carga inmisericorde de responsabilidades dobladas en los cajones de los armarios que un julio decidimos cerrar hasta nuevo aviso, resulta casi siempre tentadoramente triste: suplicio para los deprimidos, retorno a los lapiceros y a los cuadernos, a los libros y a la tiza, a la factura de la calefacción y a la cena tibia que presagia un acostarse pronto. Y, a pesar de todo eso, creo que su belleza no tiene nada con que compararse. 

Pienso en la utopía de un otoño sin prisas, sin retornos escrupulosamente calculados por los dueños de las grises oficinas, sin las chuscas paletadas de presidentas autonómicas con las pilas recargadas de estulticia, sin hispanidades que celebrar, sin vírgenes del Pilar ni devotas visitas a los cementerios en noviembre. Pienso en los otoños sin eso, y caigo en la cuenta de que la amarillenta placidez de las hojas caídas nunca tuvo la culpa de todo lo demás. Y que habrá que buscar a los responsables de tanta ignominia inmerecida y meterlos en la cárcel, para así, definitivamente, liberar al otoño de sus malos presagios y devolverle la hermosura perdida desde que los tiempos en que se inventó la escuela.  

viernes, 9 de febrero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Refugio de escritores



El oficio del escritor ahora no es otro que buscar refugio. Y ese refugio se sustancia inevitable en la belleza. Incluso en estos días en que el plomizo color del cielo inunda la ciudad desprovista de abrigo, repentino frío que proviene de lejanas latitudes y de vaivenes climáticos insospechados, existe siempre una grieta por la que se entromete una hermosura que es, a veces, repentina o inesperada. 

Cansados del griterío unánime, de la torpeza brutal de los políticos, de la zafiedad enclaustrada de los colegios en los que nos ganamos la vida como podemos, el escritor encuentra en la palabra, en la consonante y en el verbo exacto el resquicio a través del cual la poesía se asoma en su encuentro con la página en blanco. Aburre la mezquina suciedad del grito, de la burocracia deforme, del trámite vulgar en que vivir se convierte con su monótona música ruidosa en un sobrevivir diario. Mientras explico la sutilezas de un soneto, el grosero murmullo y la estúpida suficiencia embebida de la ignorancia se muestran despectivos con aquello que no se entiende. Decía Machado que el español desprecia cuanto ignora. Y Juan Ramón, más sutil: "Belleza que yo he visto / ¡no te borres ya nunca!". Cuando sabemos apreciar lo hermoso, su impronta se queda para la eternidad con nosotros, como si fuera una energía transformadora de lo que somos.

Los españoles están educándose en la rudeza, en la torpeza de la lengua a trompicones, en el consentimiento de la mala educación, en la tolerancia hacia el violento zarandeo del gañán. Hasta las consabidas doctrinas políticas han reducido su discurso al like, al emoticono y a los eslóganes burdos. Si los escritores no nos rebelamos contra esta ola de olor nauseabundo, también nos devorará a nosotros. La insensibilidad hacia lo bello no es solamente fracaso, es también connivencia con lo horrible, tolerancia hacia lo sucio, indiferencia ante el dolor de los demás e incomprensión hacia el que sufre la desdicha.   

Nunca he sido partidario de los paraísos artificiales, ni los defiendo como ejemplo de aciertos literarios. No he encontrado jamás el refugio en ellos. No sé quién, pero nos están condenando al ostracismo y, otra vez, al exilio: exilio de interioridades. Renunciar a la belleza del mundo es también renunciar a la verdad, a la justicia, al amor, a la sabiduría. Lo es desde los tiempos de Platón, pienso: y si hemos de refugiarnos ante la incomprensión generalizada, no puede ser que solamente hablemos en nuestros poemas y en nuestras novelas. Tendremos que levantar la voz para que nos escuchen, aunque no entiendan lo que digamos.   

viernes, 19 de enero de 2024

AUTOBIOGRAFÍA: Volverás... 


No lo digo yo; lo dice un verso que escribió Miguel Hernández: "Volverás a mi huerto y a mi higuera", y aquel poema, convertido en uno de los más hermosos de nuestra literatura, lo publicó en un libro excepcional, quizás uno de los mejores poemarios de nuestro siglo XX, El rayo que no cesa. Esta es la higuera antigua a cuya sombra protectora quiso esperar el regreso de su amigo. He vuelto este año a la casa de Miguel en Orihuela (su pueblo y, por extensión, también el mío: y también el de todos). 

Leo con asombro, perplejo y aterrorizado, en la prensa, que la Alcaldía de este pueblo, ha intentado dejar sin dotación económica el premio de poesía anual que lleva el nombre de uno de los poetas más grandes que ha dado nuestra lengua. Su concejal de cultura lo ha intentado, aunque parece que el alcalde ha rectificado esta decisión, empujado por la ola de indignación que suponía borrar el nombre de Miguel de un premio destinado a conmemorar su figura, vivificar todos los años su recuerdo y promover el amor por la escritura. Ahora dicen que es un error, que nunca quisieron acabar con el premio, ni desplazar al olvido el nombre del vecino más ilustre de Orihuela. 

Sería mucho pedirle al concejal de cultura que conociera la obra de este poeta, más allá de la propaganda y los atávicos odios que motiva para algunos aún su figura. La normalización del desprecio ha convertido en natural que alguien tan inepto adquiera ya no cotas de poder, sino cargos en los que la ciudadanía pueda verse representada. Podrá representar lo que quiera, pero no representa el espíritu de una sociedad democrática y avanzada que debe preservar, por encima de todo, la cultura. Miguel Hernández es cultura y cultura viva, lo es cada vez que abrimos un libro suyo o leemos su poesía en voz alta, sí, en voz alta, para que quede claro que los poetas son viento del pueblo. 

Algo parecido e igual de sombrío protagonizó hace no mucho el alcalde de Madrid, cuyo sueldo no solo pagan sus votantes. Retiró unos versos de Miguel Hernández que estaban en un memorial del Cementerio de la Almudena conmemorando a las víctimas que fueron fusiladas en sus tapias. La poesía del poeta de Orihuela sigue siendo motivo de polémica al parecer. La verdadera Transición vendrá cuando esta gente decida leer con otros ojos la hermosura de sus versos y despojarse la mirada de prejuicios ideológicos de colegio de monjas de postguerra. 

Esta gente olvida que Miguel Hernández es un poeta luminoso, que convoca la voz del pueblo porque él mismo supo pertenecerle y cantarle. Extraordinario en el soneto y extraordinario en el verso libre: inteligente, gongorino y también nerudiano, profundo y festivo. Universal: nunca las cebollas destilaron tanta humanidad y humildad como cuando puso en ellas su voz y su talento. Miguel Hernández fue un poeta excepcional y un hombre honesto, que convirtió la tragedia de su vida y el abandono al que lo condenaron para dejarle morir, en poesía. A Miguel se le recuerda por esto; quienes intentan decididamente borrar su nombre, de aquí a unos años, no serán nada más que el pasto mediocre del olvido. El "árbol carnal, generoso y cautivo" de sus versos ha echado raíces y va a ser difícil arrancarlo. 






martes, 18 de enero de 2022


Autobiografía: ovejas negras. 



Siento la ambigua emoción de los primeros momentos, esa que es difícil expresar, sobre todo cuando sostengo entre mis manos este pequeño libro que es la quinta obra que publico. Otro sueño cumplido, pero huyendo de las ficciones. Un ensayo quizás no sea el mejor modo en que un escritor cuenta los sueños que han poblado sus noches y sus días, aunque es verdad que en un ensayo sobre literatura no se abandona rotundamente lo ficcional. Imaginación y realidad se entretejen en este manual atípico y antiacadémico para extender la lectura de los clásicos más allá de los empolvados tratados filológicos.

Decir ensayo tiene la resonancia de una credibilidad vetusta: Unamuno, Ortega, d'Ors. Y quería también bordear otras palabras, las de Baroja, Umbral, o las de Umberto Eco. No busco asombrar, sino desvelar. Pero no con los desvelos de Cervantes, sino en los de la clarividencia de románticos, fanáticos del punk o sonrosados escritores edulcorados con la pulcritud de la delicadeza burguesa. Humanistas y rockeros, galdosianos y burócratas soviéticos se mezclan en estas páginas. Y entre todos ellos, esta oveja pasta en un campo dulcísimo y reinvidica su condición de lectora que rehúye de academicismos, de lugares comunes para encontrar en los clásicos las respuestas que nos hagan entender mejor estos tiempos que corren.

La precariedad laboral, el desclasamiento social, los futuros terrores de los fascismos venideros, las mentiras de los medios de comunicación, la mal entendida cultura de las masas puestas al servicio del consumismo obsceno son, entre otros, los asuntos contra los que nos puede prevenir la literatura si la leemos con los ojos del pasado puestos en el presente. La palabra escritura es alarma y precaución. Las ovejas negras se salen del rebaño para utilizar la perspectiva, la distinción, la formación, la educación y los libros para ser, ante todo, voces en la conciencia de este desconcienciado mundo basura.

Y así, como una batalla dialéctica contra los necios, los mentirosos, los manipuladores, los padres del pensamiento único y la corrección política pasta esta oveja con la indiferencia de un bovino no necesita decir palabra alguna para mirar escéptica la realidad que nos rodea.


miércoles, 8 de septiembre de 2021

AUTOBIOGRAFÍA: Recuperando el tiempo perdido. 

Un año ha transcurrido como si nada hubiera cambiado, o casi nada desde esa última vez. No he dejado de escribir, aunque estén los folios aún en blanco y esperando la cuartillas en ese territorio de lo inesperado que se llama mañana o quizás el próximo mes. 

Ya ha pasado un año, digo, y lentamente, parece regresar todo a esa vieja normalidad que hoy más que nunca da la sensación de ser caduca y más anciana. Desandar los caminos viciados del presente: buen comienzo, buen punto de partida, si se quiere. Los que vivimos en los libros, es decir, en la realidad, sabemos lo difícil que es irse labrando el oficio de la escritura. Tenemos nuevas oportunidades de seguir el fructuoso florecer del trabajo silencioso de escribir un libro y, después otro. Este septiembre tengo la fortuna de recuperar el tiempo perdido: pandemia, restricciones, confinamientos, prohibiciones, distancia. Es el léxico de la tragedia cotidiana, que se suma a ese antiguo diccionario que ya nos conocíamos al dedillo: trabajo, madrugar, monotonía de lluvia tras los cristales. El otoño, la rapidez de las tardes en octubre, su descender vertiginoso. 

Este septiembre tengo la fortuna de celebrar que espera, sobre el surco, como el arado espera, la llegada de otro libro, mi quinta obra publicada y escrita: quien me conoce sabe que no tengo nada en el cajón secreto que todos los que escriben tienen en la mesa de su despacho. Y este septiembre, la editorial Bohodón ha querido que esté dos días firmando Crónica del último invierno en la Feria del Libro de Madrid, que esta vez en septiembre, nos recuerda que hubo un tiempo anterior a este. 

Así que doble celebración que quiero compartir con los pocos lectores que tiene este blog, esta bitácora personal y biográfíca y casi tan íntima que, a veces, pienso que solo escribo para leerlo yo solo. Si alguien en cualquier caso lee esto, quiero que sepa que tengo la sensación de estar recuperando el tiempo perdido, y un profundo agradecimiento a quien hace que todo lo bueno que ocurre parezca posible. Vale. 


 

  



jueves, 10 de septiembre de 2020

AUTOBIOGRAFÍA - Vivir hacia dentro. 




Ya se van a cumplir siete meses desde que un día dijeron que no debíamos salir de casa. Las realidades invisibles se comportan así, empujándonos a abandonarlo todo, a cerrar los comercios y hacer desaparecer el bullicio de las ciudades. Mientras la muerte se agarraba a los telediarios, tuvimos que empezar a vivir dentro de nuestras casas como nunca antes. Muchos iniciaron el complicado proceso de empezar a vivir hacia dentro. 

Entonces ese vivir hacia dentro nos hizo esperar, nos hizo aburrirnos, nos hizo mirar a través de la ventana, conocer al vecino, reconocer de nuevo nuestra calle, comprender qué significa el silencio en las noches, escuchar con deleite el canto de los pájaros, que volvieron a las ciudades pensando que no regresaríamos nunca más. Vivir hacia dentro significó descansar, oler con cierta tranquilidad ese extraño aroma del café en las mañanas sin prisa. Quien no podía vivir en su particular encierro era aquel que se descubría a sí mismo a diario tan vacío como suele ocurrirle cuando se vive en exceso hacia las afueras de nosotros mismos. Demasiado fuera de nosotros. Demasiado lejos. 

Necesitamos, nadie lo duda, espacios abiertos, acantilados, mar, luz, viento. Escuchar el aire moverse en las ramas es una forma de no sentirse a solas nunca. ¿Quién duda que el hombre nació libre para no vivir en el encierro de su cuarto de estar, de su pequeño dormitorio o de su minúsculo despacho frente a la pantalla plana del ordenador? ¿Quién duda que la libertad es algo más profundo que berrear una consigna mientras se hace sonar una cacerola? Hay sonidos tan huecos como algunas cabezas. Vivir hacia dentro era salvarnos la vida, en el fondo. 

Ni mejores ni peores. Escribo algo que no es una novela para resarcirme de la imaginación o, al contrario, para reconocerme mejor en la realidad. Ni mejores ni peores después de la pandemia, que aún suma titulares en los laboratorios manipulados de la prensa. Ni mejores ni peores, mientras la democracia se debilita porque hay quien embiste con la burda mentira de los eslóganes oportunistas y baratos: negacionistas chuscos, hombres de las cavernas que dejaron de creer en el trueno para creer en las tormentas. Seremos iguales, quizás, cuando podamos salir definitivamente y mirarnos el rostro sin hacerlo en su mitad, con la cara descubierta. Iguales que antes de que nos confinaran y parecidos a lo que seguimos siendo con el rostro embozado. Quien no supo vivir hacia dentro no conoce el gran tesoro que esconde el silencio, leer en la madrugada una novela o evitar que los despertadores agiten el sueño como si fuera un maltrato matinal. Esto es vivir hacia dentro: quien lo probó lo sabe.