miércoles, 27 de junio de 2007


AUTOBIOGRAFÍA (XXIX) - Los suburbios y el móvil.

(Fotografía: archivo familiar)


La dignidad del suburbio vecinal y humilde se ha perdido a ritmo de músicas extrañas (léase raggeton y bakalao). Hoy los coches tuneados de Vicálvaro, San Blas y Vallecas forman parte del paisaje urbano, y en ello han contribuido los muchachos que con sellos de oro en los dedos sueñan con el rugir de motores, con chicas ligeras de ropa (bueno, con eso hemos soñado todos) y expresan sus ideas sin graduado escolar con palabras entrecortadas y confusas (mazo, perico, tuto, rayarse, petar…).

Pero antes, la filosofía del extrarradio, antes de que llegase la heroína, era la felicidad sin contratiempos ni pretensiones, en la que una orografía de bloques idénticos de ventanas insulsas e iguales, se extendía hasta más allá de los límites en que la ciudad concluía con eriales y sembrados, absorbidos después poco a poco. Las chabolas se derribaron y se construyeron sobre sus endebles cimientos las ciudades y barrios dormitorio que sorteaban las vías de los trenes, la ropa tendida en los balcones y las calles aún sin asfaltar. Buena muestra de ello es esta fotografía en la que mi madre posa sonriente ante un bloque inhumano de viviendas estrechas y sin personalidad, en Vicálvaro, el barrio del que guardo los primeros, segundos y terceros recuerdos de mi vida. Viviendas y viviendas donde los parques y colegios inexistían porque los obreros de aquellas barriadas no tenían tiempo para pasear. Y lógicamente, habían de ser estrechas porque entonces tampoco se necesitaban demasiadas cosas para vivir, y vivir felizmente.

Hoy, los barrios lejanos, que se acercaban a Madrid en la vieja camioneta cuyo timbre para solicitar parada era una campanilla atada a un cordel, han dejado atrás los límites concretos de las grandes urbes para ser extrarradios integrados: o sea, tercer mundo que se codea con el primero, que lo observa y lo envidia y que lo quiere imitar.

Recuerdo que los chiquillos jugábamos en un patio rectangular de tierra, y las rodillas se nos ensuciaban. Y a eso de las siete, las madres (la mía también) gritaban desde los balcones el nombre de sus chiquillos con el castizo acento que ya no se oye por Madrid: “¡Pablito, sube pa arriba, que va a venir tu padre y no vas a estar cenao”. Y lo chavalines se retiraban con sus canicas, cabizbajos, con sus rodillas sucias y sus deseos de ser mayores para poder estar en la calle más allá de las ocho. Hoy hubiera bastado con una llamada perdida al teléfono móvil, ese modelo último con el que los niños ostentan ser sólo los vecinos pobres de quien dispone de garaje propio.