lunes, 8 de diciembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXVI) - La burra sumisión

(Fotografía: archivo familiar Valle Bascón)



Vuelvo a los viejos retratos, a las fotografías antiguas que bordean los años cuarenta con esa inexplicable razón ambigua de su ser. Y no porque en ella aparezca este muchachito ataviado de domingo con aquellos zapatos blancos y negros que pondría de moda el cine de las ciudades luminosas, ni tampoco porque pose su burro con esa aristocrática belleza borbona de grandes orejas. Vuelvo a ellas porque reconforta pensar que algunos heredamos sin remilgos el convivir con las bestias de carga. Y lo pienso en fechas como estas de derroche eléctrico, calefactores sofisticados y avenidas repletas de bombillas costeadas por alcaldes sin escrúpulos y dinero ajeno, o sea, el nuestro.

Es una hermosa fotografía, sin riesgo de extinciones ni de cambios climáticos. Es menester regresar a los patios empedrados y a nuestras viejas casas de grandes y frescos muros para acordarnos, una vez más, de lo que fuimos. Y viene del sur, hasta esta ciudad que parece contemplarlo como buscando la utopía infinita de la felicidad que no se puede comprar en los grandes almacenes. Mientras, las crisis asustan a extraños y propios con sus turbulentos tecnicismos bursátiles. Entonces, solo importaba la bolsa del pan: que estuviese llena para continuar con el trabajo.

Él es Miguel, el hermano de esa otra niña, Francisca, que agarraba con furioso amor a su muñeca, mientras ella calzaba unos zapatos roídos sin herencia, ni otras dotes que las de saberse ella misma su poseedora única. Tal vez como le ocurre a este chaval, que muestra con orgullo rural y honda honestidad su bien, su único bien tangible, es decir, su pollino blanco, sin hipotecas, ni letras ni demás zarandajas mediáticas. Un simple y llano burro, famélico y canijo, como eran entonces los burros del pueblo, porque incluso entre los asnos hay clases: los robustos monarcas y los esmirriados animales solípedos de carga, cuya bondad y bronca testarudez han querido atribuir a algunas personas a quienes, dicho sea de paso, ni se les parecen.

Valga pues este post como homenaje a los que dieron su vida por la carga, que no solo fueron animales, sino también hombres. Ellos nos engendraron lejanamente en la historia. Nosotros, olvidándolo, utilizamos con la misma ligereza la visa estos días, que con sumisión pollina acatamos lo que otros nos imponen: publicidad, normas, impuestos municipales… alfalfa, en definitiva, que tragaremos sin rumiar y sin memoria.



sábado, 22 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXV) - El hijo pródigo


Las autobiografías son también esos pequeños reveses que la vida da y que, recibidos despacio y con la impronta de las grandes catástrofes, después se relativizan sin querer hasta desaparecer en el bullicio de la vida, la anónima, con la que me siento mejor y reconfortado. Recurro a Machado una vez más, porque con él se entiende la avaricia del alma gris castellana de la que anoche hablamos unos amigos y yo. Decía el poeta que todo necio confunde valor y precio, y no pudo nunca decir verdad más honda, aunque hayan sido tantas las verdades a las que nos ha acostumbrado su poesía.

¿Por qué digo esto y lo ilustro con esta fotografía? Porque en tiempos de crisis y de banqueros y curas gordos que mojan sus bizcochos en el chocolate que todos les pagamos, hay que apelar a la imaginación y contravenir las normas del mercado. Fui a ver esta casa, y el amable vendedor me pidió más de cuarenta millones de las antiguas rubias. Hablando con él, me dijo también que buscaba comprar una casa más pequeña con el dinero que recibiese del piso que vendía, y yo pensé en mi pequeña casa de grandes muros y acariciante tarima de madera. Le propuse al comprador “tú me la compras a mí y yo a ti”, lo cual era un poco la música celestial del comienzo de un buen trato. Pero pensé más: era posible salir ambos beneficiados si a ambos pisos se les hacía una potencial rebaja del 33%, de tal manera que yo mi casa se la vendiese por la exigua cifra (relativo adjetivo) de 125.000 euros, infravalorada o, mejor, depreciada, y yo le daba a él además 136.000 por su casa, de la que no vale ni un solo enchufe, y que visualizo ahora como un mal montón de escombro. Estábamos vendiendo cosas más caras mucho más baratas de lo que en verdad dicen que valen hoy las cosas. Nos ahorrábamos dinero y satisfacíamos ambos nuestras necesidades mutuas. ¿Cabe mejor trato imaginativo en tiempos de crisis?

Pues aguanté estoicamente a que no solo no escucharan la excepcional oferta que planteábamos, sino que el hijo tonto del dueño de la casa me llegó a decir en varias ocasiones, sentado en MI sillón, que MI casa no era MI casa, y que yo no le podía vender a él mi piso a ese precio porque no le vendía un piso, sino una deuda (la que contraje con el banquero gordo hace cinco años). El hijo pródigo desmenuzó su estupidez llegando incluso a ser altanero y maleducado, cosa que soporto menos. El señor pasó de los cuarenta y uno a los treinta y siete, y de los treinta y siete a los treinta y ocho, aduciendo que debía encarecer su casa para pagar las escrituras de la mía (delante de mí, diciéndome algo así como que yo también tendría que pagar sus escrituras). El maleducado del hijo dejaba de escuchar cada vez que le sonaba su móvil. Y el bueno de su padre seguía sin enterarse de nada. Finalmente, la didáctica condujo al entendimiento y vio en nuestro trato la buena oferta que desde el principio había. Y me dijo un tibio “sí”, que debía de madurar.

Y quien maduré fui yo, biográficamente hablando. Tres horas después llamé al buen señor que no se enteraba y le dije que olvidase nuestra oferta, que mi casa ya no estaba en venta, y que no estaba dispuesto a seguir con esa negociación en la que una parte se cierra en banda, se obstina en la peseta y piensa que un montón de escombro tiene el mismo “valor” que MI casa “precio”. He aquí la gran confusión de la que nos habla Machado. Hay quien piensa en “precios”, y sueña con ser el banquero o el cura galdosiano que come los bizcochos que otros les pagan. En tiempos de crisis hay que ser imaginativos, y ellos fueron, sencillamente, avariciosos. Hoy me ha vuelto a llamar por teléfono, supongo que después de consultar con la almohada sus dos problemas: uno, el vender su casa-escombro arruinada; y dos, buscar un piso más barato que el mío. Por supuesto, no le he cogido el teléfono. Habrá sufrido esta noche, mientras yo tomaba copas en muy buena compañía con la tranquilidad de tener la conciencia tranquila, esa sensación de que la avaricia le ha roto el saco de sus escombros.

domingo, 9 de noviembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXIV) - La antología.
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Nos acompañan tan silenciosos, como fantasmas, que no reparamos en que ellos, con su silencio cosido en lomos a veces parecidos, pero siempre diferentes, han poblado también autobiografías y vidas que, como si solo hubiesen pasado rozándolas, las han llenado de lo que ellas son en gran medida. Y algo así siento cada vez que veo este libro que ya ha llegado viejo hasta mí, y me ha hecho mucho más joven, quizás el que yo era hace quince o diecisiete años. Esta fue la primera edición en la que yo leí a Machado, en una antología en rústica manoseada de una biblioteca, y por eso pasa aquí, a este otro lado de las existencias en que se recuerda lo que no siempre se puede recordar.

Y es entonces, al observar su cubierta marrón y beige con la mirada de antaño, noto que aquel objeto no es solo un objeto, sino un rastro de alma por allí perdida, sin planos, sin tampoco demasiado horizonte, arrugado en la memoria, como otras viejas fotografías. Se convierte, sin quererlo, en un milagro de la memoria, de la primavera aquella en que reverdece una rama igual que un recuerdo. Qué forma más hermosa tuvo el autor de aquellos poemas de hablar de la vida venidera y de la memoria, todavía impresa en el tronco robusto que fue, y que ahora se deja ver hendido por el rayo. O del banco que verdea debajo del laurel, envuelto en la humedad de un invierno de llovizna. Cómo no hacer de uno el paisaje de negros encinares, por donde pasa el hombre apenas sin dejar sus huellas, y sin mirar la senda a su espalda. Es biográfico también su ascetismo silencioso de caminante tímido por páramos con historia pero sin presente. Y también lo es su complementario, el que es en su envés su yo fundamental.

Se amarillean las páginas tan fácilmente en estos libros anticuados y baratos, que en estos tiempos de Internet y fugacidad, uno no piensa que en verdad maduran en vez de avejentarse. No podría decirlo, si no fuera porque a medida que pasan los años, lo siento más valioso aún, más jugoso, como la fruta a punto de explotar doblegando con su peso excesivo la ramita de un árbol. Sería mentira afirmar que todo lo bueno que me ha pasado en la vida se debe a este librito. Pero falso ocultar que muchas de las buenas cosas que he vivido se deben a él, solitario y lleno de polvo, como un trasto viejo de esos que pueblan algunas vidas despobladas.

(A Mariete, que por su cumpleaños, tambien le habrá pasado algo así)



sábado, 1 de noviembre de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LXIII) - El frío.
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(fotografía: África Salces)

Vuelvo a Madrid, a esta ciudad que no tiene estación del año, y que solo a veces sorprende con sus cielos grises y sus fríos prematuros, como avisando de que es ya invierno, aunque no lo sea todavía. Y entonces es cuando más apetece pasear, por la calle de las Huertas o por la del Príncipe, y tomar un café caliente en el Barbieri o en el Despertar, con su correspondiente dosis de decrepitud y nostalgia. Ha llegado el invierno ya, o eso parece, pese a que aún no se hayan encendido las ostentosas luces navideñas que, también en tiempos de crisis, nuestro desgobierno municipal costea con el entusiasmo de la estupidez profunda. Y nadie se ha percatado, en días como estos, de que sobran las luces y basta con mirar el gris hermoso (que no es del humo) de algunas tardes sin que molesten esas imbéciles y multicolor invitaciones para que seamos artificialmente felices.

Olvidaremos, una vez más, los ocho millones de pobres que dicen hay en España, olvidaremos también las ochenta mil familias que no pueden pagar sus intereses (que no son intereses de ellos, sino de otros), y nadie parecerá poner más interés en solucionar estas cosas que los caprichosos que, siempre con dinero ajeno, taladran la ciudad, la horterizan con bombillas como si Madrid fuese un travesti y pendejean en sus coches oficiales privatizándonos hasta el íntimo placer de caminar cuando hace frío, como hoy.

En invierno y en esta ciudad inmensa uno siempre tiene la sensación de andar desnudo. Como si el frío seco de este terruño hormigonado no nos permitiese comprender la belleza de los árboles sin hojas, mientras el reloj del tiempo nos marca su demora, igual que si hubiese empezado una cuentaatrás más para que empiece de nuevo el sofocante calor de los veranos. Y digo más: es hermoso incluso estar triste, sobre todo si se comprende que no todos tenemos que abusar de la felicidad al mismo ritmo trepidante del consumo y de esta vida sometida a la norma. Así son también las autobiografías: angustiosas y dañinas, como Esperanza Aguirre.




viernes, 17 de octubre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXII) - Lo quebradizo.


(fotografía: archivo F. G. Lorca)

Hay algo quebradizo e inasible en esta fotografía del año 1916. Quebradizo, porque no hay nada más débil que la humanidad a la que convoca. E inasible, porque no se puede agarrar ni tocar apenas un matiz leve de los sentimientos que irradia. Casi siempre ocurre así en estas fotografías descoloridas y desoladoras.

Aquí está el poeta Federico García Lorca, enseñando a su hermana Isabel algo de solfeo sobre sus rodillas. Despojado de su mito y mostrándose en una escena de su cotidianidad íntima, de su vida que aún no augura su muerte prematura. Entra la tarde luminosa desde el fondo, desde la amplia ventana enrejada; se iluminan las mecedoras y el suelo se dibuja geométrico en su barro cocido. Es la apacible escena que ignora lo venidero y lo lejano, y que a la vez que reconforta, estremece por la ternura extraña de la imagen.

El poeta de lo sensible se deja ver sin su poesía, rozando con su mano el brazo de su hermanita pequeña, veinte años antes de que perdiese la melodía su escritura y fuese su cuerpo el campo yermo de su propio cuerpo sojuzgado. Que mire bien este retrato antiguo quien se niegue a rememorar lo que la historia ha querido olvidar de sí misma, para que tome buena nota de la dignidad que niega si se opone a rehabilitar la imagen de los que, como este hermano mayor, se perdieron sin remedio en las cunetas que siguen durmiendo su pesadilla hasta el hoy (abuelos, padres, tíos lejanos… todos hechos desaparecer sin razón ni escrúpulos). Y, después, que tenga el valor de decirlo en voz alta: que diga que debe seguir perdida la hermosura que nos regala este retrato con un tiro en la nuca y otro en el culo, por marica, en su cuneta.

Siempre la justicia llega tarde, aunque el dolor haya sido tan perenne como aquellas palabras con que hizo este poeta chorrear la tristeza por los muebles de su casa. Y habrá todavía quien se oponga: lo harán, como siempre, los necios, los ridículos, los infames y aguirristas y todos los que, esgrimiendo la cicatriz cuya herida ellos mismos provocaron, siguen pensando que es mejor mirar hacia otro lado, aunque sea ese el lado mismo del asesinato impune.

sábado, 4 de octubre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LXI) - El ave y otras desdichas

Como cualquier otro asunto generacional, este también pasa a formar parte de mi autobiografía, ya que es la mía la última generación que viajó lentamente en los últimos trenes del siglo pasado y aún puedo recordarlo. Hoy, predispuesta como un zumbido, fustigadora como un relámpago, la velocidad de los tiempos modernos atestigua la carencia del goce por el viaje, por la buena lectura, por la humareda calurosa de los talgos pendulares y de los viejos estrella con compartimentos populares. Nunca fue romántico el olor de los pies (trenes peores conocieron nuestros padres y abuelos, el mismo Machado, anotando en su libreta las incomodidades de aquellos asientos de madera y estrechos), ni tampoco los retrasos en las estaciones secundarias. Pero, olvidando el término medio, se ha pasado de un día para otro a la alta velocidad de los yupies, las azafatas y los lacoste engominados de los niños bien, resguardados detrás de sus maletines de negocios. Y es precisamente esto una de las muchas desdichas que han venido a trescientos kilómetros por hora.

No me engaño: un día vi caballos correr sobre la nieve, y leía a Max Aub. Y atardecía con la misma lentitud de los besos, por detrás de aquellas ventanillas de ese tren que nunca parecía llegar a su destino, a Gijón, tal vez, zigzagueando entre montañas con su pesadez ruidosa de siglos y vías oxidadas. O aquel viejo Santa Bárbara de gasóleo en el que monté por primera vez para ver el mar, con mi hermano Jesús, en la vieja estación de Chamartín. También viajé al sur, en un regional naranja lleno de militares sin estudios, que vociferaban y fumaban porros, mientras yo hojeaba a Whitman y tardé doce horas en llegar hasta Montilla. Y siempre había alguien, también hay que decirlo, que esperaba después de aquel viaje y que, inevitablemente, hacía más impaciente la llegada.

Se relativizó el tiempo desde entonces. La asepsia del auricular de usar y tirar sustituyó a la dulce anciana que me llegó a ofrecer las croquetas de su tartera metálica y que venía a Madrid por Navidad para ver a sus nietos. No recuerdo su nombre, pero se me ha venido hoy mismo a la memoria. Y no es solo el abusivo precio que el gobierno ha decidido cobrar a los ciudadanos por utilizar un digno medio de transporte que previamente ya se ha encargado de cobrarnos con los impuestos, sino la perversión contemporánea de ir restándole tiempo a la vida, de hacer que todo parezca eficazmente inhumano, frío como un quirófano, rápido como un suspiro. Es mentira que el tiempo sea oro, eso lo dijo un poeta ocioso y luego repitió la misma jilipollez el buen burgués que nunca pensó en las vacaciones de sus empleados.

Nadie quiere degustar un buen vino deprisa, quisiéramos todos demorar el amor o el orgasmo (técnicas, dicen, que hay incluso para esto), nunca desearíamos olvidar un instante, ansiaríamos ver caer la hoja de un árbol, seguir acompañados y parsimoniosos con música de fondo, escuchar despacio las olas, prolongar la charla hasta mañana… Y, aun así, disfrutamos de la velocidad y de la urgencia, pensando que en ello radica el futuro, como si este no fuese, en verdad, lo único que viene volando a jodernos la vida.

jueves, 11 de septiembre de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LX) - La vuelta al cole


(fotografía: archivo familiar)

Quien vea esta fotografía, pensará si lo digo, que es una fotografía que da la impresión de tener un siglo. Pero apenas treinta años restan el hoy de aquel ayer en que retrataron a mis hermanos, tan serios, enfundados en sus babis de rayas y con esa carita de alumnos de antaño. Y si digo que lo digo lo diré: por aquellos años, mis padres pagaban los libros de texto a plazos, y conservaban los plumieres de un año para otro, y se esforzaban por que las viejas carteras de cuero y hebillas que llevaban mis hermanos estuviesen en buen estado para el nuevo curso. Por supuesto, esto ocurría antes de que se inventaran esas sofisticadas mochilas con rueditas que tostonean las aceras de las ciudades y los pueblos, y también mucho antes de que los padres de hoy renueven a sus hijos cada septiembre como si fuesen escaparates de Elcorteinglés.

Yo no había nacido aún, estaba a punto, quizás ese mismo enero de aquella vuelta al cole sin síndromes postvacacionales ni sesudos psicólogos. Pablo, dicen, era tan despistado que perdía los lapiceros, con su parsimoniosa actitud frente a la vida que todavía conserva. Jesús debió de ser más rebelde: y cuenta mi madre casi con apuro cómo un día le dijeron que pegó un chicle a su compañero de pupitre en el pelo: a bien se solucionaría con una simple regañina (cosas de niños, dirían…) y con un buen corte de pelo para su vecino. Y hablando del pelo: ¿cómo no impresionarse con tan solo ver estos peinados con flequillo que tiende al infinito que lucen mis hermanos?

Septiembre entonces, cuando se despedía el verano sin preámbulos, y el aire agitaba las ramas del árbol aquel de mi calle, avisando de que llegaba el otoño, no era un mes triste aunque regresábamos a los horarios y a los abrigos y a los pantalones largos. El patio de mi casa y el desolado descampado frente a la panadería de la Sole se vaciaban muy despacio de críos, y se cerraban las ventanas porque el calor se marchaba sin prisas pero sin oscilar, en las noches templadas ya de octubre en las que también regresaba el pijama.

Visto después, el colegio al que yo iba no tenía el pasillo tan largo como en el recuerdo de aquellas vueltas al cole, ni las clases ni sus filas de pupitres de madera con el agujerito para el tintero, tan inmensas como aún las veo. El escenario, salvo su tamaño en la memoria (todo lo rememorado crece) parece haber cambiado poco, aunque sí los protagonistas. Siguen las paredes de aquel colegio pintadas del mismo modo, y siguen también algunos profesores de los que entonces nos enseñaron a leer. Y los niños en estas fotografías, esperando que el descampado se vacíe y haga frío otra vez, como entonces, como apenas solo treinta años aunque parezcan muchos más…



viernes, 29 de agosto de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LIX) - Orihuela


(fotografía: África Salces)

Las autobiografías se escriben también con la tinta que van dejando esos sitios que uno visita a veces, y entonces hace suyos esos lugares que no son propios nada más que por las casualidades que nos han ido dejando las carreteras y sus mapas. Y he hecho mío este pueblo por el que he paseado este verano. Existía en los libros, en las reseñas, en las biografías del eterno poeta Miguel Hernández. Y visité su huerto, y vi la parra y la higuera bajo las que escribió sus versos, mientras el calor zumbaba con las chicharras y el viento no movía las altas hojas del palmeral de Orihuela, a la sombra inmóvil de sus peñas.

La casa del poeta resiste al hormigón y al ladrillazo. Cuesta pensar en la humildad con que vivió uno de nuestros autores más ilustres: su destartalada cama (su intensa enredadera / elevará las sábanas / mientras el odio se acumula / detrás de la ventana /, decía un poema suyo), el brocal de su pozo y su establo diminuto de diminutas cabras. La casa la cuida un sobrino del poeta, que riega el huerto y, amable a pesar del resentimiento lógico, la muestra con pocas y discretas palabras.

Y la tristeza crece (como el toro nació para el luto), cuando el viajero observa el estado de su otra casa, la casa en la que nació Hernández: abandonada, comprada por un ayuntamiento que no la ha rehabilitado por desidia y desprecio ideológico, con los jaramagos creciéndole en sus paredes, con su techo derruido y sus vigas devoradas por la carcoma. Parece no pertenecer a nadie, pero ese edificio en ruinas, una minúscula casita encajada entre otras en que se recuerda que fue el primer hogar del poeta con una placa borrosa, forma parte de nuestro patrimonio sensible. Y debe ser cierto eso de que en España a nuestro patrimonio inteligente se le desprecia con el ímpetu de la ignorancia (y también de la maldad).

Nos lo dijeron: para los viejos caciques que todavía gobiernan nuestros pueblos, Miguel Hernández es un estorbo, un estigma que no se supera. Parece que quisieran olvidar que ese ilustre vecino suyo también fue un ilustre vecino mío, y de todos los que supieron valorar su poesía y su hondo sentido de lo justo. Quisieran acallarnos a todos los que llegamos a Orihuela buscando a Miguel: tal vez les recuerda molestamente a muchos lo que fueron en otro tiempo. Saben que llegamos hasta allí buscándolo, pero quieren ignorarlo. Pesa el pasado demasiado para muchos. Y a regañadientes terminarán arreglando su casita, como si al que han despreciado desde siempre ahora le rindieran reverencias y homenajes.

Tengo un recuerdo ignominioso narrado muy cercanamente: en el último congreso internacional del poeta, que se celebró en Madrid, el acto de clausura lo quiso cerrar entre abucheos Zaplana (aquel año aciago del 11M y de la guerra de Irak). No quiero mezclar cosas: pero el ayuntamiento de Orihuela tiene el mismo moreno ideal que el que lucía aquel que dijo que la política era una formidable manera de hacerse rico.

Y mientras tanto, Miguel Hernández sobrevuela su pueblo y el mío, aunque en su pueblo no todos lo quieran como es deber moral quererlo y sentirlo cercano y vivo. Allá cada cual con sus afectos, pero si incorporo este lugar en esta autobiografía, no es porque todas las iglesias de Orihuela luzcan las lustrosas restauraciones costosas de sus fachadas y campanarios, sino porque la casa en la que nació el poeta se muere despacio, mientras hay quien mira hacia otro lado y cobra del erario sin escrúpulos.

(Para Agustina, propietaria del Jamón Jamón)



viernes, 25 de julio de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LVIII) - El Rastro
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(fotografía: archivo personal)

Hay lugares por donde uno siente que no han transcurrido los años. Lugares por donde se transita sin saber muy bien hasta cuándo estarán allí, sumergidos y perennes, en el bullicio de las mañanas de domingo. Entonces me llevaba mi padre, agarrándome de la mano para que no me perdiese entre la gente; después me llevaría, algo más mayor, mi hermano, buscador infatigable de gangas en el Rastro: ese mercadillo que inunda la ciudad por completo, bajo el sol que siempre hace, y llena multicolor las calles entresacadas de su enredo de siglos.

No hay nada más popular, ni nada más auténtico en esta urbe inmensa de prisa: puestos con cachivaches, merodeadores y artistas del hurto, gangueros y regateadores, filibusteros de las compras y pícaros de toda índole se dan cita en este zoco extemporáneo y ruidoso donde uno puede comprar de todo si sabe cómo hacerlo. Y así, buscando entre cajas, con la paciencia de un recolector, apareció esta fotografía aristocrática que subo a este rincón. Lo alto y lo bajo, lo limpio y lo sucio, y lo bello y lo rancio se superponen en este lugar de gentes resguardadas en las sombras de los toldillos de sus tenderetes. Y así ocurre con este rostro isabelino, que apareció mezclado en el cajón de un trapero con otros chismes viejos y lo rescataron para mí, porque sabían que también querría hablar de él, no por ser mi familia, sino por ser de ese otro lado del mundo al que pertenecieron quienes, probablemente, nunca trabajaron. Solo en el Rastro se da ese fenómeno de mezcla irreverente entre lo sacro y lo vulgar. Y esta foto lo demuestra, tirada por ahí, perteneciente a una herencia subastada, rozando el suelo inapropiado que casi nunca los nobles pisan.

Esta mujer anónima posa sabiendo que posa: apoya su brazo sobre un alto macetero modernista, elegante en su vestir como en su saber estar. Viviría, quizás, en una casa de siete balcones, una Jacinta tal vez desafortunada y adinerada que ahora arrastra su abolengo entre los papeles viejos que se lleva el aire. Solo ocurre en Cascorro, en Mira el Río Baja, y Alta, en la calle del Carnero, donde lo divino se deja olvidado cuando se retira el mercado y las calles, sucias y revueltas de papeles, solo se quedan para que Galdós vuelva a pisarlas, pero sin ser él quien las juzgue.

(A Pilar, la rambleña, porque sé que le gusta que hable de Madrid)



domingo, 29 de junio de 2008




AUTOBIOGRAFÍA (LVII) - Los jueces


(fotografía: archivo familiar)


No es un retrato sino un objeto: también tienen la cualidad de llevarnos hasta los tiempos en que fueron útiles y nosotros, los que estamos aquí, en este otro lado, no vivimos o lo hicimos hace mucho, sin apenas recordarlos. Es un año entero: el de 1953, un viejo calendario malvendido al precio de dos cafés. Nadie repara en que guarda un año más, y que en aquel año también acabó este curso un treinta de junio, todavía venidero. Y que aquel cumpleaños en que yo aún no había nacido cayó en jueves, que febrero tuvo solo veintiocho días (tímidos son los febreros) y que la navidad de las paveras que paseaban sus animales por Madrid fue un frío viernes. Y entonces uno siente que, efectivamente, ha pasado un año más, sobre todo para quienes contamos los años como cursos escolares.

Por el otro lado, este cartoncito arrugado tiene la publicidad de un termómetro marca Fleming, de cristal y mercurio, el que por su alta calidad ni el tiempo ni el clima alteran su exacto funcionamiento. Dicho de otro modo: el que mi madre agitaba para bajar su temperatura y después colocármelo en la axila. Ronda ese objeto aún por mi casa, con su funda de color beige. Parece presente, pero también existía en los meses pobres de aquel año de 1953.

Y así son un poco también los amigos, algunos compañeros de trabajo, cuyas existencias resultan ser como las de estos objetos antiguos, mal traídos hasta el hoy de los tiempos confusos: seguirán existiendo este verano, seguirán trabajando otros febreros tímidos en otros lugares o en los mismos. Habrá quien disfrute en los países más remotos del turismo con paga extra, y después, cuando hayamos salido del último bar ya amaneciéndose lentamente calle arriba, tendré la certeza de que no hay quien comprenda por qué los rituales de las despedidas o las puestas a prueba de las sinceridades, siempre son más sencillas que lo que parece que en verdad son cualquier otro día del año, de este año, o de aquel de 1953 en el que el primero de mayo no aparece pintado de rojo, como festivo, sino de azul, como un día más en la historia monótona del hombre y su fatal destino de cruzarse para no regresar nunca más. Quién sabe: será cierto que serán estos calendarios los que nos juzguen, o sea, el tiempo que impondrá sus sentencias sobre nuestros actos como rigurosos jueces. Regresaremos, pero algún día también estaremos dispuestos a marcharnos.

jueves, 5 de junio de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LVI) - La caza


(fotografía: archivo familiar Valle Bascón)


Ignoro quiénes son estos protagonistas: quizás familiares heredados desde los años cincuenta, que llegan hasta aquí, hasta el ahora, con ese rictus que le deja a uno en su cara mirar estos retratos viejos, cuyos actores, sean quienes sean, nos invitan a observar de nuevo lo que somos. No hay literatura en esta imagen, aunque en ella nos visite algún eco lejano de Los santos inocentes, o de los tiempos en que se escribiese La familia de Pascual Duarte: rudeza que esculpió el tiempo en los años aquellos de la necesidad y las hambrunas.

Es una fotografía sin remilgos. De esas que, cuando uno la contempla sin regocijo, siente gratitud por no haber estado allí. También las autobiografías se nutren de los lugares en los que uno jamás ha vivido y de los tiempos, sobre todo de los tiempos, de los que no se ha sido testigo. Y digo que es una fotografía sin remilgos porque la caza, la desaprensiva caza de perdices y conejos (allá de donde procede este retrato viejo no hay caza mayor), nos vuelve a llevar hasta los tiempos en que el alimento no siempre se encontraba, a los años en que aún no existían los supermercados y los pocos mercados que había, los urbanos, se regodeaban en su olor de desperdicio y de pescado, pero en el centro de Madrid. Pocos perduran de estos últimos, porque los vecinos y las autoridades municipales piensan que no es muy saludable recordarnos cuáles son los aromas naturales de las lonjas, de los puertos y de los corrales antiguos y desheredados donde la muerte perdía en tragedia lo que hacía ganar en pesetas (ya hablé en su momento de las matanzas).

Resulta lejana y tosca. Lo es incluso la mirada del perro que posa con la misma autoridad y semejante pose que sus amos. La pongo aquí porque me trae una vieja escenografía que desconozco, pero que reconozco, sin embargo, cercana y desoladora. Sobre todo hoy, porque siento que quien piensa tenerlo y saberlo todo no deja de ser el Azarías contemporáneo que concibiese tiempo atrás Miguel Delibes. Algún día de estos algunos se tendrán que orinar sobre sus manos para calentárselas, y entonces vendrán tiempos mejores, porque ya habrá quien les haya robado todo eso que dicen poseer y que no es más que, paradojas del consumo, simple y humilde meado.

miércoles, 21 de mayo de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LV) - Sobra la poesía
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(fotografía: archivo personal)


La ignorancia siempre tiene la forma del desprecio. Y la maldad también, que además suele ejercerse en dirección descendente: desde los de arriba a los de abajo, que tenemos la doble desgracia de serlo doblemente: porque somos los de abajo y porque difícilmente nos podemos defender del abuso que, como la maldad, también nos llega desde lo alto. Y quienes mejor saben esto son los ciudadanos de la Comunidad de Madrid, cuyo gobierno autonómico hace gala de aquella máxima machadiana en la que nos recordaba eso de que los españoles despreciábamos cuanto ignoramos.

Y hoy me hubiera querido rebelar ante esa verdad honda y trágica. Porque hoy visto mucho saber, sabiduría de la buena y auténtica, la de todos aquellos que queremos seguir aprendiendo más para enseñarlo. Sí, he dicho “saber”, que es el verbo que se opone a la maldad del desprecio y la ignorancia.

Vuelvo a Madrid: a la tarde tormentosa de los mayos que se resisten al perseverante calor de los veranos. Y hablo de que, desde la Plaza de Colón hasta la Puerta del Sol, hemos sido 50.000 los profesores de secundaria y maestros que hemos protestado públicamente. Jamás Esperanza Aguirre pensó reunir tanta sabiduría: filósofos, biólogos, filólogos, ingenieros, físicos, químicos, historiadores, matemáticos y maestros… todos reunidos para explicar que nosotros poseemos otro tipo de altura, la que nos proporciona el haber leído a los poetas antiguos y a los modernos. El don de la ebriedad que otorga el verbo “saber” frente al de privatizar y ningunear a los que nos empeñamos en mejorar el mundo que los de arriba han jodido y están jodiendo. Sobra la poesía.

Esperanza Aguirre ha cedido 600.000 metros cuadrados de suelo público para escuelas e institutos privados y concertados. Esta es la antepenúltima comunidad autónoma en inversión educativa. Cede colegios públicos a empresas privadas (los de siempre). Concierta etapas no obligatorias como el Bachillerato y la Formación Profesional (el I.E.S Palomeras-Vallecas ha perdido un curso de Bachillerato y un Ciclo Formativo, que impartirá un colegio concertado en un nuevo barrio de Madrid). No ha puesto en marcha las guarderías que dijo que iba a hacer, en beneficio de un “cheque-guardería” para que los “pobres” se paguen una escuela infantil privada. Gracias a Esperanza Aguirre, los profesores de la Comunidad de Madrid somos los quintos peor pagados de toda España, y soportamos a diario unas condiciones penosas de trabajo (en mi propio centro educativo solo tenemos una impresora en mi departamento, en el que trabajamos ocho profesores, por no hablar de la condescendencia con que se trata a cierto alumnado, no vaya a ser que se nos marchen al colegio de enfrente…). La inversión privada y concertada ha crecido en solo este año un 123%, entre otras muchas cosas…

Y mientras tanto, hay quien todavía duda de las razones, se justifica con buenas maneras y merodea resquicios absurdos para ir a trabajar con la mansedumbre de un oficinista de tercera de antaño: ¿qué es lo que le enseñarían en la universidad a los que profesan la calma de la normalidad? ¿Cómo no rebelarse ante este ominoso desmantelamiento de la Enseñanza Pública en la Comunidad de Madrid?

Volveremos a hacer huelga, volveremos a salir a la calle y a gritar en favor de lo único que nos puede hacer más libres, críticos y mejores: en defensa de la enseñanza pública y en defensa de la dignidad que ha perdido nuestra profesión por culpa de los de arriba y por culpa de aquellos que, olvidando que pertenecen al mundo de los de abajo, asienten y callan bienacomodados sin hacer nada. Sobra la poesía.
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Recomiendo la lectura "Privatización del aire". (pincha sobre el título)


viernes, 9 de mayo de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LIV) - Los honestos y el vino


(fotografía: archivo familiar Salces)

Su protagonista dirá de sí que no se conoce, especialmente hoy que añade a su lista un año más. Dirá, quizás, que no se reconoce, porque no es lo mismo conocerse que reconocerse. Y este hombre bien que se conoce, estoy seguro. Aquí era tan solo un muchacho que acarreaba cabritas a lomos de un manso burro que, no yerro, afirmaría que ceceaba dulcemente. Un platero traído desde hace más de treinta años, para, con los suaves rebuznos de su trote, recordarnos que los honestos, suelen ser como los vinos: mejores cuantos más años pesan sobre él.

Dicho de otro modo. El bueno de este muchacho, hermano intermedio de una larguísima lista, no pierde el idealismo ni el verbo; le sobra seriedad provinciana en la misma proporción que afilado humor sano. Así por lo menos lo veo yo, mientras las casitas de paredes pudorosamente encaladas pasan tras él, y resuenan los cascos del asno sobre los adoquines, acompañados del ruidoso ir y venir de las cabritas.

Militancia, mili en Madrid, un huerto y un mesto de tronco hueco evocado con sabia poesía, se acumulan en la pequeña habitación donde rastrea diccionarios, al calor del brasero que, como un resto de antaño, calienta los pies bajo el ordenador (también los escritores cambian con el tiempo).

Una frase: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”. La pintó en un pizarrón que cuelga del cobertizo donde guarda sus aparejos, homenajeando al anónimo filósofo, autor de esta verdad inmensa. Y, supongo, la recuerda cada día porque nunca supieron de este lema quienes esquirolean, usurpan las alegrías ajenas o malmeten contra el prójimo. Por eso decía que los honestos nunca dejan de serlo, como los que cometen felonías. Y por último: reivindica el monte de Venus con la alegría con que amanece por el Sur, que ya es bastante, viendo por dónde circula hoy el mundo.

Brindemos, pues, por los que también nos recuerdan lo que somos. Hagámoslo con el vino rescatado y agrio de las tabernas en las que se convocan los buenos. Con las ventanas abiertas, para que se pueda escuchar el clocloc de las honradas pezuñas del pollino, montado esta vez por don Quijote. Vale.

(A Pruden, por su felicidad, que también es la nuestra).


miércoles, 30 de abril de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LIII) - Las crisis y el Dos de Mayo

(Fotografía: El País.com)

¿Crisis? Cada vez que escucho esta palabra en boca de los contertulios biempagados de las televisiones y las radios, piensa uno (o al menos yo) en otras crisis, quizás en aquella otra de mil novecientos cuarenta, cuando mi padre tuvo que vender lechugas para recibir alguna nueva peseta sin la corona de castillos, porque las pesetas alegóricas dejaron de existir. Entonces se hacían colas en las puertas del Auxilio Social, en busca de leche en polvo con la que amamantar a las criaturillas que poblaban las calles de Madrid sin zapatos.

Hoy las filas se dan en los cines y las discotecas de quince euros la entrada con copa-matarratas. Y en las puertas de este puente de mayo se harán en las carreteras, cuando salgamos todos en busca del sosiego necesario allá por el sur. Nunca pensé en las crisis como gente agolpada deseando largarse de vacaciones, y sí a las puertas de los supermercados. Ocho de cada diez españoles son pesimistas, dicen las encuestas; pero ocho de cada diez también se marcharán en busca de playas, chiringuitos y demás cosas con las que nosotros, el pueblo, nos divertimos olvidado los contratos basura.

Y a dos días del Dos de Mayo, mientras la derecha habla de naciones que surgen a golpe de navajazo con patillas bandoleras, nadie reflexiona que también el pueblo de Madrid se rebeló contra sus propios monarcas (de la misma calaña heroica que los de hoy, recuérdese). Así pues, mientras se quejan lo que se quejan de que ganan menos dinero con sus exin-castillos de hipotecas bancarias con intereses sustanciosos, pienso en cuando la miseria de los países negros nos venía como importada desde las televisiones y los telediarios allá por los ochenta. Y nos ruborizaba comer viendo lo que otros sufrían por no poder hacerlo.

Llora quien construyó y se forró vendiendo un mil por mil más caro de lo que le costó construir. Hoy recogen el fruto de solo cobrar un novecientos por cien, y parece que las ruinas se abaten sobre esta España fragmentada que olvida su Dos de Mayo revolucionario, antiborbónico y fundacional. Aquel mismo pueblo hoy vota a gallardones y esperanzas que soterran, suburbian, arturoperezrevertizan y privatizan la sanidad, los colegios y la historia públicos a costa del erario. Debe ser que hemos olvidado también las crisis de verdad y, peor aún: que no debimos de fundar tan bien esta nación.



jueves, 17 de abril de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (LII) - La huelga y los buenos.


(fotografía: archivo familiar Valle Bascón)

No es la primera vez que en esta bitácora aparecen muchachitos y muchachitas retratados a las puertas de sus escuelas, con esa extraña dignidad que acarrean consigo las necesidades y la pobreza de los colegios agrietados de hace setenta años o más. Demasiada dignidad que no sabrá observar quien considere que solo hay dos clases de hombres, los que dirigen y tienen brillantes ideas y los que solo sabemos acatar órdenes. Supongo que en esta simple clasificación ocuparon el segundo lugar estas pobres niñas pobres de las que somos nietos, y por genética, nietos que tienen como único cometido un obedecer sin voz, cabizbajo y sumiso.

Y el asunto es básicamente una cuestión de dignidad: cualidad abstracta que puede también captarse en estos antiguos daguerrotipos, extraídos como tantos otros de los cajones donde reposa la memoria. Y también el asunto es básicamente memoria. En realidad, ambas cosas son, como algunos mandamientos, resumibles en una sola. O en varias, pero resumibles. Supongo que es también, por aquella estúpida clasificación, por lo que el estúpido suele además no arrugarse de vergüenza al pronunciar tales cosas en público. Pero eso es otro asunto que un día trataré largo y tendido (asuntos del Rastro).

Traigo aquí esta fotografía, porque en las biografías igual que los recuerdos, los sufrimientos y miserias no vividos hacen el acopio necesario de lo que estimula y vivifica a los dignos: aunque no tengamos trabajo, aunque vivamos en soluciones habitacionales, o se empecinen unos pocos en quitar a nuestros hijos (los que no tenemos o tendremos) lo que les corresponde. Por pura herencia, igual que pertenecemos a la maldita estirpe de los que están obligados a acatar, tenemos en régimen de usufructo la cualidad de lo digno. Es tan importante hacer la revolución como saber que se escribe con uve. Sin uves no hay dignidad, dicho sea de paso.

Y por estas y otras razones haré huelga el próximo día 7 de mayo (tomen nota quienes decidan organizarse la agenda con mi ausencia y ahorrarse algunos euros). Haré huelga porque debo lo que debo a mi conciencia, que es el único prestamista que no practica la usura. En ese deporte están ganando los que piensan que los hijos de albañiles deben serlo de mayores, como sus padres (¿quién si no les construirá sus chalés y cargará con sus pianos?). No les basta con explotar a los que vienen de fuera: siempre fue mejor contar con la miseria de la misma patria, no vaya a ser que les hagamos la competencia del talento.

Y terminaría así si esto fuera una carta de amor: querida mía, sabes que la brusquedad adinerada, el rebuzno del talonario y la insuficiencia prostática de los acaudalados constructores que no construyen, no podrán hacernos nunca olvidar que estas fotografías nos han dejado el legado de la dignidad que, como siempre, diferencia a los buenos.



sábado, 5 de abril de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (LI) - El barreño-bañera.

(Fotografía: archivo familiar Salces Valle)

Hace bastante tiempo, escribí un poema sobre esta niña dándose un rollizo chapuzón en un barreño azul. Cuando se lo leyó la protagonista dudó, sobre todo, de que aquel barreño del que yo hablaba fuese de ese color, porque ella no lo recuerda así, sino a través de esta fotografía de hace treinta años casi en que los colores se convertían en una absurda gama de grises con el poder de evocar tiempos que ya habían transcurrido.

Lo sacaban al patio de su casa familiar, lo llenaban de agua tibia y dejaban a la niña chapotear allí, refrescarse de la canícula del sur, la que se adhiere a las paredes obstinadamente blancas de las casas encaladas. Entonces, no había sofisticadas bañeritas infantiles antiahogo, ni temores paternales e infundados por que las niñas como esta sufran de constipados repentinos, ataques de vaya usted a saber qué o accidentes domésticos, que han creado los niños burbuja y traumatizados de nuestros días. Nos criaban sin la mojigatería ni el proteccionismo de los que hoy hacen gala los recién llegados a la adolescencia, poseedores de la infamia de que la autoridad, la norma y el respeto son cosas anticuadas, como esta fotografía. Anticuadas porque sus padres son modernos, no como los nuestros. Son padres, los de hoy, sofisticadamente preocupados (psicólogos, pedagogos, logopedas, ludólogos y demás fauna que trastorna a los niños más que hacerlos felices).

Y si ha pasado el tiempo por esta foto no es por que esta preciosa niña sea ahora la mujer a la que amo, sino porque los amigos comienzan ya a tener hijos. Confío en que ellos, como niños que fueron sin mojigangas, sepan hacer crecer a sus hijos sin la soberbia infantil de adolescentes protegidos por las leyes anticachete y el dar todo a cambio de nada que convierten a estas pequeñas e inocentes criaturas en armas de destrucción social masiva (véase si no, cómo son capaces de romper el mobiliario urbano y maltratar a sus profesores, ante la inmunidad activa que promueven las instituciones educativas).

Ahora, que ya ha venido Nicolás, habrá que explicárselo despacio, estoy seguro de que lo harán: ya se encargarán sus padres (David y Gema) con el amor que sabrán darle. Solamente sirva esta fotografía que mueve el amor y la nostalgia para darnos cuenta de que no pasa nada porque los niños chapoteen con su ternura de dientes de leche en un barreño de agua tibia, igual que el que preparaban Pruden y Lola para esta criaturita tan tierna.

(A David, Gema y Nicolás)

martes, 18 de marzo de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (L) - La ortodoxia de los poderosos


(fotografía: África Salces)

A ciertas horas, cuando atardece por detrás del derrotado ejército de antenas de la ciudad, Madrid da la sensación de mirar al sur, muy al sur, como buscando una utopía que comienza a deshacerse más allá de los últimos arrabales, cicatrizados por las vías del tren. Y es en ese momento, en esas deshoras descuidadas, en que los tristes ahuyentan sus fantasmas por la calle de los Tres Peces arriba, cuando Lavapiés entibia los colores sobre sus tejados abigarrados y marrones, envueltos en la babel sin norte de sus escaparates iluminados, de sus calles empinadas y trazadas como un laberinto azaroso y vertical en el que las casas se entrechocan y la ropa tendida se agita en sus cuerdas de antaño.

Y así es cómo se le recibe al extranjero, al turista extraviado, que mira con asombro el ir y venir bullicioso y multicolor de un barrio que, desde su suciedad, corazón orinado de Madrid, también reivindica mirar al sur más allá de sus buhardillas ruinosas y sus portales oscuros, donde los que no tienen portal lo buscan agriados en el alcohol sin el dinero ni la piedad de los hijos sin padre. Hachís barato, caña antigua de fachada azulejada y hurto de muchachos que vinieron en patera. Corazón orinado de Madrid, en que la ciudad se refleja sin luz en las aceras. Ortodoxia de los poderosos: los que viven allá que no paseen, dirán: quien pasea piensa, quien piensa no me vota. Y así hasta hoy, sobreviviendo al vagabundeo de la insolencia y la basura solitaria, mientras los balcones se alinean con su aire humilde del siglo diecinueve, encerrando como tesoros las corralas viejas sin ascensor y artrosis.

La policía contempla un decorado inmóvil consumida en el aburrimiento. El caballo come de un seto. La plaza se dispone a dormir a la sombra de los nuevos habitantes perennes de las soluciones drásticas. Mientras sharis y ojos rasgados encienden a media luz las cabinas telefónicas y los locutorios donde se echa de menos a quienes andan separados porque no hay pan allá de donde vinieron y dejaron a sus hijos. Huele a curry en la calle del Ave María. A mostaza. A meado en la esquina del Barbieri, con su encanto agrietado y con goteras. Una anciana no puede subir la pequeña cuesta, mientras un ridículo microbús a lo Trastevere, silencioso, consume los impuestos municipales pintado de azul.

Es curioso cómo algo puede morirse y vivirse a un mismo tiempo. Cómo puede mirar al sur y estar ciego. Cómo puede atardecer y amanecerse. Recordarse y vivirse: aquí vivieron también nuestros antepasados, recibidos del campo, pagados con el olvido del oprobio y el reciente desprecio al extranjero. No pasamos, porque sencillamente nos quedamos a vivir aquí.



jueves, 13 de marzo de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLIX) - La naftalina y la lluvia
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(fotografía: archivo familiar)

Otro recuerdo más: de nuevo la insolente memoria de los que no hemos decidido hacernos viejos, sino lo contrario, fingir juventud, que a la postre siempre nos ha mejorado el aspecto, aunque resbalemos por el fondo triste de las fotografías que el tiempo añeja, como a los padres, como a los hermanos, como a los vecinos que ya no están, y que poco a poco ha ido engullendo el tiempo con su fisonomía ambigua de días que parecen todos semejantes, pero que son diferentes a su manera, como desgraciadas las familias en las novelas rusas, cada cual de un modo distinto y parecidas todas entre sí en su felicidad.

Otra fotografía: cómo han cambiado todos. Los recuerdo hoy porque vuelve hacer mucho tiempo que no los veo. Porque se enturbian en las fotos antiguas, porque Alcalá está demasiado cerca como para decir “muy lejos” y porque ni ellos, sus protagonistas, sabrán ni siquiera de la existencia de este retrato de familia. Niños que ya no son niños, niños que ahora tienen otros niños y que posarán, digitales y pixelados, en otras fotografías semejantes. Primos, tíos, mi hermano mayor (aquí el más pequeño) y un carricoche que, como los peinados, parece sacado de una película italiana de los años cincuenta. Y azares o paradojas: el que luce traje marinero y hace mohínes llegó a dar la vuelta al mundo en el Juan Sebastián el Cano (cosas de la vida).

Bienvenidos sean, pues, los tropezones que da la memoria. Ignoro quién es el calvo que por detrás de mi tía se asoma con su corbata de finísimo nudo; corbata de querer ser lo que no se es, supongo, porque pocos en mi vasta familia la necesitaron para trabajar, ni yo mismo siquiera, que adiestro leones en un circo sin redoble de tambores ni hermosas trapecistas. Así son las familias: se extienden como las ramas de un árbol inmenso, sin que los retoños que crecieron de un mismo tronco vuelvan a encontrarse, salvo si el viento los agita con fuerza.

Y así ha pasado el tiempo: cumpleaños, cumpleadioses, cumplevidas. Otros vendrán, seguro, a recoger lo que todos ellos han dejado y están dejando aún. Un rastro que no huele a naftalina de armarios, sino a lluvia.




viernes, 29 de febrero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLVIII) - El Peugeot de Platón

(fotografía: archivo personal)

Esta fotografía, la más reciente de todas, se tomó ayer mismo, y me reafirma en la tristeza de una certeza que hoy, definitiva y lapidaria, se ha cerrado sobre mí como una puerta de golpe. Este es mi viejo automóvil. Y digo “mi”, aunque no haya sido mío, sino más bien tomado como préstamo de tercera mano. Mío/nuestro porque ha pasado a formar parte de esta autobiografía sin orden. Me ha pertenecido, pues, como a otros antes, haciéndose un hueco pequeño en el alma: mañanas de trabajo, huidas apresuradas y algún viaje largo resumen también lo que hemos sido junto a él y a su volante; también una mudanza, un regreso de otra vida desde Asturias, un aprendizaje torpe de tirón y semáforo y bocinazos diarios de un año cojo en que alguien me esperaba con sonrisa en el balcón de mi casa, cuando oía su torpe tableteo sobre los adoquines de mi calle.

Y tengo la extraña sensación, más bien certeza digo, ahora que ha reiniciado su camino hacia el sur morado de sus atardeceres, aquellos de donde vino hasta Madrid, que es posible querer a un coche más que a algunas personas. Y eso que yo no comprendía cómo era posible amar a un gato como a un hijo o un hermano. Tomen nota, por tanto, quienes quieran: pero he querido a mi coche más que a muchos que, como dijo Eurípides en boca de su Penteo, se “creen sabios con solo creerlo” aun no teniendo la “mente sana”. Lo entenderán los inteligentes, pues fue Hemón quien afirmó eso de que la inteligencia, don divino, es el más preciado bien que los dioses dieron a los hombres. Es más fácil amar a un coche que a los necios: que nadie lo dude, pero esto no lo escribió Sófocles, sino el que aquí suscribe.

Resultaría risible dicho en frío, pero si Platón hubiera tenido este Peugeot quizás le hubiera dedicado su Fedro y aquella anécdota del auriga socrático que conduce una cuádriga de caballos que, diferentes, hacen imposible la labor de conducir el carro, por muy experto que sea el auriga. Pero, claro, los caballos y las personas solo nos parecemos en la tozudez animal, y los coches carecen de ella, por suerte, siendo esta otra buena razón por la que amar a algunos coches es más sencillo que amar a algunas personas que confunden anarquismo y cabezonería individual, rigidez y vulgar obstinación, aplauso y rumor, voces de ecos y las palabras auténticas con el arte de la cocería (también caballuna y muy alejada de la mecánica eficaz de los coches franceses).

Pocas serían las palabras elogiosas para “quien” me ha acompañado tantas horas de voluntariosa entrega sin mentirme ni una sola vez. La mentira, esa construcción estrictamente humana, nos aleja de los coches. Y más: aunque las personas y los coches nos dejan tirados, siempre los coches tienen mejores razones que algunas personas a las que habría que retirar de un solo zarpazo su tarjeta de circulación, por si las moscas.

Recuérdelo quien tenga flaca la memoria y rehúse de emplearla para consigo aquello que dijo la despechada Medea y que seguro sabe: “Bien sé que muchos mortales han nacido altivos. Y que unos lo son en privado y en público, otros. En cambio, los hay discretos que tienen fama injusta de ser desdeñosos. Pues no mira con justicia en sus ojos quien concibe odio, con solo mirar, sin conocer la índole de la persona, sin haber recibido de ella ofensa alguna […]. Tampoco me agrada el ciudadano insolente que, ignorante, procura daño a sus compatriotas”.


lunes, 11 de febrero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (XLVII) - Un sueño, una novela




Debe ser cierto eso de que los sueños se cumplen. Y se cumplen, quizás, porque forman parte de la vida: soñar como un vivir especial más allá de los días que, uno tras otro, se suceden borrosos en la monotonía insulsa del trabajo, el atasco y los extractos del banco, puntuales como tristezas en los buzones que ya no esperan cartas de amor.

Y debe ser cierto que los sueños se cumplen porque hoy, por fin, se ha cumplido uno de los míos, también formando parte de esta autobiografía. No es nada especial para muchos, ni tampoco me hace diferente. Pero ver convertida en libro una novela escrita en la penumbra dichosa de las noches, me hace comprender que despierto también se pueden soñar los sueños: sueños hechos vidas, porque las novelas son existencias ajenas entrelazadas. Y vida porque la escritura es una manera de vivir, pero no en uno, sino en los demás. Debe ser que escribir, ese ejercicio de extraña intimidad, ni siquiera nos pertenece, si quien lo hace sabe que detrás de él se esconden, como los fantasmas, todos aquellos que han soñado antes que uno: abuelos, padres, amigos, compañeros. Y todos aquellos también que pensaron en mí antes de que yo pensara en ellos.

La editorial Toro Mítico ha recogido en folios y puesto precio y cara a lo que yo ordené que otros habían dejado a retazos: profesores, palabras, mundos. Y ellos han dado forma de libro a los sueños convertidos en novela, sueños que ya no me pertenecen y que devuelvo a todos los que en su día me dejaron en préstamo lo que ellos son y que, a su vez, fueron recibiendo de otros muchos, en ese proceso infinito que nos hace ser, pero que a la vez nos desintegra y nos hace vivir en mundos que no nos corresponden.

Al menos entiendo de esta guisa la literatura. Y a ella aporto mi minúsculo grano de arena, con El retrato de Sophie Hoffman, que un día de hace casi dos años empecé a escribir, pensando precisamente en lo que no era. Paradojas al margen, “no ser” puede ser un buen comienzo; creo, de hecho, que es el único comienzo posible.

Después de varios meses de espera, a partir del próximo 16 de febrero comenzará a distribuirse por algunas librerías (recordad que soy un poetilla menor). Es vuestro este libro, que aún no ha llegado a mis manos, y que ojalá tuviese para vosotros una milésima parte del valor que todos los libros que han precedido a este han tenido para mí, y que son, en resumen, una parte más que sustancial del mismo.

Me pongo serio: no creo demasiado en la propiedad privada de las cosas auténticas. Escribo en este blog con el mismo amor con que lo hago sobre una servilleta de papel. Escribo aquí como lo hago fuera de aquí, sabiendo que los euros solo frecuentan nostalgias. Y mañana, pensando en vosotros, volveré a mi trabajo con la misma resignación de buen ciudadano hipotecado.


martes, 5 de febrero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLVI) - La miopía y otros defectos


(fotografía: archivo familiar)


Novelas al margen, las autobiografías también se escriben no como obras literarias, sino como recuerdos que van y vienen, prestados o propios, imaginados o verdaderos. Y es así cómo, ladrillo a ladrillo, se construyen las vidas.

Tomando café en buena compañía (eso también hace más edificantes las existencias) me hicieron recordar dos buenos amigos, ya empiezan a serlo, gente auténtica al fin y al cabo, buena en el buen sentido de la palabra machadiana, algo que llevo conmigo y que, prolongación casi mía, intuyo ya como una parte de mi cuerpo: mis gafas. Y recordé con ellos algunos años de estudiante en tierra de Castilla, en este poblachón manchego que dijo el grande de Baroja, mientras el café se consumía mirando los tejados pardos de Lavapiés, una tarde de precoz primavera en enero.

Y les conté cómo descubrieron que yo, el tercero de mis hermanos, también era miope. La prueba de fuego eran las quinielas o, mejor, sus resultados expuestos en la tabla de un bar, el de los Maños. Mi madre me pidió que le dictase aquellas equis, unos y doses que se balanceaban nebulosos en mi vista, más allá de la barra del bar adonde mis ojos parecían no llegar. Y la segunda prueba: la del calendario, por la que pasaron mis hermanos y yo con el estoicismo de quien asume que la vida se ve a así y no que es de otro modo. Y con colleja y un “niño no digas tonterías, que te llevo al oculista”, entre amenazante y preocupada, mi madre asumió aquel disgusto de que el pequeño tuviese que ir también con un pedazo de pasta con cristales amarrado a sus orejas de por vida. Entonces las gafas eran una forma de castigo infantil, cuando no había mobbing (¿se escribe de este modo?), ni estrés preadolescente, ni fobia escolar; y las gafas eran la dichosa artimaña de la guasa que otros utilizaban y que años después, guiños de la vida, tuvieron que lucir ellos, motivo de mayor guasa para los que, como yo, hemos tenido alguna vez cuatro ojos.

Pero, pese a que no recuerdo traumáticos aquellos años de primeras dioptrías, de hecho casi ni recuerdo nada, otras cosas de quien no ve porque no quiere (o sea, defecto del alma y no de la vista) sí que recuerdo yo. Cuando un imbécil escribió sobre una práctica que entregué algo así como que un miope lo hubiera hecho mejor: procedía de un supuesto adulto que ejerce sobre su alumno la intimidación ofensiva de una autoridad inversamente proporcional al tamaño de su pene y directamente proporcional a su estupidez. Porque quien no quiere ver tiene el defecto de la miopía multiplicado por dos. Ve la mitad y el doble de mal.

Esta fotografía tiene algo de todo eso. Es mi madre, la que hoy pierde poco a poco la vista: ve nubes, dice. La misma que descubrió que yo no acertaba a decirle los resultados de aquella dichosa quiniela que no nos tocó. Y yo le digo que es hermoso ver nubes, que mejor ver nubes que algunas otras cosas. Todavía tiene el color en los ojos de los caramelos de menta, y quizás sea eso lo único importante.


(a mis alumnos del BC21, que soportan las miopías de otros)

jueves, 24 de enero de 2008


AUTOBIOGRAFÍA (XLV) - Sophie
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(fotografía: archivo personal)

¿Quién es Sophie?, me han preguntado con la insistencia hermosa de la amistad, la misma insistencia con que los recuerdos que nos habitan nos hacen ser, poco a poco, a diario y obstinadamente lo que somos. Sophie no es nadie, o al menos en la Historia, esa que puede escribirse con mayúscula inicial. Como no son nadie igualmente otros muchos: nuestros padres, nuestros abuelos o los abuelos de nuestros abuelos. Nadie que, sin embargo, esboza la historia (con minúscula) de lo que somos.

Y de este modo es como aparece Sophie en esta historia. En la historia de los que no fueron nada. Personas sin nombre que condicionan, a pesar de no ser, el destino de las patrias, esas que se azotan con encono y se lanzan a la cara quienes nunca pensaron en los que fueron simplemente nadie.

Nació en enero de 1902, cuando Viena moría con su frío triste de ciudad centroeuropea. Después vivió en Berlín, en la Hamburg Strasse, donde escondieron el origen judío-prusiano de su padre, un simple ferroviario que se hizo a sí mismo y triunfó, dentro de los armarios de su casa, dentro de los silencios. Su familia se trasladaría hasta Ginebra, cuando la I Guerra Mundial irrumpió en los dividendos de los Hoffman, para multiplicarlos después con la neutralidad, que nunca ha sido flaco negocio ni, desde luego, fiable para quien no se declara enemigo de nadie y dice ser amigo de todos.

Después París esperaría la llegada de los Hoffman, y fue allí donde Sophie estudió Bellas Artes, y donde conoció a René, y para quien posó desnuda. Y René, quien la pintó, quien la desfiguró sobre los lienzos, como si la belleza real pudiera transgredirse con la pincelada ficticia. Pero más tarde vendría la desilusión, el abandono, la soledad y las huidas. Y Sophie se marchó, buscó el lugar lejano de una España convulsa y llegó hasta Madrid con la tristeza puesta, arrastrando el pesado equipaje de su pasado, para después convertirse en nadie y ser también la poseedora de un secreto que podría cambiar la Historia (con mayúscula).

(a Carlota, por su presente amistad)

(a Marta Sanz, por su futura amistad)


domingo, 20 de enero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (XLIV) - El arte, el recuerdo y los mundos interiores

(Fotografía: archivo personal, el pintor R. Daudet en su estudio)

La historia y la memoria caminan muy juntas, siempre a la sombra del olvido que acecha con las penumbras de lo que no se puede recordar y que esboza la imaginación con sus retazos, con sus colores y matices dispuestos a terminar de reconstruir lo que somos mediante lo que fuimos. Y también aquí se cruza el arte, si lo imaginado tiene capacidad de evocar en otros lo que nosotros mismos no hemos experimentado.

Este es el pintor René Daudet, artista menor de la primera vanguardia francesa. Influido por Matisse y, después, por el cubismo de Picasso y el arte español mediterráneo y luminoso de Soraya, costumbrismo exótico para un francés que estudió Bellas Artes en París, amó en Mont Martre a su modelo predilecta, estuvo tentado por el anarquismo y participó en el Congreso de Intelectuales Antifascistas. Desde los años 30 viajó por España: Barcelona, Madrid, Valencia… buscando… la utopía, el retrato perfecto, la reconstrucción pictórica de sus propios recuerdos, de los mundos que se le acabaron intentando agotar la belleza. Tomó partido por la República y terminó sus días desapareciendo cerca de la frontera francesa, quizás por el paso de Le Perthus, enfermo y solo. Muerto y olvidado, apenas un breve y torpe titular escondido en el ABC difundió su muerte, allá por el 39, año desdichado en suma. “En extrañas circunstancias”, decía el periódico, intentado obviar que aquel pintor extranjero quería marcharse de España, de la dolorosa España de aquel tiempo frío, quién sabe si con la utopía en su paleta de pintor, de idealista, de bohemio, de solitario.

“Retrato de mujer con silla”, “Mujer con naranjas”, “Mujer con mar” son algunas de sus obras reconocidas. Colecciones privadas y algún museo francés hacen gala de tener en sus fondos obras de René, museos como inmensos cementerios en los que la vida se transforma inmóvil en pasos con ecos, turistas extraviados y poco más que una decena de referencias eruditas predispuestas en catálogos a tibiamente recordar a quienes nadie recuerda.

Un cuadro es también el mundo interior de quien lo pinta, como lo es un poema o un gesto sobre un escenario. Gestos, palabras o pinceladas incorporadas sobre la blancura de los papeles que esperan, de los lienzos que esperan o los escenarios vacíos, que también esperan. Aquí está René: en su estudio de Betau-Lavoir, que compartió algún tiempo, hundido en la miseria del abandono y el desengaño con Ambroise Vollard o André Darain. La fotografía está tomada antes de que viniese a España en busca de nadie sabe qué. Quizás la utopía, pero no estoy seguro.

sábado, 5 de enero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA (XLIII)- Mi abuela y las biografías


(fotografía: archivo familiar)

Siempre que recuerdo a mi abuela Concha, se me viene a la cabeza esta fotografía, como una de esas imágenes vivas, que solo puede uno reconocer como lejana. El retrato se lo hicieron, sin embargo, mucho antes de yo nacer y es, pese a eso, el rostro todavía reconocible de la mujer a quien vi tiempo después ancianarse con su correspondiente dosis de decrepitud y orfidal para dormir por las noches. Tiene un gesto de inusitada felicidad sosteniendo a sus dos nietos, mis hermanos, que contrasta con su viudez prematura y su depresión de por vida.

Y si recuerdo este rostro así, sin dolor, también viene con él el modo inequívoco con que se expresaba sin estudios ni ambages: decía bonífafo por bolígrafo, y llamaba a los espaguetis tejeringos, sin disimular su incomprensión respecto de un alimento de forma y textura absurdas, que quizás ni siquiera concebía como eso, como alimento. Utilizando su particular léxico, entre rural y urbano, jamás fue torpe con el lenguaje, que aunque usado a su manera ya sabía que era herramienta del pensamiento. Así ocurría cuando requería del verbo “husmear”: «Fulanita bien que husmea de Menganita», para decir que Fulanita se empleaba a fondo en el arte del chismorreo, deporte nacional y vecinal de mi barrio. O cuando quería zanjar un escándalo de riña entre hermanos: «Quedito, quedito… que ya estará husmeándonos», decía levantando su dedo índice hacia el techo, en referencia explícita, pero silenciosa, a la vecina de arriba, la del segundo ce, la Juani, tan taciturna como un roedor, pero tan experta en vidas ajenas, que ya habría tomado nota.

Y así llevo unos días, pensando en aquel husmear de mi abuela desde que me encomendaron la misión de husmear en las vidas de Josefina Escolano y José Ramón Marín Gutiérrez. Me lo pidió Carmen, amiga desde hace casi once años, desde aquel día que me regaló por mi veinte cumpleaños una separata de su tesis doctoral antes de subirse al entarimado en que siguió explicando a Fray Luis de León con cierta emoción, ante su auditorio de universitarios atentos.

Ignoro qué pensaría mi abuela si lo supiese: si supiese que no está mal chismorrear de otros si quien chismorrea es filólogo, como yo, y el cotilleo no es cotilleo, sino biografía, o sea, culto dar que hablar a otros de lo que uno sabe de los demás.

(A Carmen Valcárcel)